Después de haber dado el signo mesiánico por excelencia («Cuando venga el Mesías -corría de boca en boca-, habrá comida para todo Israel..., habrá trabajo y bienestar para todos...»),Jesús se retira a orar él solo, como en otros acontecimientos muy significativos para su ministerio. Está en juego su misión. Flota en el ambiente una gran expectación: «¿Será el Mesías?» Nadie se atreve a pronunciar esta palabra. Lleva una carga poli tizada y peligrosa en exceso. Además, ¡han fracasado tantos que pretendían serlo y que finalmente han sido aplastados por la máquina de guerra de los romanos! (c£ 13,1-3; Hch 5,36 y 37; 21,38). ¿Y silo fuese? Los discípulos se lo huelen. Están presen tes mientras Jesús reza, pero no participan en la oración. No comparten en absoluto las reservas de Jesús: «Una vez que estaba orando él solo, se encontraban con él los discípulos» (Lc 9,18a). Jesús toma la iniciativa. Quiere que se definan. Entre la gente se barajan toda suerte de opiniones (tres equivalen a todas las habladurías que corrían entre el pueblo). La mayoría lo tienen por una reencarnación de Juan Bautista. Otros por Elías (que había de preceder a la venida del Mesías y actuar con procedi mientos muy expeditivos). Unos terceros creen que es un profeta de los antiguos que ha vuelto a la vida (9,19). A nadie, sin embargo, se le ocurre decir que sea el Mesías. La gente esperaba un Mesías-rey carismático, de casta davídica, con fuerza y poder, con un ejército aguerrido. Jesús, por el contrario, habla del reino de Dios, pero no lo entronca con David. No tiene a los poderosos de su lado y no acepta la violencia.
LOS DISCÍPULOS SE QUITAN LA CARETA
Por el tono en que hablan, se adivina que los discípulos no comparten las mil y una opiniones (tres pareceres, igual a una totalidad) de la multitud. Jesús los acorrala: «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?» (9,20a). Pedro, en nombre de los Doce, pronuncia la palabra fatídica: «El Mesías de Dios» (9,20b). La adición «de Dios» (comparadlo con Mc 8,29) no dice simplemen te que es el «Ungido por Dios», que se podría entender como en Mt 16,16 («el Mesías, el Hijo de Dios vivo») en sentido positivo, sino que pone énfasis en que es el Mesías prometido por Dios con el fin de liberar a Israel de las manos del ejército de ocupación (véase Lc 23,35). Sólo así se entiende que Jesús, acto seguido, dirigiéndose a los Doce, los conmine como si fuesen endemoniados (poseídos por una ideología que los fanatiza): «El les conminó y les ordenó que no lo dijeran absolutamente a nadie» (9,21). ¿Por qué los considera endemoniados? Porque sabe que han descubierto que es el Mesías, pero que no han hecho ningún progreso en la comprensión del contenido que él le quiere dar. Por el tono de voz se nota que son unos fanáticos nacionalistas y que pueden soliviantar las multitudes y hacer fracasar su tarea. Por esto es tan severo con ellos. Fanatismo y religión se mezclan con frecuencia. Jesús quiere cambiar la his toria dando un sentido nuevo a la liberación que Dios quiere realizar en el hombre. Pero ¿quién le hará caso? Todos tratan de llevar el agua a su molino.
EL MODELO DE HOMBRE SERA UN FRACASO
Primero los ha exorcizado -como quien dice-; después los ha hecho enmudecer; ahora les revela el destino fatal del Hombre que pretende cambiar el curso de la historia. «Y añadió: "El Hombre tiene que padecer mucho, tiene que ser rechazado por los senadores, sumos sacerdotes y letrados, ser ejecutado y, al tercer día, resucitar"» (9,22). Detrás de este impersonal («tiene que») se adivina el plan de Dios sobre el hombre: puede tratarse tanto del plan que Dios se ha propuesto realizar como de lo que va a suceder de forma inevitable, atendiendo a que el hombre es libre. Jesús acepta fracasar como Mesías, como lo aceptó Dios cuando se propuso crear al hombre dotado de libre albedrío. El fracaso libremente aceptado es el único camino que puede ayudar al cristiano a cambiar de actitudes frente a los sacrosantos valores del éxito y de la eficacia. Jesús encarna el modelo de hombre querido por Dios. Cuando lo muestre, sabe que todos los pode rosos de la tierra sin excepción se pondrán de acuerdo: será ejecutado como un malhechor. No bastará con eliminarlo. Hay que borrar su imagen. En la enumeración no falta ningún dirigen te: «los senadores», representantes del poder civil, los políticos; «los sumos sacerdotes», los que ostentan el poder religioso supre mo, los máximos responsables de la institución del templo; «los letrados», los escrituristas, teólogos y canonistas, los únicos intér pretes del Antiguo Testamento reconocidos por la sociedad ju día. Lo predice a los discípulos para que cambien de manera de pensar y se habitúen a ser también ellos unos fracasados ante la sociedad judía, aceptando incluso una muerte, infamante con tal de cumplir su misión.
Pero el fracaso no será definitivo. La resurrección del Hom bre marcará el principio de la verdadera liberación. El éxodo del Mesías a través de una muerte ignominiosa posibilitará la entrada a una tierra prometida donde no se pueda instalar nin guna clase de poder que domine al hombre.
