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domingo, 31 de julio de 2011

XVIII Domingo del T.O. (Mt 14, 13-21 ) - Ciclo A: La situación es casi desesperada: nada de milagros

Por...
Alesandro Pronzato

Dios es «exigente» en dar

El Señor distribuye sus invitaciones con extraordinaria generosidad.
Se espera a «todos». A nadie se excluye.
No hay que llevar nada. A no ser hambre y sed.
En el fondo, no se nos pide nada más. La única condición es tener necesidad. El único título, el deseo.
Ni siquiera está prohibida la insatisfacción, sino todo lo contrario... Después de tantas búsquedas parciales o inútiles, después de haber coleccionado tantos sucedáneos, tendrá que llegar el momento de decidirnos a acudir directamente a la fuente.
Quizás nos cueste trabajo aceptar esta idea de un Dios que nos pide solamente que nos acerquemos a él para recibir.
Cuando se habla de una relación religiosa, pensamos inmediatamente en lo que tenemos que dar, en las prestaciones a las que nos obligamos.
No se nos ocurre pensar que la actitud fundamental es la disponibilidad para «dejar que nos den».
Y cuando se nos ofrece algo, en el ámbito de lo sagrado, instintivamente echamos mano al bolsillo. Pero Dios es gratuito.
«Acudid... también los que no tenéis dinero...».
Cuando anda por medio el dinero, no se trata ya de un don de Dios, aunque el producto lleve esa etiqueta.
Metámonos bien en la cabeza el pasaje de Isaías: la medida del valor no es el precio, sino la falta de precio.
(Personalmente, como sacerdote, me siento humillado cuando ciertas «personas piadosas» insisten: «Por favor, díganos cuánto es, porque siempre me han enseñado que, si no se paga, la misa no vale...»).
Dios es celoso. No en cobrar, sino en conceder. No puede tolerar que nos dirijamos a otro o a otros cuando nos atormenta la sed, cuando estamos hambrientos, cuando queremos gustar la paz del corazón, cuando nos sentimos dominados por un deseo irresistible de felicidad. Dios pretende. Incluso demasiado. Dios es exigente. Incluso hasta el exceso.
No soporta ciertamente que tengamos miedo de pedírselo todo. Decepcionamos a Dios cuando no nos presentamos a recoger sus dones. Cuando no nos presentamos con las manos vacías.
Además, se siente desilusionado cuando nos ve mendigar por otra parte cosas que tienen poco que ver con lo que necesitamos.
«¿Por qué gastáis dinero en lo que no alimenta? ¿y el salario en lo que no da hartura?».
Nosotros, por desgracia, corremos el peligro de pasarnos la vida recurriendo a realidades ilusorias, consumiendo alimentos que, cuanto más los devoramos, más desnutridos e inapetentes nos hacen ante aquello que podría asegurar nuestro crecimiento humano y cristiano.
Dios está dispuesto a saciarnos. La mayor alegría que podemos darle es decirle que queremos depender exclusivamente de su mano. Pero no podemos acudir a él con tonterías, con bagatelas, con cosas de poca monta.
Sólo si intentamos dilatar desmesuradamente los horizontes de nuestra vida, si apuntamos a algo hermoso y grande, si tenemos sueños locos, si estamos decididos a ir más allá de lo normal, sólo entonces tenemos derecho a tender las manos -debidamente vacías- hacia él. «Vosotros, los sedientos...».
Vosotros, los que no os contentáis con bobadas... Vosotros, los que no podéis soportar el vacío...
Vosotros, los que empezáis a sospechar que estáis hechos para otra cosa...
Vosotros, todos los que deseáis dejar sitio a lo esencial...


En religión también hay cosas efímeras

Es fácil señalar con el dedo la cultura de lo efímero. Son inútiles las denuncias contra el consumismo.
Lo más urgente y necesario sería darse cuenta de que también en religión hay cosas efímeras.

Puede existir el peligro de un consumismo de lo sagrado.

