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jueves, 17 de febrero de 2011

El cristiano, ese tipo «original»


Por Alessandro Pronzato
VII Domingo del T.O. (Mt 5, 38-48) - Ciclo A

Un templo consagrado por el amor

De la montaña nos llegan hoy propuestas inauditas.
Moisés (primera lectura) trae una orden perentoria de parte de Dios:
«Sed santos, porque yo, el Señor vuestro Dios, soy santo».
Cristo, para postre, nos manda: «Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto».
Puede parecer un programa algo abstracto y, además, fuera de nuestro alcance.
Pero el texto del Levítico precisa: «...No odiarás a tu hermano...
No te vengarás ni guardarás rencor... Amarás a tu prójimo como a ti mismo...».
Por consiguiente, la perfección divina a la que tenemos que tender es la perfección de la caridad, del amor que compadece y perdona: «Amad a vuestros enemigos... y rezad por los que os persiguen...» es el imperativo de Cristo, a imitación del Padre celestial «que hace salir su sol sobre malos y buenos».
En esta perspectiva es posible interpretar también la desconcertante declaración de Pablo: «Sois templos de Dios... ; el templo de Dios es santo: ese templo sois vosotros».
Ese templo es consagrado únicamente por el amor.
Para poder alojar al Espíritu de Dios es preciso limpiar con esmero este templo de las escorias e incrustaciones de odio, de cólera, de propósitos de venganza, de resentimientos, de despecho contra los demás, que pueden albergarse allí.
Allí se celebra una liturgia esencial: la de la bondad y el perdón.
Las demás prácticas no tienen ningún sentido si faltan las prácticas de caridad.
El templo queda profanado cuando, preocupándose uno exclusivamente de los deberes religiosos, olvida los deberes para con el prójimo.
Cuando todos los hermanos encuentran sitio y son acogidos sin reservas ni discriminaciones en nuestro corazón, también Dios encuentra sitio en él.
Si alguno se queda fuera, si tropieza con nuestro rechazo, también Dios niega su presencia.
Un corazón vacío de amor es como una iglesia des-consagrada, que no es ya apta para el culto, que se ha quedado sin culto divino y ha sido destinada a otras cosas...

La vocación a lo «extraordinario»

La página del evangelio de hoy pretende que el discípulo de Cristo realice gestos extraordinarios, insólitos, que haga cosas nunca vistas, que se haga protagonista de acciones inauditas.
Pero todo ello como algo ordinario, normal, casi dado por descontado.
El cristiano que ofrece la otra mejilla, que no devuelve los golpes, que reza por sus enemigos, que ama a sus perseguidores, no es un ser excepcional. Es alguien que hace solamente lo que tiene que hacer.
No debe considerarse como un «héroe», sino como un «practicante», que se atiene rigurosamente a las reglas del código de comportamiento establecido por el Maestro.
El perdón no constituye una excepción, un hecho llamativo, sino la norma.
O sea, lo «extraordinario» según las reglas del mundo viejo se convierte en la praxis habitual del discípulo, según las exigencias proclamadas por Cristo en el sermón de la montaña, que inauguran el mundo nuevo.
Cuando alguien, en su amor, no se deja determinar por los comportamientos ajenos, cuando responde a una provocación con dulzura y a un insulto con mansedumbre, cuando busca el camino de la reconciliación sin razonar en términos de derechos que reclamar o de errores que condenar, se ha ganado simplemente el derecho a pronunciar sin mentir su propio nombre: el de cristiano.
Si evito esta página, si la considero como un consejo optativo que se ofrece a algún que otro privilegiado, llamado a realizar empresas sensacionales, contentándome con ser uno que no hace mal a nadie, que respeta a los demás pero que está decidido a hacerse respetar, me sitúo fuera del cristianismo.
Si me profeso cristiano y no hablo el lenguaje del amor, del perdón, de la comprensión, de la no violencia (incluida naturalmente la verbal), estoy mintiendo.