SER CONSIDERADO UN FRACASADO
ES ACEPTAR LA PROPIA CRUZ
Inmediatamente después Jesús se dirige a todos los discípu los, tanto a los Doce, que ya se habían hecho ilusiones de com partir el poder del Mesías, como a los otros discípulos: «El que quiera venirse conmigo, que se niegue a sí mismo, que cargue cada día con su cruz y entonces me siga» (9,23). Jesús pone condiciones. A partir de ahora es más exigente. Como los discí pulos, todos tenemos falsas ideologías que se nos han infiltrado a partir de los seudovalores de la sociedad en que vivimos. En el seguimiento de Jesús es preciso asumir y asimilar que las cosas no nos irán bien; es preciso aceptar que nuestra tarea no tenga eficacia. Ser discípulo de Jesús quiere decir aceptar que la gente no hable bien de ti; incluso que te consideren un desgraciado o un marginado de los resortes del poder, sea en el ámbito político, religioso o científico.
LOS DISCÍPULOS SE QUITAN LA CARETA
Por el tono en que hablan, se adivina que los discípulos no comparten las mil y una opiniones (tres pareceres, igual a una totalidad) de la multitud. Jesús los acorrala: «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?» (9,20a). Pedro, en nombre de los Doce, pronuncia la palabra fatídica: «El Mesías de Dios» (9,20b). La adición «de Dios» (comparadlo con Mc 8,29) no dice simplemen te que es el «Ungido por Dios», que se podría entender como en Mt 16,16 («el Mesías, el Hijo de Dios vivo») en sentido positivo, sino que pone énfasis en que es el Mesías prometido por Dios con el fin de liberar a Israel de las manos del ejército de ocupación (véase Lc 23,35). Sólo así se entiende que Jesús, acto seguido, dirigiéndose a los Doce, los conmine como si fuesen endemoniados (poseídos por una ideología que los fanatiza): «El les conminó y les ordenó que no lo dijeran absolutamente a nadie» (9,21). ¿Por qué los considera endemoniados? Porque sabe que han descubierto que es el Mesías, pero que no han hecho ningún progreso en la comprensión del contenido que él le quiere dar. Por el tono de voz se nota que son unos fanáticos nacionalistas y que pueden soliviantar las multitudes y hacer fracasar su tarea. Por esto es tan severo con ellos. Fanatismo y religión se mezclan con frecuencia. Jesús quiere cambiar la his toria dando un sentido nuevo a la liberación que Dios quiere realizar en el hombre. Pero ¿quién le hará caso? Todos tratan de llevar el agua a su molino.
EL MODELO DE HOMBRE SERA UN FRACASO
Primero los ha exorcizado -como quien dice-; después los ha hecho enmudecer; ahora les revela el destino fatal del Hombre que pretende cambiar el curso de la historia. «Y añadió: "El Hombre tiene que padecer mucho, tiene que ser rechazado por los senadores, sumos sacerdotes y letrados, ser ejecutado y, al tercer día, resucitar"» (9,22). Detrás de este impersonal («tiene que») se adivina el plan de Dios sobre el hombre: puede tratarse tanto del plan que Dios se ha propuesto realizar como de lo que va a suceder de forma inevitable, atendiendo a que el hombre es libre. Jesús acepta fracasar como Mesías, como lo aceptó Dios cuando se propuso crear al hombre dotado de libre albedrío. El fracaso libremente aceptado es el único camino que puede ayudar al cristiano a cambiar de actitudes frente a los sacrosantos valores del éxito y de la eficacia. Jesús encarna el modelo de hombre querido por Dios. Cuando lo muestre, sabe que todos los pode rosos de la tierra sin excepción se pondrán de acuerdo: será ejecutado como un malhechor. No bastará con eliminarlo. Hay que borrar su imagen. En la enumeración no falta ningún dirigen te: «los senadores», representantes del poder civil, los políticos; «los sumos sacerdotes», los que ostentan el poder religioso supre mo, los máximos responsables de la institución del templo; «los letrados», los escrituristas, teólogos y canonistas, los únicos intér pretes del Antiguo Testamento reconocidos por la sociedad ju día. Lo predice a los discípulos para que cambien de manera de pensar y se habitúen a ser también ellos unos fracasados ante la sociedad judía, aceptando incluso una muerte, infamante con tal de cumplir su misión.
Pero el fracaso no será definitivo. La resurrección del Hom bre marcará el principio de la verdadera liberación. El éxodo del Mesías a través de una muerte ignominiosa posibilitará la entrada a una tierra prometida donde no se pueda instalar nin guna clase de poder que domine al hombre.
SER CONSIDERADO UN FRACASADO
ES ACEPTAR LA PROPIA CRUZ
Inmediatamente después Jesús se dirige a todos los discípu los, tanto a los Doce, que ya se habían hecho ilusiones de com partir el poder del Mesías, como a los otros discípulos: «El que quiera venirse conmigo, que se niegue a sí mismo, que cargue cada día con su cruz y entonces me siga» (9,23). Jesús pone condiciones. A partir de ahora es más exigente. Como los discí pulos, todos tenemos falsas ideologías que se nos han infiltrado a partir de los seudovalores de la sociedad en que vivimos. En el seguimiento de Jesús es preciso asumir y asimilar que las cosas no nos irán bien; es preciso aceptar que nuestra tarea no tenga eficacia. Ser discípulo de Jesús quiere decir aceptar que la gente no hable bien de ti; incluso que te consideren un desgraciado o un marginado de los resortes del poder, sea en el ámbito político, religioso o científico.
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