No escasean ciertamente las ofertas de trivialidades devocionales, de piadosas futilidades; ni faltan, por desgracia, los que, no desinteresadamente por supuesto se convierten en celosos apóstoles y propagandistas de todas esas cosas.
Incluso por el área del templo circulan pregoneros desenvueltos, habilísimos en seducir a cristianos poco formados y en convencerles para que adquieran productos de poca calidad.
Muchos de los que deberían promover la adoración del único Señor toleran y hasta fomentan idolatrías de tipo emocional.
Hay vendedores de drogas blandas, de evasiones al mundo de los milagros, de superficialidades teñidas de sentimentalismo o de miedos apocalípticos, que desarrollan su actividad (iba a decir sus trapicheos), sin que nadie les moleste en la que debería ser la «casa de oración». Se invita a muchos cristianos de buena voluntad, que llevan en la sangre un hambre secular, a saciarse de sandeces pseudo-espirituales, que les brinda montones de literatura de pacotilla que inunda el mercado.
Y se define, demasiado cándidamente, como «retorno a lo sagrado» a lo que muchas veces no es más que un fenómeno folklórico, búsqueda de lo exótico o experiencia caprichosa.

¿Más todavía?

Hay incluso quienes pretenden pasar por verdades definitivas, inmutables, firmísimas, ciertas ideas que son muy pasajeras. Presentan opiniones y posiciones personalísimas, normalmente «ultramontanas», como sacadas (quién sabe cómo) del evangelio.
Y no faltan quienes dicen que ofrecen el pan de la palabra; pero el suyo es un pan tan duro que rompe los dientes, tan incomestible que ni los estómagos más sanos pueden con él.
Ciertas presentaciones asépticas de la palabra de Dios, muy eruditas, atestadas de pedantería barata, repletas de cabriolas intelectualistas, parecen hechas adrede para volver al lector inapetente, para desanimar a los que se acercan con pasión y candor al Libro...
Se hacen gargarismos culturales. Pero algunas de las llamadas expresiones culturales provienen de individuos que parecen haber dado la vuelta a la tentación de Satanás en el desierto: «... Di que este pan sabroso se convierta en piedra».
En la televisión algunos, llenos de inesperado pudor, no hablan de «publicidad», pero aluden hipócritamente a ciertos «consejos para los entendidos».

Yo creo que, en el terreno religioso, si se desea respetar el hambre y la sed auténticas del pueblo de Dios o provocarlas (que es el caso más frecuente y la tarea más necesaria, además de ser la más ardua), hay que «desaconsejar» ciertas lecturas, ciertas audiciones y ciertas frecuencias de onda. No siempre la potenciación de las «frecuencias» en el éter, o la invasión de nuevas «bandas» constituye una conquista para el reino de Dios...
Que quede claro que no pido que se censure a nadie. Lo único que pido es que se ponga en guardia a los potenciales «hambrientos» y «sedientos» de alimento auténtico contra el peligro de engaño.
Educar para escoger lo auténtico, lo sólido, y rechazar lo que es artificial, marginal, extraño a la verdadera fe, creo que es una tarea esencial, especialmente hoy.
Y no digamos, por favor, que después de todo esos productos discutibles siempre serán preferibles a los venenos de que está surtido el mercado.

Ante todo está el gusto del pan.

Esperando a que la fe haga un milagro, la caridad comienza a actuar El riesgo de cierto tipo de lectura del evangelio de hoy consiste en sacar una conclusión de este tipo: dado que ni el milagro de multiplicar los panes y los peces ni los de otro tipo están al alcance de nuestras posibilidades...
Yo creo más bien que el relato nos afecta y nos compromete más de lo que podríamos sospechar.
Jesús, en primer lugar, «responsabíliza» a los apóstoles, que sugieren una solución dictada por el sentido común, pero que en la práctica refleja una mentalidad bastante difundida frente a los problemas más dramáticos: «¿Qué podemos hacer nosotros? ¡Que cada uno se las arregle como pueda! ¡peor para él si no lo puede solucionar solo! No será culpa nuestra si alguno se queda con el estómago vacío o con el peso de una colosal injusticia en el estómago. Ya tenemos bastante con nuestros problemas, con nuestras preocupaciones, con nuestros líos; no podemos cargarnos con los problemas de los demás ...».

«Dadles vosotros de comer...».

