Por Jose María Vegas, cmf
Las fronteras de la fe y la compasión que no conoce fronteras
El profetismo es un momento decisivo en la apertura universalista de la fe de Israel y, por consiguiente, de superación del fuerte nacionalismo que la caracteriza. Su enérgico monoteísmo lleva a los profetas a comprender que, si hay un solo Dios, ese Dios único ha de serlo de todos los hombres sin excepción. Por eso, la salvación ofrecida al pueblo judío no puede ser algo exclusivo de él. El pueblo escogido lo es en cuanto pueblo sacerdotal, es decir, mediador de una salvación abierta a todos. Pero este universalismo es todavía imperfecto, teñido del nacionalismo del que tiene que liberarse: la condición para acceder a la salvación es prácticamente hacerse judío, el pueblo judío abre sus puertas para que, quien quiera, pueda entrar en él.
Jesús, que no ha venido a abolir la ley, sino a darle cumplimiento y llevarla a la perfección (cf. Mt 5, 17), es el que da el paso definitivo hacia un universalismo verdadero y sin fronteras nacionales o raciales.
La apertura que se produce en la época del profetismo la aprovecha Jesús para salir de los confines nacionales e ir en busca de los considerados “paganos”. Todo el cuadro que nos presenta hoy el evangelio de Mateo puede entenderse como una acción profética, no exenta de paradojas chocantes, pero impregnada de un profundo sentido pedagógico para sus discípulos y, por tanto, para todos nosotros.
El primer momento de esta acción profética consiste precisamente en salir de los territorios del pueblo de Israel (Galilea y Judea), al país de Tiro y Sidón, en Fenicia, la actual Siria. Es posible que Jesús, que no encuentra tranquilidad en su tierra (cf. Mt 14, 13), que experimenta una tensión creciente con los fariseos y saduceos (cf. Mt 15, 1-7), y se siente amenazado por Herodes (cf. Mt 14, 1-2), buscara en aquellos territorios alejados la soledad con sus discípulos, a los que tenía que preparar para anunciarles su próxima pasión (cf. Mt 16, 21). Pero esta es también una buena ocasión para transmitir una enseñanza que va más allá de las palabras.
Sin embargo, ni siquiera en tierra de paganos encuentra Jesús la tranquilidad que busca. He aquí que una mujer cananea le importuna con sus ruegos. Al atravesar los límites de Israel ya nos está diciendo Jesús que la compasión no sabe de aduanas. El sufrimiento humano, que adquiere aquí rostro en una madre angustiada por el mal que padece su hija, es digno de lástima independientemente de la procedencia, la condición social, la confesión religiosa, incluso la calidad moral del que sufre. Todo hombre que sufre es digno de compasión y de ayuda.
Por eso nos choca tanto la reacción de Jesús, que da la callada por respuesta. Algo que nos podría dar pie a reflexionar sobre el silencio de Dios a nuestros ruegos y peticiones. Aquí vamos a subrayar sólo un aspecto: el silencio de Jesús provoca que los discípulos intercedan a favor de la mujer. Posiblemente, los apóstoles eran partidarios de la doctrina más tradicional, que reservaba el favor de Dios sólo para Israel. Por eso, es muy probable que no entendieran qué habían ido a hacer aquellos territorios ajenos, extraños, paganos. De ahí que, finalmente, la motivación para interceder a favor de aquella pobre mujer que los seguía gritando no fueran totalmente puros: querían, sencillamente, quitársela de encima. Pero ya el silencio de Jesús les obligó a mirarla y sentir una primera forma de compasión. Que sus motivaciones no fueran perfectas nos habla precisamente de la necesidad de ese proceso pedagógico que ha de conducirlos a la comprensión de la universalidad de la salvación.
Cuando, ante la insistencia de una y los otros, Jesús se dirige por fin a la mujer, parece espetarle los prejuicios nacionales judíos, cargados no sólo de exclusivismo, sino también de desprecio (como, por lo demás, es propio de los prejuicios de toda forma de nacionalismo). Pero, una vez más, debemos ver aquí el sentido profético y pedagógico del modo de actuar de Jesús. Con su peculiar mayéutica, Jesús provoca que la mujer complete la confesión de fe ya contenida en su petición: “ten compasión de mí, Señor, Hijo de David”, con una súplica llena de confianza y humildad: la salvación prometida a los judíos puede y debe alcanzar también a los que no lo son, siquiera sea como migajas. Así Jesús les enseña a sus discípulos, a todos nosotros, que no son los rasgos nacionales, raciales o culturales los que establecen los límites de la salvación que Cristo ha venido a traernos, sino una fe viva y confiada.
