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sábado, 28 de mayo de 2011

Dios existe. Pero es menester que exista también algún otro...


VI Domingo de Pascua (Jn 14, 15-21) - Ciclo A
Por A. Pronzato

Imágenes superpuestas

Una liturgia, la de hoy, basada totalmente en contrastes, en rápidos cambios de escena, en continuos desplazamientos de un plano al otro. Te detienes, con evidente complacencia, en respirar la atmósfera de serenidad que reina en el cenáculo, o a saborear la sugerente expresión de Pedro: «Glorificad en vuestros corazones a Cristo Señor», pero enseguida te ves proyectado hacia fuera y arrojado a los caminos siempre peligrosos de Samaria.

Apenas te has contagiado del impulso misionero (y los relativos éxitos) de Felipe, cuando alguien (sobre todo Pedro) te conduce inmediatamente de nuevo a sopesar el estilo y el coste del testimonio.

Se destaca una dimensión de intimidad, pero también de irradiación hacia fuera. De invisibilidad y de visibilidad. De consuelo y de provocación.

Surgen igualmente varias imágenes de la Iglesia. La Iglesia de la interioridad, pero también la del anuncio público; la del confort y la de la inseguridad; la de la fuerza y la del respeto; la que interpela y la que es interpelada; la que predica y la que se ve cuestionada, obligada a rendir cuentas, llamada a la coherencia.

Así pues, ¿se nos invita a escoger entre las diversas dimensiones de la existencia cristiana, entre las diversas imágenes de Iglesia que aparecen en las lecturas de hoy?

No. Se trata de algo mucho más complejo. Se trata de compaginar las diversas realidades, de llevar a cabo los diversos desplazamientos, sin esquivar ningún pasaje.

De entrar en las profundidades y al mismo tiempo de no desertar de los compromisos (la intimidad no significa intimismo).

De sentimos consolados por el Espíritu del Señor, y de hacemos portadores de un mensaje de consuelo.

De llevar la palabra de la verdad y de ofrecer como garantía una conducta en la verdad.

De inquietar las conciencias y de dejarse cuestionar. De mostrarse fuertes y longánimes.

De ser capaces de soportar los pruebas («sufrir obrando el bien») y de compadecer las debilidades de los demás.

Así también la Iglesia tiene que ser la Iglesia de la interioridad, pero sin replegarse en sí misma.

Presente en los caminos del mundo, pero sin invadirlos. Garantizada por la presencia del Señor, pero modesta. Visible, pero también capaz de borrarse.

Sostenida por el Espíritu Paráclito en su proceso continuo con el mundo, pero sin asumir actitudes de desafío, de presunción, de agresividad, de fanatismo.

Contemplación y compromiso. Experiencia mística y pies cansados.

Comunión entre hermanos en la fe y gusto por mezclarse con la gente.

Palabra y silencio. Misterio y transparencia. Denuncias proféticas y disponibilidad a dejarse criticar.

Salir fuera, pero permitir también a los demás «que miren dentro»...



Necesidad de una verificación

Fijemos más de cerca algunas imágenes. La desconcertante serenidad que empapa discursos de despedida no debe hacernos olvidar el realismo que va poniendo ritmo regularmente a las palabras del Maestro.

Así por ejemplo, el Señor no se contenta con una vaga demostración de amor por parte de los discípulos.

Quiere una prueba concreta, decisiva. «Si me amáis, guardaréis mis mandamientos».

La obediencia sigue siendo el criterio fundamental. Jesús exige una verificación puntual del amor que le declaramos. Y el criterio es único: la observancia de los mandamientos.

Aquí se habla de «mandamientos» en plural. Pero sabemos que, a lo largo del discurso, Cristo no enunció más que uno, el mandamiento que compendia todos los demás: «Amaos los unos a los otros».

Como si dijera: amaos y podré estar seguro de que seguís siendo mi camino.

Amaos y podré fiarme de vosotros. Amaos... y yo haré todo lo demás.

Amaos, y podréis pedírmelo todo, tendréis derecho a esperarlo todo de mí.

Amaos como hermanos, y ya no estaréis sin padre y sin madre: «¡no os dejaré desamparados!».

Un Maestro realmente exigente. Tan exigente que se contenta con una sola cosa: que sepamos amar.

Sigue en pie ese «si» tan inquietante.

Los mandamientos no representan algo «opcional» para el cristiano (en relación con sus gustos, con sus comodidades, con sus preferencias).

Si se acepta el amor, se aceptan también los mandamientos. O sea, se acepta, una vez más, el amor, el compromiso de amar. Dicho en otras palabras: si no sois capaces de dar, os mostráis incapaces de recibir.

«...Yo le pediré al Padre que os dé otro Defensor».

Cristo se muestra preocupado por el futuro de sus amigos. No quiere que sufran la soledad, que se sientan abandonados, que caigan en el desaliento.

Después de haber permanecido entre nosotros, nos asegura que, apenas vuelva al Padre, le presentará la lista de las cosas más urgentes que necesitamos.

Esa «relación» no tendrá como base nuestras peticiones (de algunas necesidades ni siquiera somos conscientes), sino que se sacará de su experiencia directa.

El, al estar entre nosotros, se dio cuenta de que el hombre no puede vivir sin consuelo. El hombre no puede prescindir de alguien que le consuele.

El mismo, a pesar de ser el primer consolador (el otro es el Espíritu prometido), experimentará dentro de poco de la manera más brutal la falta de consuelo, cuando se sumerja en la soledad más aplastante.

Con su oración, Cristo intenta ahorrarnos esta prueba que, a sus ojos, parece inhumana.

