1.- Caminar con Jesús
Cuánta belleza, qué fuerza narrativa derrama el evangelista Lucas en esta escena. Camino de Emaús, distante ocho kilómetros de Jerusalén. Dos discípulos huyen de los suyos de siempre. Si se ha muerto el Maestro a quien seguían, ¿qué pintan sus discípulos? Si esperaban un caudillo victorioso, un libertador del pueblo, ¿qué se puede esperar ahora cuando todo ha acabado en una sepultura?
Y, mientras lo dan todo por perdido, alguien camina a su lado. A su voz, hecha de tristeza y derrotismo, se une la voz amiga, no reconocida, que levanta los ánimos; les dice una palabra al corazón, y entra el sol en el corazón de aquellos fugitivos. Es un hermoso camino de ida y vuelta; es un envidiable camino espiritual. Un camino que va de la noche oscura a la luz cegadora de Dios. Qué bien nos conducen los símbolos de esta historia: el camino, la hospitalidad -quédate con nosotros- partir el pan, el abrirse los ojos.
De entrada, nos acordamos de tantos hombres y mujeres de hoy que, acaso, dejaron la Iglesia pero la siguen recordando, hablan de Jesús; quién sabe si, al fondo, una nostalgia anida en su corazón.
2.- Palabra
Nos recreamos en los tres tiempos del camino.
Comienzan dos discípulos huidizos. Van desconsolados, tristes. Sólo la desilusión y el pesimismo les acompañan. Han perdido su fe en Jesús. Lo han matado, cuando lo esperaban como el futuro liberador de su pueblo. Junto a este fracaso, una vana ilusión: sí, unas mujeres dicen que ha resucitado, pero a él no le han visto. “Nosotros creíamos, pero…”, repiten aplanados.
Y Jesús entra en su vida, se pone a caminar junto a ellos. Se hace un forastero encontradizo, nada de deslumbrarles para ganárselos. Comienza preguntándoles y se va introduciendo amistosamente en su vida. Sólo así les explica las Escrituras, el sentido del aparente fracaso, el porqué de su dolor y muerte. Al fin, se deja invitar para sentarse con ellos a la mesa. ¿Cómo no gustar estos verbos que decimos cada día: tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo dio?
Y el final fue feliz, como siempre que nos dejamos tocar por Jesús. Se les abrieron los ojos a los discípulos, comenzó a arderles el corazón, se levantan de la mesa, vuelven a su comunidad y comunican el gozo: “Era verdad, ha resucitado el Señor, lo hemos conocido al partir el pan”.
3.- Vida
Hombres y mujeres, con los que caminamos cada día, van envueltos en dudas, en fracasos, en depresiones. Unos se fueron de la casa de la Iglesia donde, un día, fueron felices. Otros marchan apenados porque aquellas cosas en las que habían creído sinceramente no han llegado a su fin. Cuántos repiten “nosotros creíamos”… que la venida de la democracia, que la renovación del Concilio, que los bellos documentos, que los nuevos medios, que tantos movimientos luchando por un mundo más justo… que tantas cosas iban a alumbrar una humanidad más en sintonía con el querer de Dios y una Iglesia más “llena de juventud y de limpia hermosura” (Prefacio de la Inmaculada), pero ¡qué lejos está todavía la meta!
Sólo colmará nuestro afán el encuentro con Jesús en el camino. No es hora de quedarnos en los “peros” sino de dejarnos acompañar por Jesús. Y, con él, leer y meditar más su Palabra, abrir nuestro corazón para que pueda arder al sentir su amor, sentarse a la mesa y comerlo, hecho pan y vino. Hay que sentir deseos de invitar y acoger a Jesús: “Quédate con nosotros”. Y, desde Jesús, sabremos que la vida es siempre encuentro con los demás.
Hay muchos que, tal vez, perdieron la fe pero no perdieron el amor. A ellos comunicamos lo que hemos vivido con Jesús. Nos hacemos encontradizos, acompañamos, hablamos, nos sentamos con ellos. La actitud humilde del forastero, la sencillez del que sabe escuchar y preguntar, la conversación amistosa como Jesús caminante, son lo mejor para el anuncio. Al contrario: con tonos de superioridad moral, con aire de salvadores, con dedos inquisidores, nunca podremos declarar nuestra fe: “Es verdad, el Señor ha resucitado”.
La Eucaristía es el momento de sentarnos a la mesa con Jesús.
