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sábado, 7 de mayo de 2011

III Domingo de Pascua (Lc 24,13-35) - Ciclo A: Se puso a caminar con ellos...


Por Alessandro Pronzato

Nosotros esperábamos...

Si consiguiéramos atrapar, por alguno de nuestros caminos convulsos, a ese misterioso personaje «desinformado», no dejaríamos de ponerlo al tanto de la situación.

También nosotros necesitamos, como aquella pareja de desalentados, desahogarnos, desgranar ante él el rosario interminable de nuestras más acuciantes desilusiones, de nuestros fracasos humillantes, de los golpes que hemos tenido que encajar.

«¿Qué conversación es esa que traéis mientras vais de camino? ... ». Y entonces, ¡adelante con nuestras informaciones!

Sí... «nosotros esperábamos».

Esperábamos que el concilio no fuera sólo una fecha que celebrar. Esperábamos que «la Iglesia de los pobres» siguiera siendo la Iglesia de los pobres.

Esperábamos que nadie se avergonzara de los mártires por causa de la justicia.

Esperábamos que después de tantos documentos vinieran hechos concretos.

Que el diálogo no fuera sólo una fórmula.

Que ciertos moralistas quisquillosos, rígidos hasta rozar con la inhumanidad, estuvieran un poco más cerca de la vida y de los problemas de la gente común.

Que ciertos profetas un poco antes de su último suspiro, personajes grandilocuentes desapareciesen de la escena, al menos por un sentido común de pudor.

Que se abandonasen ciertos tonos polémicos y ciertas actitudes altaneras.

Que el dinero contase un poco menos.

Que ciertas carreras no fueran tan fulgurantes.

Esperábamos que después de dos mil años... Esperábamos que después del papa Juan... Y podríamos añadir:

Esperábamos que nuestro hijo, después de todo lo que le hemos dado y enseñado...

Esperábamos que la escuela... Esperábamos que la amistad... Esperábamos que la justicia...

Esperábamos que la honradez... Esperábamos que la información... «Y ya ves, hace dos días...».

Queremos ser más generosos que aquellos dos de Emaús; hemos aprendido la paciencia. En realidad, han pasado mucho más de dos días, de tres meses, de cuatro años... Pero todo sigue siendo como antes. Es inútil que nos hagamos ilusiones.

Ni siquiera me atrevo a imaginarme lo que él, dando la vuelta al papel, podría decir si abriera su «libro de reclamaciones»:

Yo esperaba que vosotros... que tú...

«Sin embargo», han pasado muchas ocasiones favorables. Mejor dicho: no han pasado, sois vosotros los que las habéis dejado pasar inútilmente...

Por tanto, más vale no tocar las cosas y seguir el guión del evangelio.



La dificultad de arriesgar el corazón

«Les explicó lo que se refería a él en toda la Escritura...».

No. Ninguna receta milagrosa. Ninguna varita mágica bajo la capa para trasformar de golpe la realidad. Ninguna solución definitiva para nuestros males y problemas. Ninguna certeza prefabricada.

Simplemente, una invitación a leer y a comprender.

El estará poco informado, pero es capaz de hacernos descubrir el sentido de los acontecimientos, de enfocarlos con otra luz, de valorarlos con otros criterios.

Las cosas desagradables siguen siendo tan desagradables como antes.

Pero él nos enseña a verlas y a interpretarlas de una forma nueva, desde una óptica distinta de aquella a la que estábamos acostumbrados. Ciertamente, el suyo es un modo muy personal de leer y de comentar las Escrituras.

Lo constataron aquellos dos felices alumnos itinerantes: «...ardía nuestro corazón».

Seguir hoy contando con exegetas capaces de explicar, de hacer comprender (sí, ante todo aclarar las cosas, evitando complicarlas y embarullarlas terriblemente), pero no fríamente, impersonalmente, asépticamente, sino haciendo saltar al menos una chispa en el corazón, encendiendo un deseo, despertando una nostalgia, provocando un remordimiento, calentando, estimulando, dando ganas de intentar la aventura.

Pero esto depende también de nosotros. Si los maestros, como sucede a menudo, nos engañan con su tecnicismo exasperado y engolado, siempre tendremos la posibilidad de confiarnos a la guía del Espíritu, bajo el control tranquilizador de la Iglesia, y de acercarnos a la palabra de Dios como realidad viva, como fuego.

El hecho es que estamos demasiado preocupados de iluminar la mente, sin tener el coraje de arriesgar el corazón.

Pero la señal indudable de que la palabra nos alcanza, nos dice algo, sigue siendo aquel fenómeno que se verificó en el camino de Emaús: el corazón que arde en el pecho.

La lectura y la comprensión de las Escrituras no es cosa de expertos, de intelectuales. Es cosa de «apasionados», de enamorados.



Seguir adelante...

«Jesús hizo ademán de seguir adelante...». En el fondo, él debe seguir siempre adelante.

