XIII Domingo del T.O.(Lc 9, 51-62) - Ciclo C
Por A. Pronzato
Por A. Pronzato
...Eliseo cogió la yunta de bueyes y los mató, hizo fuego con los aperos, asó la carne y ofreció de comer a su gente. Luego se levantó, marchó tras Elías y se puso a sus órdenes (1 Re 19,16.19-21).
Para vivir en libertad, Cristo nos ha liberado... (Gál 4,31-5,1.13-18).
... El que echa mano al arado y sigue mirando atrás, no vale para el reino de Dios (Lc 9,51-62).
Las tres lecturas de hoy tienen un tema común: las exigencias de la vocación.
Si examinamos la primera y la tercera, descubrimos un motivo que subyace en las dos: la necesidad del desprendimiento, de la renuncia, del abandono de cosas y personas queridas. No existe respuesta a la llamada para ponerse al servicio del reino de Dios que no comporte laceraciones profundas.
Además el cotejo entre la primera escena y la presentada por el evangelio hace aflorar también diferencias notables.
Ante todo, hemos de confesarlo, nos encontramos más a nuestro aire con la narración que refiere el traspaso de consignas entre Elías y Eliseo. Hay un tono de humildad y delicadeza, hay una evidente concesión a los sentimientos naturales que nos convence y nos conmueve.
En el evangelio, sin embargo, el corte exigido es más decisivo y hasta brutal.
Elías, que también ha arrancado a Eliseo de su trabajo en los campos para darle la investidura profética, le permite volver a casa para poner en orden las cosas con una cierta calma, para despedirse de sus padres («déjame ir a besar a mi padre y a mi madre», propone el nuevo discípulo), y además preparar un banquete de despedida en el que participe la gente de su clan.
El manto (símbolo del carisma profético) puede permanecer durante un poco de tiempo en el armario de su casa.
Entre la llamada y la entrada en servicio hay un intervalo razonable.
Nada de todo esto en el evangelio. El desprendimiento exigido por Cristo a los tres candidatos a su seguimiento aparece más radical e inmediato. Se tiene incluso la impresión de una cierta dureza.
Todo está puesto bajo el signo de la urgencia.
Jesús ha iniciado el «viaje hacia Jerusalén». Esta «subida» interminable (que ocupa diez capítulos en el evangelio de Lucas) no se encuadra en una dimensión estrictamente geográfica, sino teológica: Jesús se encamina «decididamente» hacia el cumplimiento de su misión. En el calendario aparece ya evidente el «tiempo de ser llevado al cielo».
No se trata de un viaje turístico (tampoco de «turismo espiritual», como suele decirse ahora). Por eso el Maestro exige de los discípulos la conciencia del riesgo que comporta esa aventura.
La frase «tomó la decisión» de nuestra traducción no tiene toda la fuerza del texto griego que dice, literalmente, «endureció su rostro». Más que expresar severidad, ese rostro «endurecido» expresa determinación, voluntad de llegar hasta el fondo a pesar del precio de la empresa.
¿Atraer o rechazar?
Se diría que Cristo hace todo lo posible para desanimar a los tres que pretenden seguirle a lo largo del camino. Parece que su intención es más la de rechazar que la de atraer, desilusionar más que seducir. En realidad él no apaga el entusiasmo, sino las ilusiones.
Deben ser conscientes de la dificultad de la empresa, de los sacrificios que comporta, de la gravedad de los compromisos que se asumen con aquella decisión.
Hay que tener bien presente, sobre todo, la posibilidad (me atrevería a decir lo inevitable) del rechazo, de las oposiciones, de las hostilidades que encontrarán, precisamente como las de Jesús que aquí se le ve rechazado, «no recibido» en una aldea de Samaría.
Las exigencias extremas de Jesús pueden resumirse así:
-Disponibilidad para vivir en la inseguridad. «Las zorras tienen madrigueras y los pájaros nido, pero el Hijo del Hombre no tiene donde reclinar la cabeza». No se pone el acento en la pobreza absoluta (Jesús tenía una casa en Nazaret; y además podía disponer habitualmente de la de Cafarnaum; y en Betania su presencia era siempre deseada), sino en la itinerancia.
El discípulo, lo mismo que Jesús, no puede programar, organizar la propia vida según criterios de exigencias personales, de «confort» individual.
El discípulo no se pertenece. Y ni siquiera puede disponer del tiempo a su gusto y de un modo que vaya bien con su manera de ser. La vida se coloca bajo el signo de lo imprevisto.
-Ruptura con el pasado. «Deja que los muertos entierren a los muertos». Jesús no condena los funerales. Pero hay que dar prioridad al anuncio del Reino. «Tú vete a anunciar el reino de Dios». Es necesario que alguien mire hacia adelante, hacia las perspectivas inauditas abiertas por el Viviente. El pasado entonces desaparece solo, se sepulta a sí mismo.