Es verdad que luego lo solucionará él.
Pero, entretanto, quiso que los apóstoles se encargasen del hambre de los demás, que se sintieran responsables (iba a decir «culpables») de ella y que repartieran, más que el escaso pan que habían reunido, su misma compasión por la gente.
Digámoslo claramente. El pasaje del evangelio no nos ofrece ninguna solución milagrera o simplista para el problema del pan y del hambre (los cinco mil se han convertido hoy en centenares de millones y, a diferencia de Mateo, no podemos menos de contar a las mujeres y a los niños...).
Jesús no nos dice tampoco hoy: aquí se necesita un milagro. Ni nos dice el truco para hacerlo.
Nos hace comprender que se puede empezar por la compasión, que no significa simplemente conmoverse, sentir un ligero pálpito en el corazón (tan leve que ni siquiera llega a la cartera, que está en el lado opuesto, a una conveniente distancia de seguridad respecto a las intrusiones del corazón), sino que quiere decir que hemos de sentir en el propio estómago los mordiscos del hambre ajena.
Y luego nos hace intuir que, siempre y de cualquier forma, nos «toca» a nosotros. En fin, lo que realmente pretende es que saquemos lo poco que tenemos:
-No tenemos más que cinco panes y dos peces...
-Traedlos aquí.
Realmente, en algunos casos el Señor podría reclamar lo que nos sobra, e incluso lo que derrochamos.

Ya. Puede resultarnos muy cómoda la excusa de que se precisa un milagro, o una serie de milagros, y decir que este asunto no es de nuestra competencia.
Cristo nos llama a juicio, nos pone sin piedad al descubierto, dice que podemos y debemos proveer nosotros, independientemente de lo que él haga.
Para la fe hay que esperar. Tiene que crecer hasta ser como un grano de mostaza, antes de que pueda hacer milagros. ¡Y quién sabe cuánto tiempo tendrá que pasar todavía para ello!...

Pero la caridad llega enseguida.

El amor no está obligado a hacer milagros. Por tanto, tiene que intervenir ahora, aquí, hacer su tarea ordinaria, cumplir su función normal. Esperando a que la fe, quizás...
Las enormes multitudes castigadas por el azote del hambre no pueden ciertamente consolarse oyéndonos exclamar con aire de desconsuelo:
-¡Aquí se precisaría un milagro! Preferirían que dijésemos:
-¡Aquí se precisa un poco de amor y de justicia! Y quizás fuera mejor no hablar.
Bastaría con que nos adelantásemos a ofrecer un poco de lo que nosotros mismos necesitamos, lo mucho que nos sobra y lo muchísimo más que derrochamos.

El amor y las circunstancias desfavorables

«¿Quién podrá apartarnos del amor de Cristo?», se pregunta Pablo (segunda lectura). Y enumera algunas situaciones especialmente dramáticas, «conflictivas», en las que el creyente podría tener la impresión de estar abandonado, de estar solo: «¿la aflicción? ¿la angustia? ¿la persecución? ¿el hambre? ¿la desnudez? ¿el peligro? ¿la espada? ...». Pero al final proclama su firme convicción: nada ni nadie «podrá apartarnos del amor de Dios».

En resumen, Pablo desmiente a quienes piensan que sólo podemos experimentar el amor de Dios cuando todo va bien, cuando no hay contrastes, cuando el camino es llano, cuando tenemos éxito, cuando logramos realizar finalmente nuestros proyectos, cuando gozamos de la estima y de la comprensión de los demás.
Pero el apóstol quiere convencernos de que el amor no se limita a las situaciones favorables.
Podemos experimentarlo también en los momentos difíciles y dolorosos.
Podría expresarse esto mismo con otros términos: el amor de Cristo «nos alcanza» con toda seguridad. Nada puede impedirlo, cerrarle el paso, mantenerlo fuera de nuestras pruebas, de nuestros momentos difíciles, de los lugares en donde nos toca luchar contra la enfermedad, contra la tribulación, contra las miserias de todo tipo.
Nuestro tormento es su tormento. Nuestras heridas son sus heridas.
Nuestras pérdidas son experimentadas dolorosamente por él.
La consecuencia, entonces, no puede ser sólo consolatoria, sino estimulante.
Si el amor de Cristo no se ve frenado por ninguna realidad desagradable, si nos alcanza por todas partes y en todas las circunstancias, no se nos permite permanecer bloqueados ante ningún obstáculo, por muy consistente que sea, ante ningún infortunio, por muy grave que sea.
El amor de Dios nos alcanza, no para apiadarse de nosotros, sino para empujarnos a «ir» más allá...

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