No puede, lógicamente, dispensarnos del sufrimiento y de la cruz. Pero le pide al Padre que la experiencia amarga del dolor vaya siempre acompañada de la experiencia del consuelo.

«No os dejaré desamparados, volveré... Vosotros me veréis...». ¡Ya no tendremos que dejarnos abatir!

Pero lo sabemos muy bien: no solamente nosotros no podríamos vivir sin él, sino que tampoco él logrará estar ya lejos de nosotros.

Por eso nos asegura y se asegura una presencia continuada. Distinta de la que estaba garantizada hasta ahora, pero igualmente real. «Entonces sabréis...».

Es el momento (hoy mismo, si queremos) del descubrimiento más asombroso, del consuelo mayor. Cristo no nos ha revelado su partida, sino su regreso.

Los llamados discursos de despedida, por consiguiente, no recogen tanto las recomendaciones de alguien que se va lejos, que nos abandona, como los propósitos y las promesas de uno que vuelve.

«Dios existe», en la carretera. Pero no basta...

Me gustaría atrapar a ese que escribe en las señales de la carretera: «Dios existe».

Y airearle en las narices la recomendación de Pedro (segunda lectura): «Estad siempre prontos a dar razón de vuestra esperanza a todo el que os la pidiere».

Demasiado cómodo hacer una declaración de ese tipo y esconderse a continuación.

Lo que se necesita es salir fuera, dar la cara, justificar esa afirmación, ofrecer pruebas.

Hay que «explicarse», lo cual no significa limitarse a dar unas explicaciones.

Es necesario «responden», que es mucho más que dar simplemente una respuesta.

Sí, me gustaría encontrarme con ese tipo y observar el destello que debería irradiar en los ojos del celoso pintor de brocha gorda, oír cómo me cuenta, no ya unas fórmulas aprendidas del catecismo o sacadas de los libros de teología, sino cuáles son las cosas que le apasionan y por las que se ha jugado la vida, sus noches luminosas, la paz que maduró en la lucha, las exigencias de la fe enfrentadas con las implacables exigencias de la vida y de la tribulación cotidiana.

Ninguna propaganda, ningún adoctrinamiento, ninguna respuesta prefabricada. Sino la llama discreta de una esperanza capaz de encender una chispa en el camino del que avanza en la oscuridad, de calentar un corazón paralizado por el hielo.

Le oiría de buena gana hablar en susurros. Las cosas de Dios y las realidades que se aman más intensamente no se gritan, no se le echan al otro en la cara.

Hacedlo «con mansedumbre y respeto...».

Sí, la esperanza puede ser un primer punto de encuentro también para unos individuos que recorren caminos distintos.

Pero debe haber una esperanza cristiana que respete las dificultades y los problemas y las razones de los otros.

Tiene que haber una esperanza que tenga también un sentido, un alcance, una incidencia humana.

La esperanza cristiana es válida si se inserta con delicadeza en los espacios de las esperanzas humanas, minúsculas o mayores, inciertas o válidas.

El que habla de esperanza cristiana tiene que dejar los tonos altivos, la presunción, la agresividad, todo lo que exprese falta de respeto al hombre.

No se puede trasmitir esperanza a los demás y humillarlos al mismo tiempo.

Amigo, tú que escribes en las paredes con letras capaces de competir con las señales de tráfico. Párate. Espera que se acerque alguien. Preséntate. Recorre un trecho de camino con él. Hazte cómplice de sus esperanzas, intenta comprender su cansancio, entra delicadamente en su angustia.

Cristo no dejó, a lo largo del camino de Emaús, un rollo bien visible de las Escrituras. Se hizo caminante. Se puso a acompañar a dos pobrecillos desalentados. Los escuchó. Dejó que se desahogaran. Luego les habló, les explicó pacientemente, encendió sus corazones. Y finalmente se dio a conocer.

«El Señor caminó al lado del hombre y quiso sentarse junto a él. No impuso sus esperanzas, sino que entró en la desesperación del paralítico, del padre al que se le moría la hija, de la samaritana con el corazón agitado, etc.

La vida del Señor no es la predicación de una dura filosofía; es un viaje junto al hombre...».

Hermano de fe y de esperanza, catequista de la velocidad, tienes que pararte alguna vez.

La fe no pasa a través del bastón (como algunos pretendieron en los tiempos pasados), ni tampoco a través de una brocha (como intentas patéticamente hacer tú). Pasa a través de las personas. Pasa a través de un encuentro.

Dios existe. Pero el verdadero problema es que existamos nosotros. Que no nos escondamos. Que estemos dispuestos a dar razones convincentes de nuestra fe en el plano concreto de la vida en que nos movemos.

Amigo, si alguno sintiera la tentación de tirarse desde la pilastra más alta de aquel puente, ¿crees que las palabras que has escrito podrían apartarlo de su gesto absurdo?

Si un parado estuviera volviendo a casa para anunciar a su mujer y a sus hijos que tampoco hoy ha encontrado trabajo, ¿crees que se sentirá consolado con la idea de que alguien va por ahí, con una flor o una brocha en la mano, gritando que el mundo es maravilloso?

Si uno que busca seriamente, debatiéndose en medio de la oscuridad y rechazando las seguridades de dudosa consistencia, leyese tu cartel en la carretera, anunciando que tú has encontrado a Dios, ¿crees que saldría del túnel?

Animo, amigo. La esperanza, si existe, no se esconde. Tiene que tener un rostro, una mirada; tiene que poseer el calor y la delicadeza de una mano amiga.

Cualquiera deberá tener la posibilidad de detenernos en la carretera. No tenemos derecho a evitar que nos coja.

Tenemos que presentarle pruebas, no pretextos.

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