Ahora bien, aquí tenemos que advertir que en toda esta escena no se está diciendo que lo único importante es el aspecto subjetivo de la fe, que lo que vale es creer y confiar, no importa en qué ni en quién. Hoy existe una fuerte tendencia al subjetivismo, que pretende que todas las religiones y “fes” son exactamente iguales. Sin negar la dignidad propia de cada religión y forma de fe, es necesario subrayar también los aspectos objetivos, los contenidos de fe, que Jesús en ningún momento niega. Hay detalles en este texto que recuerdan la declaración de Jesús a la samaritana en el evangelio de Juan: “vosotros no sabéis lo que adoráis, nosotros sabemos lo que adoramos, porque la salvación viene por los judíos” (Jn 4, 22). En la afirmación de Jesús sobre el pan de los hijos se contiene la afirmación implícita de que la revelación plena de Dios (eso sí, para todos los hombres sin excepción) se da en el seno de Israel. La mujer cananea también lo ha reconocido al confesar que Jesús es Señor e hijo de David, es decir, Mesías. Y este matiz nos hace volver los ojos a la segunda lectura, la de hoy y la del domingo anterior, en que Pablo, el Apóstol que abrió la fe cristiana de manera radical y definitiva a todos los gentiles, liberándola de las ataduras de la ley mosaica, se duele por el destino de su pueblo, depositario de las promesas y del que nació el Mesías (cf. Rm 9, 1-5), y al que sigue asignando un papel clave en la reconciliación de la humanidad con Dios: “Si su reprobación es reconciliación del mundo, ¿qué será su reintegración sino un volver de la muerte a la vida? Pues los dones y la llamada de Dios son irrevocables.”
Así pues, Jesús con su respuesta final (“Mujer, qué grande es tu fe”) realiza lo que simbólicamente significaba aquel “salir” de las fronteras nacionales: la verdadera frontera es la fe, pero no una fe cualquiera, sino la fe en el Dios Padre de todos, Padre de Jesucristo, el Hijo de David, la fe que es además apertura y confianza, la fe confiada que pide compasión y que mueve a compasión hacia todo sufrimiento humano, un fe, en definitiva, que no conoce fronteras.
Jesús, que no ha venido a abolir la ley, sino a darle cumplimiento y llevarla a la perfección (cf. Mt 5, 17), es el que da el paso definitivo hacia un universalismo verdadero y sin fronteras nacionales o raciales.
La apertura que se produce en la época del profetismo la aprovecha Jesús para salir de los confines nacionales e ir en busca de los considerados “paganos”. Todo el cuadro que nos presenta hoy el evangelio de Mateo puede entenderse como una acción profética, no exenta de paradojas chocantes, pero impregnada de un profundo sentido pedagógico para sus discípulos y, por tanto, para todos nosotros.
El primer momento de esta acción profética consiste precisamente en salir de los territorios del pueblo de Israel (Galilea y Judea), al país de Tiro y Sidón, en Fenicia, la actual Siria. Es posible que Jesús, que no encuentra tranquilidad en su tierra (cf. Mt 14, 13), que experimenta una tensión creciente con los fariseos y saduceos (cf. Mt 15, 1-7), y se siente amenazado por Herodes (cf. Mt 14, 1-2), buscara en aquellos territorios alejados la soledad con sus discípulos, a los que tenía que preparar para anunciarles su próxima pasión (cf. Mt 16, 21). Pero esta es también una buena ocasión para transmitir una enseñanza que va más allá de las palabras.
Sin embargo, ni siquiera en tierra de paganos encuentra Jesús la tranquilidad que busca. He aquí que una mujer cananea le importuna con sus ruegos. Al atravesar los límites de Israel ya nos está diciendo Jesús que la compasión no sabe de aduanas. El sufrimiento humano, que adquiere aquí rostro en una madre angustiada por el mal que padece su hija, es digno de lástima independientemente de la procedencia, la condición social, la confesión religiosa, incluso la calidad moral del que sufre. Todo hombre que sufre es digno de compasión y de ayuda.
