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jueves, 13 de enero de 2011

II Domingo del T.O. (Jn 1, 29-34) - Ciclo A: Para ver a Dios



El mundo. Era realmente difícil de entender que la tierra ¡irme que pisaban nuestros pies fuera un enemigo de nuestra alma. Y cuando nos explicaban que lo malo no era el mundo físico, sino «lo mundano», y resultaba que lo mundano era todo aquello que resultaba divertido, todo aquello que hacía la vida más agradable..., ¿sería verdad que Dios nos había puesto en este mundo sólo para sufrir y que todo lo agradable era pecado? ¿Sería verdad que aquel Dios al que nos habían enseñado a llamar Padre se irritaba por casi todo lo que ale­graba la existencia de sus hijos? ¿Sería verdad que para gustar el sabor de la felicidad no había más remedio que pasar antes el mal trago de la muerte?


EL MUNDO

Cuando en el evangelio de Juan se habla del mundo en sentido negativo no se está hablando ni del mundo físico ni de la humanidad en general; se está hablando del mundo de los hombres tal y como lo tenemos organizado: un mundo en el que unos pocos lo tienen todo y la mayoría no tiene casi nada; un mundo en el que la diversión y la comodidad de unos pocos se hace sobre el hambre de muchos; un mundo en el que la libertad, la igualdad, la justicia son sólo palabras que encu­bren una realidad de esclavitud, de injusticia, de opresión..., un mundo en el que es más fácil odiar que amar, codiciar que compartir, herir que sanar, ordenar que dialogar; un mundo en el que, para la mayoría, es más frecuente la tristeza que la felicidad.


EL PECADO DEL MUNDO

Y cuando se habla del pecado del mundo no se está ha­blando de los pecados que se cometen en el mundo, de los errores en que cae cada persona particular en su actuación o en su relación con los demás. No. Se está hablando de ese modo de entender la organización social, de ese modo de con­cebir las relaciones humanas que se ha impuesto a los pueblos a lo largo de la historia y que considera el Crimen y la mentira como elementos útiles para el gobierno de las naciones, para organizar la convivencia entre los hombres, para regular las relaciones entre los pueblos.


ALGUNOS EJEMPLOS

En concreto: cada día que pasa los medios de comunica­ción ponen ante nosotros la situación de millones de personas que sufren las consecuencias del pecado del mundo: que los Estados Unidos de América del Norte se obstinen en aplastar al pueblo de Nicaragua y no le permitan construir una socie­dad más fraterna, que los países más industrializados -España, por lo que parece, entre ellos- no cesen de vender armas a naciones en guerra o a las más feroces dictaduras, que la mayor parte de los científicos de los países más avanzados estén ocupados en investigación militar en vez de estar dedi­cados a tratar de mejorar las condiciones de vida de la huma­nidad, que en el siglo XX muera de hambre casi un millón de personas por semana, que haya dirigentes del Tercer Mundo que posean una fortuna personal superior a la deuda externa del país que gobiernan, que siga existiendo la tortura, la violación de los derechos humanos, la pena de muerte..., todo eso son manifestaciones del pecado del mundo.


NUESTRA RESPONSABILIDAD

¿ Que quiénes son los culpables de ese pecado? Lo somos todos, pero y esto debe quedar muy claro- no todos en la misma medida.

Somos todos culpables en tanto que aceptamos y nos apro­vechamos de la situación presente, en la medida en que asu­mimos los valores de este mundo y organizamos nuestra vida de acuerdo con ellos, en la medida en que nos cruzamos cómo­damente de brazos sin querer meternos en líos.

Pero son más culpables aquellos que más beneficios obtie­nen gracias a la situación presente; son más culpables aquellos que, siendo más conscientes que la mayoría de que esta orga­nización social es demoníaca, se quedan tan tranquilos sin comprometerse en la transformación de este orden social; son más culpables aquellos que echan a Dios la culpa de que las cosas estén como están y predican la resignación ante la injus­ticia y, de este modo, liberan de culpa a los verdaderos respon­sables y adormecen la conciencia de los que sufren las conse­cuencias del pecado del mundo.


EL CORDERO DE DIOS

Juan Bautista presenta a Jesús como «el cordero de Dios que quita el pecado del mundo». Al llamarlo así recuerda el primer cordero pascual (Ex 12,1-14), que marcó el comienzo del primer éxodo, el proceso de liberación de aquel grupo de esclavos que -ya libres- sería el pueblo de Israel. Este nue­vo Cordero representa el comienzo de un nuevo proceso de liberación para eliminar el pecado del mundo. Las armas que utilizará en su lucha serán radicalmente nuevas, pues sólo usa­rá el Espíritu de Dios, la fuerza de la vida y del amor de Dios, con el que estará dispuesto a empapar a todo el que quiera unirse a su proyecto: .... va a bautizar con Espíritu Santo». Y con la fuerza de ese Espíritu, él será el primero que recorra el camino que conduce a la eliminación del pecado del mundo: la entrega personal en favor de los demás como medio de lucha contra el crimen y la mentira; la entrega sin límite, hasta la muerte, como fuente de vida y manifestación de un amor sin medida, alternativa al odio y a la muerte a la que conduce el pecado del mundo.

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