Podemos comenzar también este día recordando otra experiencia muy humana: imaginemos el regreso del entierro de una persona querida, tras una temporada larga de luchas y temores, con un tratamiento pesado, con momentos de optimismo, momentos de temor etc. hasta ese instante último en que decimos en nuestro interior: «ya está». Todo ha terminado y, tras tanta lucha, ha terminado mal. ¿Quién no ha regresado alguna vez del cementerio con un estado de ánimo como el descrito?
Desde aquí miremos un momento cómo bajan del Gólgota María, el discípulo amado y las pocas mujeres que estaban en torno a la cruz: ya está, todo ha concluido. Y no ha concluido como hubiésemos querido.
Nosotros nos parecemos a aquel pequeño grupo de fieles, pero con una diferencia: nosotros sabemos que la vida de Jesús sólo aparentemente terminó mal. No vamos a hablar aquí de la resurrección pero sí que es preciso evocarla porque nuestra vida creyente se sitúa en este interregno que media entre la muerte de Jesús y su posterior resurrección. Por eso dice Urs von Balthasar que la vida cristiana necesita una buena teología de sábado santo: una reflexión profunda sobre esa situación que nos constituye: se nos ha ido el Señor y aún no tenemos al Resucitado. Hay que aceptar esa ausencia, tras examinarla en muchos rasgos de nuestra vida. Pero a la vez hay que reconstruir la esperanza porque sabemos que la pascua de mañana ilumina la cruz aunque no la elimina. Y esa esperanza es doble: es la esperanza de una victoria sobre el mal y la injusticia; es también una victoria sobre la muerte.
La resurrección de Jesús, según repite el Nuevo Testamento, incluye, precede y anticipa nuestra propia resurrección: en primer lugar implica la resurrección y la reivindicación de todas las víctimas de esta historia cruel, “recapituladas” en la muerte injusta de Cristo (como decía san Ireneo en el s. II). Pero implica también el perdón y la transformación de los verdugos: de aquellos más directos, responsables últimos de su muerte, y de esos cómplices indirectos que somos todos nosotros y que con frecuencia huimos de los crucificados de la tierra o negamos conocerlos.
Pero además de una victoria sobre la injusticia esperamos una victoria sobre la muerte. La muerte cambia su sentido para nosotros y se convierte en un nuevo nacimiento. El nacer es un trauma: en el vientre materno estábamos cómodos y alimentados aunque fuéramos ciegos y desconocedores de la luz, de los demás y de todo nuestro entorno. Cuando nos toca salir de allí lloramos porque tememos que vamos a perderlo todo. Pero ese llanto se convierte luego en alegría o en promesa de ella. Nuestra vida se convierte así en un embarazo consciente y libre. Está en nuestras manos el hacernos a nosotros ciudadanos de la vida futura: por eso se canta con razón que «no hay resurrección si (antes) no hay in-surrección». Pero en ese embarazo contamos con el ejemplo del Hermano mayor que nos ha precedido y creado ese camino. Por eso podemos cantar también en este sábado mientras esperamos la luz del domingo: «Bendita la mañana que trae la gran noticia –de tu presencia joven en gloria y poderío– la serena certeza con que el día proclama –que el sepulcro de Cristo está vacío».
Desde aquí miremos un momento cómo bajan del Gólgota María, el discípulo amado y las pocas mujeres que estaban en torno a la cruz: ya está, todo ha concluido. Y no ha concluido como hubiésemos querido.
Nosotros nos parecemos a aquel pequeño grupo de fieles, pero con una diferencia: nosotros sabemos que la vida de Jesús sólo aparentemente terminó mal. No vamos a hablar aquí de la resurrección pero sí que es preciso evocarla porque nuestra vida creyente se sitúa en este interregno que media entre la muerte de Jesús y su posterior resurrección. Por eso dice Urs von Balthasar que la vida cristiana necesita una buena teología de sábado santo: una reflexión profunda sobre esa situación que nos constituye: se nos ha ido el Señor y aún no tenemos al Resucitado. Hay que aceptar esa ausencia, tras examinarla en muchos rasgos de nuestra vida. Pero a la vez hay que reconstruir la esperanza porque sabemos que la pascua de mañana ilumina la cruz aunque no la elimina. Y esa esperanza es doble: es la esperanza de una victoria sobre el mal y la injusticia; es también una victoria sobre la muerte.
La resurrección de Jesús, según repite el Nuevo Testamento, incluye, precede y anticipa nuestra propia resurrección: en primer lugar implica la resurrección y la reivindicación de todas las víctimas de esta historia cruel, “recapituladas” en la muerte injusta de Cristo (como decía san Ireneo en el s. II). Pero implica también el perdón y la transformación de los verdugos: de aquellos más directos, responsables últimos de su muerte, y de esos cómplices indirectos que somos todos nosotros y que con frecuencia huimos de los crucificados de la tierra o negamos conocerlos.
Pero además de una victoria sobre la injusticia esperamos una victoria sobre la muerte. La muerte cambia su sentido para nosotros y se convierte en un nuevo nacimiento. El nacer es un trauma: en el vientre materno estábamos cómodos y alimentados aunque fuéramos ciegos y desconocedores de la luz, de los demás y de todo nuestro entorno. Cuando nos toca salir de allí lloramos porque tememos que vamos a perderlo todo. Pero ese llanto se convierte luego en alegría o en promesa de ella. Nuestra vida se convierte así en un embarazo consciente y libre. Está en nuestras manos el hacernos a nosotros ciudadanos de la vida futura: por eso se canta con razón que «no hay resurrección si (antes) no hay in-surrección». Pero en ese embarazo contamos con el ejemplo del Hermano mayor que nos ha precedido y creado ese camino. Por eso podemos cantar también en este sábado mientras esperamos la luz del domingo: «Bendita la mañana que trae la gran noticia –de tu presencia joven en gloria y poderío– la serena certeza con que el día proclama –que el sepulcro de Cristo está vacío».
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