Cuánta belleza, qué fuerza narrativa derrama el evangelista Lucas en esta escena. Camino de Emaús, distante ocho kilómetros de Jerusalén. Dos discípulos huyen de los suyos de siempre. Si se ha muerto el Maestro a quien seguían, ¿qué pintan sus discípulos? Si esperaban un caudillo victorioso, un libertador del pueblo, ¿qué se puede esperar ahora cuando todo ha acabado en una sepultura?
Y, mientras lo dan todo por perdido, alguien camina a su lado. A su voz, hecha de tristeza y derrotismo, se une la voz amiga, no reconocida, que levanta los ánimos; les dice una palabra al corazón, y entra el sol en el corazón de aquellos fugitivos. Es un hermoso camino de ida y vuelta; es un envidiable camino espiritual. Un camino que va de la noche oscura a la luz cegadora de Dios. Qué bien nos conducen los símbolos de esta historia: el camino, la hospitalidad -quédate con nosotros- partir el pan, el abrirse los ojos.
De entrada, nos acordamos de tantos hombres y mujeres de hoy que, acaso, dejaron la Iglesia pero la siguen recordando, hablan de Jesús; quién sabe si, al fondo, una nostalgia anida en su corazón.
2.- Palabra
Nos recreamos en los tres tiempos del camino.
Comienzan dos discípulos huidizos. Van desconsolados, tristes. Sólo la desilusión y el pesimismo les acompañan. Han perdido su fe en Jesús. Lo han matado, cuando lo esperaban como el futuro liberador de su pueblo. Junto a este fracaso, una vana ilusión: sí, unas mujeres dicen que ha resucitado, pero a él no le han visto. “Nosotros creíamos, pero…”, repiten aplanados.
Y Jesús entra en su vida, se pone a caminar junto a ellos. Se hace un forastero encontradizo, nada de deslumbrarles para ganárselos. Comienza preguntándoles y se va introduciendo amistosamente en su vida. Sólo así les explica las Escrituras, el sentido del aparente fracaso, el porqué de su dolor y muerte. Al fin, se deja invitar para sentarse con ellos a la mesa. ¿Cómo no gustar estos verbos que decimos cada día: tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo dio?
Y el final fue feliz, como siempre que nos dejamos tocar por Jesús. Se les abrieron los ojos a los discípulos, comenzó a arderles el corazón, se levantan de la mesa, vuelven a su comunidad y comunican el gozo: “Era verdad, ha resucitado el Señor, lo hemos conocido al partir el pan”.
3.- Vida
Hombres y mujeres, con los que caminamos cada día, van envueltos en dudas, en fracasos, en depresiones. Unos se fueron de la casa de la Iglesia donde, un día, fueron felices. Otros marchan apenados porque aquellas cosas en las que habían creído sinceramente no han llegado a su fin. Cuántos repiten “nosotros creíamos”… que la venida de la democracia, que la renovación del Concilio, que los bellos documentos, que los nuevos medios, que tantos movimientos luchando por un mundo más justo… que tantas cosas iban a alumbrar una humanidad más en sintonía con el querer de Dios y una Iglesia más “llena de juventud y de limpia hermosura” (Prefacio de la Inmaculada), pero ¡qué lejos está todavía la meta!
Sólo colmará nuestro afán el encuentro con Jesús en el camino. No es hora de quedarnos en los “peros” sino de dejarnos acompañar por Jesús. Y, con él, leer y meditar más su Palabra, abrir nuestro corazón para que pueda arder al sentir su amor, sentarse a la mesa y comerlo, hecho pan y vino. Hay que sentir deseos de invitar y acoger a Jesús: “Quédate con nosotros”. Y, desde Jesús, sabremos que la vida es siempre encuentro con los demás.
Hay muchos que, tal vez, perdieron la fe pero no perdieron el amor. A ellos comunicamos lo que hemos vivido con Jesús. Nos hacemos encontradizos, acompañamos, hablamos, nos sentamos con ellos. La actitud humilde del forastero, la sencillez del que sabe escuchar y preguntar, la conversación amistosa como Jesús caminante, son lo mejor para el anuncio. Al contrario: con tonos de superioridad moral, con aire de salvadores, con dedos inquisidores, nunca podremos declarar nuestra fe: “Es verdad, el Señor ha resucitado”.
La Eucaristía es el momento de sentarnos a la mesa con Jesús.
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