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jueves, 13 de enero de 2011

II Domingo del T.O. (Jn 1, 29-34) - Ciclo A: Entre la apertura a lo universal y la atención a lo particular


Por A. Pronzato

El cordero no debe tener zarpas...

Registremos ante todo dos términos:
-Siervo.
-Cordero.
Siervo de Dios es aquel que recibe el encargo de participar en un plan divino y de actuarlo. Por consiguiente, subyace la idea de la entrega total a una causa.
El cordero sugiere obediencia, docilidad. Y subyace la idea de un amor indefenso que llega hasta la inmolación suprema, el sacrificio de sí mismo.
Es significativo que, en arameo, se emplee el mismo término para indicar siervo y cordero. Por tanto, las dos imágenes, que aparecen en las lecturas de hoy, acaban superponiéndose la una a la otra.
Jesús, el Cordero de Dios, tiene la misión de quitar, de hacer que desaparezca «el pecado del mundo».
Es extraño. Precisamente el cordero, un animal que no puede considerarse «de carga», que no evoca fuerza ni robustez, permite que carguen sobre sus espaldas el peso más aplastante.
El animal más débil y manso carga y se lleva el cúmulo terrible de mal que hay en el mundo.
Hoy se tiene la impresión de que no hay que fiarse mucho del cordero, al menos según la interpretación «extrema» que dio el mismo Jesucristo.
No se le ha eliminado del todo, se le sigue exaltando, pero se ha intentado, quizás con poco acierto, ...robustecerlo, inyectándole en las venas fuertes dosis de agresividad, hasta cambiar su naturaleza (hay operaciones de ingeniería genética que se realizan clandestinamente, pero con todas las bendiciones oportunas, en los laboratorios sagrados).
Y entonces tenemos un cordero jactancioso, dominador, que enseña a veces las zarpas, que emite una voz parecida a un rugido, que eriza el pelo y muestra los dientes ante cualquier ataque, que llega a asumir actitudes provocadoras, altivas, desafiantes, que da fuertes coces, que asaetea con su mirada amenazante, que reivindica con orgullo sus propios derechos de pasto.
En una palabra, ya no se resignan muchos a hacer de víctima sacrificial. Incluso porque consideran superada su actitud, o por lo menos ineficaz.
Como si dijéramos: para combatir el mal del mundo se precisa algo muy distinto. El cordero -al menos el tradicional- no está dotado para la lucha, es demasiado tímido y cobarde, incapaz de reaccionar como es debido, excesivamente condescendiente, bueno solamente para dejarse pisotear...
Hoy hay que cambiar de táctica. Y por eso se presenta a un híbrido, que aunque propiamente no sea un lobo, tampoco se parece demasiado a un cordero.
La inocencia -que está por probar- se exhibe como motivo de privilegio, de orgullosa toma de distancia frente a los pecadores, de rechazo de solidaridad con los culpables.
En cuanto a la sangre que hay que derramar... ¡que vengan a ver qué pasa!
Se tiene incluso la impresión de que se utiliza la cruz, si no precisamente como arma (aunque a veces ocurre), sí al menos como bandera para dar la señal de ataque, para tomarse la anhelada revancha sobre los enemigos.
Lo último en que se piensa es que sea ése el instrumento fabricado aposta para dejarse crucificar.
Y no se percibe que este cordero equipado para la lucha, para el dominio, lejos de quitar el mal del mundo, acaba aumentándolo todavía más.
Quizás sea éste el momento en que los cristianos tienen que encontrar el coraje para volver a adoptar un estilo de mansedumbre, de comprensión, de dulzura, de entrega silenciosa, de modestia, de solidaridad real con los débiles.
El cordero «agresivo» se sacude de encima el pecado del mundo, no lo elimina.
El Cordero de Dios, por el contrario, no vacila en «llevarlo», hasta aceptar su propia destrucción.