-Decisión irrevocable. «El que echa mano al arado y sigue mirando atrás, no vale para el reino de Dios». Nada de vacilaciones, nada de componendas, ninguna concesión a las añoranzas. El compromiso es total, definitivo, la elección irrevocable. Se nutre de una promesa, no de nostalgias.
¿Dónde se enciende el fuego?
Está presente también el tema del fuego al que hay que aludir. Eliseo amontona los aperos de su oficio de labrador y hace con ellos una gran hoguera. Pone a asar en ese fuego la carne de dos bueyes (¡tenía doce yuntas!), para distribuirla después a los invitados.
Jesús enciende el fuego dentro de sus discípulos. El mismo afirma que ha venido a encender fuego sobre la tierra y que sueña con un incendio colosal (Lc 12,49).
Dos de sus seguidores (tenía doce, no para arar como bueyes, sino para sembrar su campo), los «hijos del trueno», con una acentuada tendencia a andar con prisas y a quemar etapas, se equivocan acerca del significado de este fuego. Y, enfurecidos por el rechazo grosero de los samaritanos, que le niegan la hospitalidad, piden, con rabia: «Señor, ¿quieres que mandemos bajar fuego del cielo que acabe con ellos?». Quizás recordando la misma venganza de Elías para exterminar, en dos etapas, a los invitados del rey Ajab, víctima de una grave caída desde la ventana de su palacio, y que pretende tener junto a sí a aquel «hombre peludo», pero después de haberse dirigido a Baal-Zebub, el dios de las moscas...
Los adversarios se quitan de en medio... incinerándolos con la ayuda del cielo. Es el tedioso atajo de la fuerza, de la violencia, del miedo, tomado muchas veces por gente que pensaba que de esa manera promovía la gloria de Dios y despejaba el camino para el evangelio. «Jesús se volvió y les regañó».
Se han equivocado acerca del significado del fuego. El incendio atizado por Jesús es el del amor. El intenta vencer a los enemigos dando la vida por ellos, no quitándosela.
Y se manifiesta impaciente por la difusión del evangelio, pero pretende enseñar a los discípulos el camino de la paciencia y de la mansedumbre cuando se trata de llegar al corazón de los hombres, incluidos los que se manifiestan hostiles.
¿Qué carne se sirve a la mesa?
La exigencia fundamental puesta en evidencia por Pablo (segunda lectura) es precisamente la del amor.
Pero el amor es inseparable de la libertad.
Por algo la Carta a los gálatas ha sido llamada «la carta de la libertad». En ella el apóstol define además la vocación cristiana como una vocación a la libertad: «Vuestra vocación es la libertad» (5,13).
El cristiano es arrancado de una doble esclavitud:
-la del pecado
-la de un régimen religioso planteado sobre normas, reglamentos, leyes.
La tentación que retorna una y otra vez es la de volver a estar bajo el dominio del paganismo (señalado aquí como el dominio de la «carne») y de encontrar la seguridad en el recinto reglamentado rígidamente por la ley.
La libertad, en efecto, es mucho más arriesgada y exigente. Porque el amor es más exigente.
En el fondo, el criterio último que define a los individuos libres es la caridad. «...No una libertad para que se aproveche el egoísmo; al contrario, sed esclavos unos de otros por amor».
El régimen religioso que gira alrededor de la ley es suplantado por el estatuto creador e imprevisible del Espíritu, que fundamenta la libertad cristiana, que encuentra su expresión más evidente en el amor y en el servicio.
Hablando de amor, Pablo conoce el peligro de un hablar abstracto. Y he ahí cómo impide que nos perdamos en las nieblas de un vago sentimentalismo, fulminándonos con una advertencia extremadamente concreta: «Si os mordéis y devoráis unos a otros, terminaréis por destruiros mutuamente». Unida a la severidad, hay una fustigante ironía en la frase, que no tiene necesidad de muchos comentarios, y conserva toda su actualidad.
Para muchos la vocación cristiana es compatible con los... mordiscos.
Los abrazos fraternos no anulan la costumbre de devorarse con murmuraciones, chismes y calumnias.
Se habla de comunión, y se pretende realizarla con la agresividad. No se cae en la cuenta de la «fuerza destructiva» de palabras no orientadas al respeto recíproco y que minan en su base la comunidad cristiana.
Un joven monje, fanático del ayuno y de la penitencia, se ha sentido conducido por un anciano al primado de la caridad, con esta frase:
-Es mejor comer carne y beber vino que comer, con la calumnia y la maledicencia, la carne del hermano.
Eliseo, en el fondo, se había contentado con poner en la mesa la carne de los bueyes.
