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sábado, 5 de junio de 2010

FIESTA DE LA UNIDAD DE TODO: Solemnidad del Corpus Cristi (Lucas 9,11b-17)


El relato llamado de la “multiplicación de los panes” es el único milagro que aparece en los cuatro evangelios canónicos (en Marcos y Mateo, por duplicado). Y guarda parecido con un milagro similar atribuido al profeta Eliseo (Segundo libro de los Reyes 2,42-44) y con otros de la literatura rabínica.

Lucas sigue el relato de Marcos, abreviándolo e introduciendo cambios, según su peculiar estilo. Las cifras que aparecen –y que son las mismas que aparecían en el primer texto marcano (6,32-44): cinco+dos, cinco mil, cincuenta, doce- revisten valor simbólico y remiten al pueblo judío, representado en el cinco (y sus múltiplos) -por el Pentateuco o los “cinco libros” de la Ley- y en el doce –por el número de las tribus-.

El trasfondo eucarístico, por otro lado, es evidente, incluso en la clásica fórmula empleada: “Tomó los panes, alzó los ojos al cielo, los bendijo, los partió y los entregó”. Pero hay otro dato más: las sobras son designadas como “klasmata”; los fragmentos del pan eucarístico se llamaban “klasma”. Indudablemente, se está hablando de la eucaristía como alimento capaz de saciar la búsqueda humana. Se comprende que se haya elegido este texto en la fiesta de “Corpus Christi”.

El núcleo de todo el culto eucarístico que habría de conocer un desarrollo extraordinario, a lo largo de la historia cristiana, no es otro que la presencia de Jesús en el pan, a partir de aquella frase que remite a la última cena: “Esto es mi cuerpo”, “esto soy yo”.

Me resulta profundamente significativo el hecho de que el autor de esa frase sea el mismo que dijo: “El Padre y yo somos uno”. El Padre y el pan, el Misterio inefable y el alimento cotidiano más simple, abrazados en una Unidad que nada deja fuera.

El pan es símbolo de la realidad entera, del cosmos total. Si sabemos ver, descubriremos la presencia de Cristo en todo lo que existe, porque él está en todo, sin separación ni costura.

En el logion 77 del apócrifo Evangelio de Tomás se lee:

“Jesús ha dicho: Yo soy la luz que está sobre todos. Yo soy todas las cosas. Todas las cosas salieron de mí y todas las cosas llegarán a mí. Partid un madero, yo estoy allí. Levantad la piedra y allí me encontraréis”
(H.-J. KLAUCK, Los evangelios apócrifos. Una introducción, Sal Terrae, Santander 2006, p.176).

Cuando eso se experimenta, repercutirá en el comportamiento hacia los otros y hacia la realidad en su conjunto, tal como quiere mostrar un conocido cuento monástico.

Se cuenta de un monasterio que, tras unos años de esplendor y de vitalidad, que se traducía también en vocaciones numerosas, empezó a experimentar un declive notable.

Preocupado por la marcha que iba tomando, el abad decidió ir a consultar a un anciano ermitaño, que vivía no lejos del monasterio. Llegado hasta él, el anciano le dijo: “El problema que tiene su monasterio es que en él está viviendo Cristo y ustedes no se han dado cuenta”.

De vuelta a casa, el abad reunió a todos los monjes y les comunicó lo que el ermitaño le había dicho. No hizo más. A partir de ese día, cada uno de los monjes empezó a tratar a cada hermano como si fuese el mismo Cristo…, porque -¿quién sabe?- podía haberse “disfrazado” del menos pensado.

En muy poco tiempo, el monasterio había recobrado e incrementado su vitalidad como nunca antes se había conocido.

Puesto que Jesús está en todo, todo es eucaristía. Es cierto que los humanos solemos necesitar de ritos, celebraciones y onomásticas. Pero no lo es menos que, si no sabemos vivir la vida como eucaristía, la celebración eucarística se nos escapará entre la magia y la rutina.

Vivir la vida como eucaristía significa vivir conscientemente la Unidad que somos, con todo, en Dios. “El Padre y todo/todos somos uno”: experimentar la verdad de esa frase y comprender su significado nos conducirá a un estilo de vida en la línea de Jesús.

Para quien vive así, participar de la celebración eucarística no es sino celebrar –de un modo expreso y compartido- lo que está siendo su misma vida cotidiana.

Y se termina definitivamente con cualquier tipo de dualismo o separación entre la fe y la vida, la calle y el templo, la creencia y el comportamiento, “nosotros” y “los demás”…

El camino espiritual, conduciéndonos a la experiencia de la Unidad, barre las fronteras egoicas que habíamos establecido, también las religiosas. Desaparecen los motivos de enfrentamiento por motivos religiosos, porque hemos descubierto que no somos defensores de ninguna “creencia”, sino expresión del Misterio que en todo se manifiesta.

El ‘yo’ no puede vivir sino viendo potenciales “enemigos” a los que enfrentarse o de los que defenderse. El suyo es el reino de la soledad, el miedo y la ansiedad.

Al tomar distancia de él, por la comprensión de que no somos ese ‘yo’ que nuestra mente pensaba, dejamos de percibir la realidad desde la miope e interesada perspectiva egoica, para empezar a experimentarla desde el Misterio que la constituye, porque venimos a caer en la cuenta de que toda ella no está “fuera” de nosotros, sino –como sugería el citado logion del evangelio de Tomás- en nuestro interior.

Está bien que los cristianos adoremos a Jesús-Eucaristía en el pan consagrado, dejándonos sentir habitados por su presencia. Pero sin olvidar que “Corpus Christi” –el cuerpo de Cristo- es todo lo real, en la Red que somos.

Para ello, necesitamos crecer en Comprensión, la certeza que, haciéndonos tomar distancia del ‘yo’, nos permite experimentar la Unidad y vivir el Amor que somos.

Lo que el ‘yo’ llama “amor” es una realidad pobre, raquítica e inestable, portadora de la marca inevitable del egocentrismo. Y no es extraño que, aun sin mala voluntad, sean precisamente las personas que más dicen amarnos, aquéllas que más sufrimiento nos provoquen; o que más hagamos sufrir a quien más queremos amar. Por eso, con tanta frecuencia, lo que llamamos “amor” se convierte en un juego doloroso y amargo, como canta el gran poeta que es Joaquín Sabina:

“Amor se llama el juego
en el que un par de ciegos
juegan a hacerse daño.
Y cada vez peor, y cada vez más rotos,
y cada vez más yo, y cada vez más tú,
sin rastro de nosotros”.

El “yo” no casa bien con el “nosotros”. Sólo conociendo quiénes somos, se generará un comportamiento amoroso y compasivo. En este sentido, bien podría decirse que la Eucaristía cristiana es la proclamación de nuestra verdad más profunda, en la Unidad del Misterio último de lo Real.


Enrique Martínez Lozano
www.enriquemartinezlozano.com

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