Es pecado cerrarse

¿Pero qué es exactamente el «pecado del mundo»? Puede ser la suma de los pecados de todos los hombres. Evidentemente, también mis pecados forman parte del pecado del mundo.
Pero esta expresión sirve para indicar quizás la cerrazón, el repliegue, el encierro dentro de sí mismo, el enganche en lo particular con el consiguiente rechazo de lo universal.
El pueblo de Israel, al escuchar las palabras de Isaías referidas al siervo de Yahvé (primera lectura), pensaba que la promesa se cumplía totalmente con el regreso al propio territorio después de la tremenda experiencia del destierro. Pero esta concepción es demasiado restrictiva respecto al plan de Dios.
No basta con la restauración de la unidad nacional. Hay que abrirse a un horizonte mucho más amplio, sin dejarse aprisionar en esquemas particularistas de privilegio, suficiencia y presunción.
El siervo de Yahvé tiene la misión de traspasar los confines de Israel, de llevar la salvación a todos los pueblos, de ser la luz de todas las gentes.
Las tradiciones judías acabaron congelando y sofocando el espíritu de la promesa. La profecía de alientos universalistas se quedó asfixiada, momificada, ceñida por las vendas de una visión nacionalista y sectaria.
Jesús, siervo de Yahvé, rompe aquella costra tenaz que tenía aprisionado al Espíritu, lo libera, devuelve la vida a las palabras antiguas que habían quedado esclerotizadas, restituye al anuncio su alcance universal.
Es lo que debería pasar con la Iglesia.
Siempre hay una seguridad anterior que es preciso abandonar. Un enrocamiento que hay que desmantelar. Una actitud de miedo que hay que repudiar. Un estilo de suficiencia del que hay que renegar. Una preocupación obsesiva por uno mismo, un instinto de defensa del que hay que liberarse. Un territorio intacto que hay que explorar. Un tiempo nuevo al que hay que abrirse. Unas situaciones inéditas que hay que afrontar con el espíritu limpio de prejuicios. Unos hombres «inesperados» a los que hay que hacer partícipes de la herencia de los hijos del Reino. Una gente que viene «de lejos» a la que hay que acoger como portadora de nuevos valores.
¿Por qué casi siempre se habla de la fidelidad en clave inmovilista de conservación, de sospecha frente a cualquier cambio, de adhesión a las tradiciones?
¿Por qué no se insiste también en el deber de la fidelidad para con la profecía que, sin renegar de la tradición, más aún partiendo de ella, liberándola del vendaje asfixiante y paralizante, se dirige con coraje y con lucidez a la cita con el porvenir, haciendo que afloren las implicaciones actuales de la promesa?
No se trata de contemplar o de exaltar las realizaciones del pasado, sino de descubrir las posibilidades del presente y las potencialidades del futuro.
Por consiguiente, no se trata de añorar lo que ha sido, sino de estar atentos a la fecundidad subterránea de las semillas del hoy.
La utopía debe caminar de acuerdo con la concreción

Sin embargo, la apertura a lo universal no debe separarse nunca del compromiso con lo particular.
Cultivar la utopía no dispensa de la concreción.
Se pueden contemplar horizontes infinitos, pero manteniéndose uno apostado en la frontera de la propia tarea «parcial».
Un creyente consigue ser «luz de las naciones» incluso cuando enciende una llama minúscula de fidelidad, de entrega, de sacrificio, en el ámbito familiar o en el de la más pequeña iglesia local.
El servicio que se rinde al prójimo más cercano puede convertirse en servicio prestado a la humanidad entera.
Un paso hacia una persona sola, olvidada, puede ser tan importante como un viaje hasta «las extremidades del mundo».
Un esfuerzo por no ceder en el terreno de la coherencia, de la honradez, de la justicia, de la sinceridad, puede convertirse en elemento de salvación para todos los pueblos.
Es posible insertarse en la historia sin abandonar por ello el modesto terreno de la crónica diaria.
La profecía no tiene necesidad de énfasis ni de declaraciones clamorosas. Camina con los pies desnudos, con discreción, por el terreno de la vida de cada día, introduciendo furtivamente en él la semilla de la promesa, el germen del porvenir.
Porvenir de Dios y también porvenir del hombre.

Cuando nos separamos de la comunión

La alocución de la Carta de Pablo a los cristianos de Corinto (segunda lectura) establece un ligazón entre las dos dimensiones de lo universal y de lo particular.
En efecto, el apóstol se dirige a la Iglesia de Dios universal que se encarna en aquella pequeña porción local que es la comunidad de Corinto.
La Iglesia se manifiesta y se expresa en las comunidades locales. Pero inmediatamente después el apóstol dilata los espacios e inserta a los cristianos de aquella Iglesia en una perspectiva universal: «... al pueblo santo que él llamó y a todos los demás que en cualquier lugar invocan el nombre de Jesucristo».
La comunidad local corre siempre el peligro de amurallarse en sí misma, de separarse, de marginarse de la vida de la Iglesia en su totalidad.
Por consiguiente, una legítima reivindicación de lo particular, pero también una pertenencia a la comunión universal.
Pablo reconoce a sus cristianos el derecho de ser lo que son, pero les recuerda no solamente el deber de ser santos (¡ésta y no otra es su vocación!), sino el de serlo junto con los demás.
Corinto bullía de cargadores portuarios, marineros, comerciantes, artesanos, prostitutas, intelectuales... Todos ellos han sido insertados (santificados) en Jesucristo y forman parte de un pueblo (el pueblo de los que «invocan el nombre del Señor»).
A nadie se le permite vivir aislado o refugiarse en el propio grupo. Todos están invitados a desplegar las velas y a navegar por el ancho mar.
Un cristiano individualista se niega a ofrecer su propia aportación insustituible a la Iglesia, pero al mismo tiempo se aparta inexorablemente de la riqueza que podría venirle del patrimonio común.
En una palabra, se empobrece a sí mismo y a los demás.

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