Hoy, cualquier celoso «llamado», sin renunciar a la carne, para hacer más fraterno el banquete, no duda en practicar un poco de canibalismo verbal (¡y de papel!).
...Y no sólo, ¡ay de mí!, en la hora canónica de las comidas.
Para vivir en libertad, Cristo nos ha liberado... (Gál 4,31-5,1.13-18).
... El que echa mano al arado y sigue mirando atrás, no vale para el reino de Dios (Lc 9,51-62).
¿Falta de humanidad?
Las tres lecturas de hoy tienen un tema común: las exigencias de la vocación.
Si examinamos la primera y la tercera, descubrimos un motivo que subyace en las dos: la necesidad del desprendimiento, de la renuncia, del abandono de cosas y personas queridas. No existe respuesta a la llamada para ponerse al servicio del reino de Dios que no comporte laceraciones profundas.
Además el cotejo entre la primera escena y la presentada por el evangelio hace aflorar también diferencias notables.
Ante todo, hemos de confesarlo, nos encontramos más a nuestro aire con la narración que refiere el traspaso de consignas entre Elías y Eliseo. Hay un tono de humildad y delicadeza, hay una evidente concesión a los sentimientos naturales que nos convence y nos conmueve.
En el evangelio, sin embargo, el corte exigido es más decisivo y hasta brutal.
Elías, que también ha arrancado a Eliseo de su trabajo en los campos para darle la investidura profética, le permite volver a casa para poner en orden las cosas con una cierta calma, para despedirse de sus padres («déjame ir a besar a mi padre y a mi madre», propone el nuevo discípulo), y además preparar un banquete de despedida en el que participe la gente de su clan.
El manto (símbolo del carisma profético) puede permanecer durante un poco de tiempo en el armario de su casa.
Entre la llamada y la entrada en servicio hay un intervalo razonable.
Nada de todo esto en el evangelio. El desprendimiento exigido por Cristo a los tres candidatos a su seguimiento aparece más radical e inmediato. Se tiene incluso la impresión de una cierta dureza.
Todo está puesto bajo el signo de la urgencia.
Jesús ha iniciado el «viaje hacia Jerusalén». Esta «subida» interminable (que ocupa diez capítulos en el evangelio de Lucas) no se encuadra en una dimensión estrictamente geográfica, sino teológica: Jesús se encamina «decididamente» hacia el cumplimiento de su misión. En el calendario aparece ya evidente el «tiempo de ser llevado al cielo».
No se trata de un viaje turístico (tampoco de «turismo espiritual», como suele decirse ahora). Por eso el Maestro exige de los discípulos la conciencia del riesgo que comporta esa aventura.
La frase «tomó la decisión» de nuestra traducción no tiene toda la fuerza del texto griego que dice, literalmente, «endureció su rostro». Más que expresar severidad, ese rostro «endurecido» expresa determinación, voluntad de llegar hasta el fondo a pesar del precio de la empresa.
¿Atraer o rechazar?
Se diría que Cristo hace todo lo posible para desanimar a los tres que pretenden seguirle a lo largo del camino. Parece que su intención es más la de rechazar que la de atraer, desilusionar más que seducir. En realidad él no apaga el entusiasmo, sino las ilusiones.
Deben ser conscientes de la dificultad de la empresa, de los sacrificios que comporta, de la gravedad de los compromisos que se asumen con aquella decisión.
Hay que tener bien presente, sobre todo, la posibilidad (me atrevería a decir lo inevitable) del rechazo, de las oposiciones, de las hostilidades que encontrarán, precisamente como las de Jesús que aquí se le ve rechazado, «no recibido» en una aldea de Samaría.
Las exigencias extremas de Jesús pueden resumirse así:
-Disponibilidad para vivir en la inseguridad. «Las zorras tienen madrigueras y los pájaros nido, pero el Hijo del Hombre no tiene donde reclinar la cabeza». No se pone el acento en la pobreza absoluta (Jesús tenía una casa en Nazaret; y además podía disponer habitualmente de la de Cafarnaum; y en Betania su presencia era siempre deseada), sino en la itinerancia.
El discípulo, lo mismo que Jesús, no puede programar, organizar la propia vida según criterios de exigencias personales, de «confort» individual.
El discípulo no se pertenece. Y ni siquiera puede disponer del tiempo a su gusto y de un modo que vaya bien con su manera de ser. La vida se coloca bajo el signo de lo imprevisto.
-Ruptura con el pasado. «Deja que los muertos entierren a los muertos». Jesús no condena los funerales. Pero hay que dar prioridad al anuncio del Reino. «Tú vete a anunciar el reino de Dios». Es necesario que alguien mire hacia adelante, hacia las perspectivas inauditas abiertas por el Viviente. El pasado entonces desaparece solo, se sepulta a sí mismo.