Paradoja o banalidad

El cristiano, en el fondo, puede definirse como un tipo «original».
Original en el sentido de que hace cosas algo extrañas, de que tiene un comportamiento curioso, de que realiza acciones no programadas según los criterios habituales.
Uno que se niega a odiar a su enemigo, que responde a una injuria con una palabra de comprensión, que bendice a los que van hablando mal de él, que saluda con una sonrisa al individuo que no se lo merece, que no se preocupa por sobresalir, que opone la mansedumbre al orgullo, que se olvida de las humillaciones sufridas, de las acciones infames que le ha tocado soportar, es sin duda un hombre «original», que vive en otro mundo, que no respeta los criterios usuales de comportamiento.
La «gente sensata» sentencia con gravedad: «No está en sus cabales...; está fuera de sí...».
En realidad, no está en el sitio que a ellos les gustaría Está «fuera» de ellos. Extraño a sus costumbres. «Fuera de la mentalidad dominante».
«Si todos se portasen así... ¿adónde iríamos a parar?».
Pues bien, si esos comportamientos se hicieran comunes, todos serían «originales» y se trataría de algo muy interesante: iríamos a parar al evangelio. Una situación que no sería deplorable.
Sí, el cristiano es un tipo original. En el sentido de que imita los comportamientos de Dios, que «hace salir su sol sobre buenos y malos, y manda la lluvia a justos e injustos».
La posibilidad de imitar a Dios en su generosidad sin restricciones, en su amor sin límites, constituye la originalidad, la especificidad del cristiano.
Si hace lo que todos, si se acomoda a las reglas del mundo viejo, si es incapaz de acciones insólitas, se hace insignificante, vulgar.
Si vive ateniéndose a las normas de la educación, de la racionalidad, de la prudencia humana, demuestra que no ha aprendido el «pero yo os digo» de Cristo.
El cristiano, o es el hombre de la paradoja o es el hombre de la vulgaridad.
Si es previsible, repetitivo, si no consigue sorprender a nadie, si anula la novedad evangélica, no merece la atención.
Si la presencia cristiana no resulta embarazosa, si no siembra el desbarajuste en los ceremoniales que todos aceptan, si viste el traje confeccionado según las medidas del sentido común y los gustos del mundo, determina la ausencia de Cristo, traiciona al Maestro.
No se trata de mostrarse extravagantes a toda costa. Sino de ser la muestra de un mundo distinto, inventores de un nuevo estilo de relaciones entre los hombres.
En todo caso, el amor «imposible», loco, inconcebible, sugerido por el «pero yo os digo» de Cristo e interpretado por él en su vida y en su pasión y muerte, seguirá siendo el verdadero criterio de la originalidad cristiana.

La debilidad del mal

El mal, a pesar de las apariencias, es débil, posee recursos limitados.
El odio tiene miedo, se siente amenazado de extinción.
Para sobrevivir, para mantenerse, para resistir, para perpetuarse, necesita la reacción de los demás.
La ofensa precisa de la venganza.
El daño tiene necesidad de la restitución.
La violencia, para reforzarse, precisa de la violencia del adversario.
La polémica, para continuar, necesita de la reacción rencorosa del adversario.
La agresividad, la malicia, la mezquindad, se alimentan cuando chocan con la envidia, la ruindad, el resentimiento.
El veneno se potencia y adquiere una virulencia mayor y se reproduce con el veneno «de retorno».
El que provoca una riña no puede prescindir de la respuesta a sus golpes. De lo contrario, pronto terminaría la pelea.
¡Ay si en la otra parte no hubiera un contendiente decidido a golpear! ¡Si alguno se saliera del ring, si ignorase o se olvidase de las reglas del juego!
Los arsenales, los almacenes del odio se quedarían casi vacíos si sólo existiera la producción propia, si llegase a faltar la colaboración, la co-producción del enemigo.
El amor corta el mal en sus raíces, interrumpe los lazos con la fuente en que se alimenta la maldad, le impide aprovisionarse de nuevo.
El perdón rompe la espiral del odio, destruye el círculo perverso.
Un gesto de magnanimidad provoca un cortocircuito en la red de la mezquindad, en la trama de maniobras oscuras, y todos se hunden de repente en la luz.
Es necesario que un valiente diga «no sigo», para que el orgullo se rompa y la brutalidad se vea privada de los medios necesarios para sobrevivir.
Muchas veces creemos que la debilidad, la no violencia, la mansedumbre acaban dejando el campo libre a la invasión del mal.
Pero ocurre todo lo contrario.
En realidad, el amor es la única fuerza capaz de combatir eficazmente el odio, de arrinconarlo, de apagarlo, de agotarlo.
El cristiano sale vencedor, no cuando consigue apoderarse de las armas del adversario, sino cuando tira las suyas.
El enemigo se desconcierta, se siente perdido cuando nadie lo ve, cuando ya no se le considera como tal.
La debilidad del amor es la única fuerza capaz de aniquilar el mal. La cólera se nutre de la cólera.
Un individuo que ama, que perdona, que olvida, que no deja vivir al odio, le niega los medios de subsistencia.
«Se puede vencer al otro sólo si se deja que su maldad se agote en sí misma, al no encontrar lo que busca, es decir, la oposición y la réplica de otro mal, con el que inflamarse más todavía. El mal se hace impotente si no encuentra ningún objeto, ninguna oposición, sino que se le sufre y soporta pacientemente.
Aquí el mal se encuentra con un adversario más fuerte que él; pero solamente cuando queda anulado incluso el último resto de oposición, cuando es total la renuncia a devolver mal por mal. El mal entonces no puede conseguir su objetivo de generar otro mal; se queda solo» (D. Bonhoeffer).
Cuando abandono el campo de la disputa, no es que huya, que deje el campo abierto al mal.
Simplemente, me desplazo al territorio de la vida y dejo que el odio se consuma y muera en su árido desierto.

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