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miércoles, 8 de junio de 2011

Domingo de Pentecostés (Jn 20,19-23) - Ciclo A: UNA FRATERNIDAD UNIVERSAL



A pesar de que las ideologías o los intereses de las clases dominantes en/renten a unos hombres con otros, a pesar de que esos enfrentamientos se hayan justificado siempre que se ha podido en nombre de Dios (¡en su nombre se ha llegado a justificar hasta las guerras!), ni al hombre le conviene, ni Dios quiere otra cosa sino que los hombres lleguen definitivamente a entenderse.


LA TORRE DE BABEL

Los escritores bíblicos más antiguos estaban condenados de que la humanidad tenía un origen único, de que todos los hombres procedían de un tronco común. Pero esta convicción chocaba con la experiencia de ver a los hombres enfrentados, divididos e incapaces de entenderse ni siquiera mediante una de las facultades que más les diferenciaba de los animales: el lenguaje.

Casi mil años antes de nuestra era, uno de aquellos anti­guos escritores, reflexionando a la luz de su fe, impresionado seguramente por los templos que se edificaban en Mesopota­mia desde el tiempo de los antiguos sumerios (una de las pri­meras civilizaciones de la historia de la humanidad), construyó el relato de la torre de Babel (Gn 11,1-8), con el que pretendía explicar cómo a los hombres, a pesar de proceder de un tronco común, les resultaba imposible entenderse, pues hablaban di­versas lenguas. El significado de ese relato es claro: los hom­bres intentaron edificarse un templo a sí mismos, volvieron a caer en la trampa de Adán y Eva: «seréis como dioses» (Gn 2,4). Y al igual que en el Paraíso se rompió la armonía entre la pareja, también ahora, como consecuencia de ese tremendo y repetido error, se quebró aún más la unidad del género humano.


OTRAS BABELES

Porque el hombre, cuando cree que puede ser dios y se empeña en conseguirlo a su manera, lo único que consigue, ya lo decíamos el domingo pasado, es convertirse en un peligro para sus semejantes; y sus semejantes, si tienen la misma pre­tensión, se convierten automáticamente en un peligro para él. Porque, a pesar de que de esta clase de dioses puede haber muchos, cada uno de ellos quiere ser más dios que los demás.

Esta tentación, a pesar de ser tan antigua como el hombre mismo, jamás ha dejado de estar de actualidad. Todavía hoy sigue habiendo muchos que, aunque digan que creen en un Dios supremo, o aunque digan que no creen en ningún Dios, se endiosan a si mismos y se comportan como amos, como se­ñores de sus semejantes, violando sus derechos, limitando su libertad, esclavizando sus conciencias, pisoteando su dignidad y exigiendo de hecho para sus decisiones un sometimiento se­mejante al que, según el concepto que ellos tienen de Dios, debería estar reservado sólo al Ser Supremo: ahí están para probar lo que decimos todos los totalitarismos, los ateos y los que se dicen creyentes, los meramente políticos y los parcial o totalmente religiosos... Y ahí están esas verdaderas Babeles, obstáculos casi insalvables para el entendimiento de los hom­bres, que se han ido edificando a lo largo de la historia: la esclavitud, la santa Inquisición, los campos de exterminio del nazismo, las purgas estalinistas, la represión franquista, los desaparecidos argentinos, la agresión imperial contra Nicara­gua...; los bloques militares, cualquier tipo de militarismo, la carrera de armamentos, el tráfico de armas...; la tortura, el hambre, el colonialismo...



PENTECOSTES

El domingo pasado decíamos que Jesús había mostrado a la humanidad el único camino posible para llegar a ser seme­jantes a Dios (la entrega por amor en favor de los hombres) y que, tras realizar él este camino, está permanentemente al lado del Padre.

Diez días después de la Ascensión, según las cuentas que hace San Lucas en los Hechos de los Apóstoles, Dios volvió a bajar a la tierra para meterse dentro de un puñado de hom­bres que estaban asustados pero que se hallaban dispuestos a tomar el relevo y a andar también ellos el camino que anduvo Jesús. Al sentir la fuerza del Espíritu de Dios, perdieron el miedo y empezaron a dar los primeros pasos. Y lo que antes había servido para separar a los hombres se convirtió en ve­hículo de entendimiento, lo que era causa para que los hom­bres no pudieran comunicarse se convirtió en instrumento de unidad: empezaron a hablar en lenguas diversas a personas que entendían idiomas distintos; y todos se comprendían a las mil maravillas: .... y quedaron desconcertados, porque cada uno los oía hablar en su propio idioma». El Espíritu no los había uniformado, pero había hecho posible la unidad: las len­guas seguían siendo distintas, pero el entendimiento era po­sible. Y esto porque el Espíritu les facilitaba un lenguaje universal, el único que, respetando los diversos modos de expresarse que cada cual tenga, conduce al entendimiento ple­no: el lenguaje del amor, el lenguaje de la entrega en favor de la construcción de un mundo nuevo en el que nadie pretenda ser dios de nadie, el lenguaje de la revolución más profunda que el hombre pueda realizar y en la que hasta el mismo Dios está comprometido: la revolución que pretende construir una verdadera fraternidad universal. Sin padres, sin amos, sin dio secillos..., con un solo Padre y un único Espíritu que nos hace a todos hijos y hermanos.

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