-Decisión irrevocable. «El que echa mano al arado y sigue mirando atrás, no vale para el reino de Dios». Nada de vacilaciones, nada de componendas, ninguna concesión a las añoranzas. El compromiso es total, definitivo, la elección irrevocable. Se nutre de una promesa, no de nostalgias.
¿Dónde se enciende el fuego?
Está presente también el tema del fuego al que hay que aludir. Eliseo amontona los aperos de su oficio de labrador y hace con ellos una gran hoguera. Pone a asar en ese fuego la carne de dos bueyes (¡tenía doce yuntas!), para distribuirla después a los invitados.
Jesús enciende el fuego dentro de sus discípulos. El mismo afirma que ha venido a encender fuego sobre la tierra y que sueña con un incendio colosal (Lc 12,49).
Dos de sus seguidores (tenía doce, no para arar como bueyes, sino para sembrar su campo), los «hijos del trueno», con una acentuada tendencia a andar con prisas y a quemar etapas, se equivocan acerca del significado de este fuego. Y, enfurecidos por el rechazo grosero de los samaritanos, que le niegan la hospitalidad, piden, con rabia: «Señor, ¿quieres que mandemos bajar fuego del cielo que acabe con ellos?». Quizás recordando la misma venganza de Elías para exterminar, en dos etapas, a los invitados del rey Ajab, víctima de una grave caída desde la ventana de su palacio, y que pretende tener junto a sí a aquel «hombre peludo», pero después de haberse dirigido a Baal-Zebub, el dios de las moscas...
Los adversarios se quitan de en medio... incinerándolos con la ayuda del cielo. Es el tedioso atajo de la fuerza, de la violencia, del miedo, tomado muchas veces por gente que pensaba que de esa manera promovía la gloria de Dios y despejaba el camino para el evangelio. «Jesús se volvió y les regañó».
Se han equivocado acerca del significado del fuego. El incendio atizado por Jesús es el del amor. El intenta vencer a los enemigos dando la vida por ellos, no quitándosela.
Y se manifiesta impaciente por la difusión del evangelio, pero pretende enseñar a los discípulos el camino de la paciencia y de la mansedumbre cuando se trata de llegar al corazón de los hombres, incluidos los que se manifiestan hostiles.
¿Qué carne se sirve a la mesa?
La exigencia fundamental puesta en evidencia por Pablo (segunda lectura) es precisamente la del amor.
Pero el amor es inseparable de la libertad.
Por algo la Carta a los gálatas ha sido llamada «la carta de la libertad». En ella el apóstol define además la vocación cristiana como una vocación a la libertad: «Vuestra vocación es la libertad» (5,13).
El cristiano es arrancado de una doble esclavitud:
-la del pecado
-la de un régimen religioso planteado sobre normas, reglamentos, leyes.
La tentación que retorna una y otra vez es la de volver a estar bajo el dominio del paganismo (señalado aquí como el dominio de la «carne») y de encontrar la seguridad en el recinto reglamentado rígidamente por la ley.
La libertad, en efecto, es mucho más arriesgada y exigente. Porque el amor es más exigente.
En el fondo, el criterio último que define a los individuos libres es la caridad. «...No una libertad para que se aproveche el egoísmo; al contrario, sed esclavos unos de otros por amor».
El régimen religioso que gira alrededor de la ley es suplantado por el estatuto creador e imprevisible del Espíritu, que fundamenta la libertad cristiana, que encuentra su expresión más evidente en el amor y en el servicio.
Hablando de amor, Pablo conoce el peligro de un hablar abstracto. Y he ahí cómo impide que nos perdamos en las nieblas de un vago sentimentalismo, fulminándonos con una advertencia extremadamente concreta: «Si os mordéis y devoráis unos a otros, terminaréis por destruiros mutuamente». Unida a la severidad, hay una fustigante ironía en la frase, que no tiene necesidad de muchos comentarios, y conserva toda su actualidad.
Para muchos la vocación cristiana es compatible con los... mordiscos.
Los abrazos fraternos no anulan la costumbre de devorarse con murmuraciones, chismes y calumnias.
Se habla de comunión, y se pretende realizarla con la agresividad. No se cae en la cuenta de la «fuerza destructiva» de palabras no orientadas al respeto recíproco y que minan en su base la comunidad cristiana.
Un joven monje, fanático del ayuno y de la penitencia, se ha sentido conducido por un anciano al primado de la caridad, con esta frase:
-Es mejor comer carne y beber vino que comer, con la calumnia y la maledicencia, la carne del hermano.
Eliseo, en el fondo, se había contentado con poner en la mesa la carne de los bueyes.
Hoy, cualquier celoso «llamado», sin renunciar a la carne, para hacer más fraterno el banquete, no duda en practicar un poco de canibalismo verbal (¡y de papel!).
...Y no sólo, ¡ay de mí!, en la hora canónica de las comidas.
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