Por eso nos choca tanto la reacción de Jesús, que da la callada por respuesta. Algo que nos podría dar pie a reflexionar sobre el silencio de Dios a nuestros ruegos y peticiones. Aquí vamos a subrayar sólo un aspecto: el silencio de Jesús provoca que los discípulos intercedan a favor de la mujer. Posiblemente, los apóstoles eran partidarios de la doctrina más tradicional, que reservaba el favor de Dios sólo para Israel. Por eso, es muy probable que no entendieran qué habían ido a hacer aquellos territorios ajenos, extraños, paganos. De ahí que, finalmente, la motivación para interceder a favor de aquella pobre mujer que los seguía gritando no fueran totalmente puros: querían, sencillamente, quitársela de encima. Pero ya el silencio de Jesús les obligó a mirarla y sentir una primera forma de compasión. Que sus motivaciones no fueran perfectas nos habla precisamente de la necesidad de ese proceso pedagógico que ha de conducirlos a la comprensión de la universalidad de la salvación.
Cuando, ante la insistencia de una y los otros, Jesús se dirige por fin a la mujer, parece espetarle los prejuicios nacionales judíos, cargados no sólo de exclusivismo, sino también de desprecio (como, por lo demás, es propio de los prejuicios de toda forma de nacionalismo). Pero, una vez más, debemos ver aquí el sentido profético y pedagógico del modo de actuar de Jesús. Con su peculiar mayéutica, Jesús provoca que la mujer complete la confesión de fe ya contenida en su petición: “ten compasión de mí, Señor, Hijo de David”, con una súplica llena de confianza y humildad: la salvación prometida a los judíos puede y debe alcanzar también a los que no lo son, siquiera sea como migajas. Así Jesús les enseña a sus discípulos, a todos nosotros, que no son los rasgos nacionales, raciales o culturales los que establecen los límites de la salvación que Cristo ha venido a traernos, sino una fe viva y confiada.
Ahora bien, aquí tenemos que advertir que en toda esta escena no se está diciendo que lo único importante es el aspecto subjetivo de la fe, que lo que vale es creer y confiar, no importa en qué ni en quién. Hoy existe una fuerte tendencia al subjetivismo, que pretende que todas las religiones y “fes” son exactamente iguales. Sin negar la dignidad propia de cada religión y forma de fe, es necesario subrayar también los aspectos objetivos, los contenidos de fe, que Jesús en ningún momento niega. Hay detalles en este texto que recuerdan la declaración de Jesús a la samaritana en el evangelio de Juan: “vosotros no sabéis lo que adoráis, nosotros sabemos lo que adoramos, porque la salvación viene por los judíos” (Jn 4, 22). En la afirmación de Jesús sobre el pan de los hijos se contiene la afirmación implícita de que la revelación plena de Dios (eso sí, para todos los hombres sin excepción) se da en el seno de Israel. La mujer cananea también lo ha reconocido al confesar que Jesús es Señor e hijo de David, es decir, Mesías. Y este matiz nos hace volver los ojos a la segunda lectura, la de hoy y la del domingo anterior, en que Pablo, el Apóstol que abrió la fe cristiana de manera radical y definitiva a todos los gentiles, liberándola de las ataduras de la ley mosaica, se duele por el destino de su pueblo, depositario de las promesas y del que nació el Mesías (cf. Rm 9, 1-5), y al que sigue asignando un papel clave en la reconciliación de la humanidad con Dios: “Si su reprobación es reconciliación del mundo, ¿qué será su reintegración sino un volver de la muerte a la vida? Pues los dones y la llamada de Dios son irrevocables.”
Así pues, Jesús con su respuesta final (“Mujer, qué grande es tu fe”) realiza lo que simbólicamente significaba aquel “salir” de las fronteras nacionales: la verdadera frontera es la fe, pero no una fe cualquiera, sino la fe en el Dios Padre de todos, Padre de Jesucristo, el Hijo de David, la fe que es además apertura y confianza, la fe confiada que pide compasión y que mueve a compasión hacia todo sufrimiento humano, un fe, en definitiva, que no conoce fronteras.
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