Y aunque lográsemos retenerlo un poco, «porque atardece» y nos da miedo la oscuridad, no hemos de hacernos peligrosas ilusiones. El seguirá su camino, irá más allá, y nos aguardará... más adelante, anticipando la aurora.

Y entonces es inútil que nos pongamos a lloriquear por verdaderos o presuntos retrasos de la comitiva de la que formamos parte, por patéticas «marchas atrás».

Nos basta con saber que él nunca nos cita en el pasado. Podemos encontrarlo de nuevo y hacer con él un trecho de camino, y luego otro, tan sólo si renunciamos a la pretensión de llevarlo hacia atrás, si nos damos cuenta de que él «tiene que» llegar más lejos. Y nosotros con él.

Su promesa de «estar-con-nosotros» no debe confundirse con la pretensión, por nuestra parte, de retenerlo.

El está con nosotros si nos decidimos a seguir caminando en medio de la noche.


Otras cosas en que pensar

«Ellos contaron lo que les había pasado por el camino y cómo lo habían reconocido al partir el pan...».

Siempre hay una palabra que nos orienta de nuevo después de nuestros extravíos.

Siempre hay un «pan partido» que nos devuelve la fuerza, la confianza, el ánimo, después de haber acumulado tanto cansancio y no pocas desilusiones.

Entonces volvemos a nuestra personal Jerusalén. En donde, aparentemente, no ha cambiado nada. Volvemos a encontrarnos con todo lo que allí habíamos dejado. Ambigüedades, retrasos, incoherencias, opacidad. La historia parece como si hubiera caído en el cepo. La novedad da miedo, más aún que la oscuridad.

Pero si de veras se han abierto nuestros ojos y lo hemos reconocido en tomo a aquella mesa, aun cuando él se haya sustraído poco después a nuestras miradas, que se posan por el contrario en otras presencias no demasiado halagüeñas, sin embargo deberíamos haber aprendido que no se puede creer en Jesús Resucitado y seguir gimoteando, lamentando, denunciando fallos y defectos, entreteniéndonos en hacer el inventario de las cosas que podrían haber sido y que no son.

«A ese Jesús, Dios lo ha resucitado y nosotros somos testigos de ello», declara Pedro a la muchedumbre el día de Pentecostés (primera lectura).

No es posible ser testigos y plañideras a la vez, abandonarse a las quejas, caminar, como los dos de Emaús, «con rostro compungido». Los testigos no pierden el tiempo en historias ya pasadas (aunque algunos fingen no darse cuenta de ellas y les habría gustado que no hubieran sucedido jamás). Sino que anuncian y anticipan una historia nueva, ya presente, operante, a pesar de todos los obstáculos, de todas las negativas, de todos los aparentes fracasos.

La resurrección es una fuerza que sacude y transforma, aunque sea de manera escondida, no clamorosa, las realidades más mortificantes.

Pedro, en su primer sermón oficial, opone a una historia de muerte: «Vosotros lo matasteis en una cruz» otra historia donde triunfa la vida: «... pero Dios lo resucitó».

El «sendero de la vida», que pedimos al Señor que nos enseñe (versículo del salmo responsorial), nos permite dejar a nuestras espaldas los gruñidos, los refunfuños, los descorazonamientos, los suspiros, las frustraciones, las tonterías (nuestras y de los demás).

Hay otras cosas en que pensar, si estamos convencidos de que el Caminante misterioso y «poco informado» no desea en realidad informarse sobre las cosas pasadas, sino que intenta hacernos percibir las cosas nuevas que están germinando.


Lo que se toma en consideración

Convendrá recordar también la advertencia de la primera Carta en Pedro (tras el primer sermón, la primera encíclica...): Aquel a quien llamamos Padre «juzga a cada uno según sus obras».

Podemos desahogarnos con él, y él toma en serio incluso nuestras palabras más amargas.

Al final, sin embargo, no se nos juzgará por las palabras que hayamos pronunciado.

Sólo se tomarán en consideración las «obras». Pero las obras presuponen una opción concreta.

La segunda lectura pone la vida bajo el signo de un trozo de camino que se llama peregrinación.

Y la alternativa que se propone es un vivir sin objetivo («proceder inútil») o un vivir en la fe y la esperanza: «habéis puesto en Dios vuestra fe y vuestra esperanza».

Esta es la opción fundamental que no podemos eludir.

Todo está puesto bajo el signo de la cruz, o sea, del amor: fuisteis rescatados «a precio de la sangre de Cristo».

Como observa A. Séve, el Padre no le dijo a su Hijo: «Tendrás que morir en la cruz». Sino: «Los amarás cueste lo que cueste... Sólo con este amor excesivo, llevado hasta la entrega suprema en la cruz, aprenderán a amar».

En el fondo, nuestro trozo de camino no será un recorrido inútil si hemos aprendido esta lección fundamental.

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