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sábado, 6 de agosto de 2011

XIX Domingo del T.O. (Mt 14, 22-33) - Ciclo A: FE A LA INTEMPERIE



1. Tres niveles de lectura. En la escena evangélica de hoy Jesús camina sobre las olas encrespadas, disipando los temores y suscitando la fe de sus discípulos. Para entender el episodio en todo su alcance hemos de realizar tres niveles de lectura:

1) El hecho en sí, con su valor fáctico extraordinario;
2) la teofanía, o manifestación divina, subyacente en el mismo; y
3) el significado eclesial que contiene.

a) Jesús camina sobre las aguas. Después de la multiplicación de los panes Jesús insta a sus discípulos a que embarquen y se le adelanten a la otra orilla del lago de Genesaret o mar de Galilea. Mientras tanto, él se retira al monte para orar. Bien entrada la noche, la barca iba ya muy lejos de tierra agitada por vientos de tempestad. De pronto se les presenta Jesús caminando sobre las olas. Los discípulos se asustan y gritan de miedo, pensando que se trata de un fantasma.

Ante las palabras de confianza de Jesús: Ánimo, soy yo, no temáis, interviene Pedro para decirle: Señor, si eres tú, mándame ir hacia ti caminando sobre el agua. Ven, le contestó. Y Pedro baja de la barca y echa a andar sobre las olas hacia Jesús; pero al sentir la fuerza del viento le entró miedo, empezó a hundirse y gritó: ¡Señor, sálvame! Jesús extendió la mano, lo agarró y le dijo: ¡Qué poca fe! ¿Por qué has dudado? Embarcaron ambos y el viento amainó.

b) La teofanía subyacente. Es el segundo nivel de lectura de la escena evangélica, que gana hondura si se la ve en línea con las teofanías o manifestaciones de Dios al revelarse al hombre. Caminando sobre el mar y dominando la tempestad, Cristo se manifiesta a sus discípulos como Dios. Así lo reconocen ellos al fin mediante su confesión de fe: Realmente eres Hijo de Dios.

Las antiguas religiones naturales y míticas divinizaron los fenómenos de la naturaleza, inventando dioses para cada elemento: aire, cielo, mar y tierra. La revelación bíblica desacraliza tales fenómenos cósmicos, pero el libro de los Salmos, por ejemplo, ve con frecuencia la soberanía de Dios en su dominio sobre los elementos: mar y aguas, sol y nubes, trueno y rayo, tempestad y viento, campos, mieses y ganados.

Así también aparece hoy Jesús dominando la fuerza del viento y del mar y pronunciando la fórmula viejo testamentaria de auto revelación de Dios: Soy yo, no temáis. Como en el caso de Elías en el Horeb (1ª lect.), el miedo cerraba a los discípulos a la fe en Dios. Pero tanto Elías como ellos, una vez desaparecidos sus temores, reconocen a Dios en la calma del viento.

c) La barca de la Iglesia. La barca de los discípulos, zarandeada primero por el mar de fondo y llevada a puerto franco después gracias a Jesús, es símbolo ya clásico de la Iglesia. Es el tercer nivel de lectura del hecho: la comunidad eclesial.

Al escribirse este evangelio de Mateo, la Iglesia de los principios ya tenía experiencia de las dificultades en el camino de la fe y del seguimiento de Cristo. Experiencia suficiente, aunque corta si la comparamos con la que hoy tenemos después de una travesía de veinte siglos, sin que las tormentas externas e internas hayan hecho zozobrar la nave de la Iglesia porque se cumple la promesa de Jesús: Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo.


2. Una fe a la intemperie por el miedo. La presencia de Cristo en su pueblo es real y eficaz, actuando por su Espíritu, su palabra y los sacramentos de la vida cristiana, entre los cuales sobresale la actualización continua de la Eucaristía. Por eso la escena evangélica de hoy tiene validez en todo tiempo, tanto en la trayectoria comunitaria como personal de los creyentes, por cuanto es una lección de fe ante las crisis, las dudas y los fantasmas del miedo.

La figura de Pedro entre la confianza y el temor sobre las aguas, y la de Elías entre el desánimo y la escucha de Dios en el desierto (1ª lect.), nos muestran que el caminar del hombre al encuentro de Dios, es decir, la fe, se realiza superando la oscuridad de la duda temerosa. Recelamos del misterio de Dios y nos resulta difícil abandonarnos a sus manos. En una palabra, tenemos miedo a fiarnos de Dios, a creer en él a fondo perdido. Pues para creer hemos de prescindir de nuestras seguridades tan "razonables", dejar la tierra firme para caminar sobre las olas en medio de la tempestad o entre las dunas movedizas del desierto de la vida.

No acabamos de entender que la fe en Jesús es su invitación a firmar en blanco un seguro evangélico a todo riesgo, brindándonos él una certeza y confianza superiores a toda seguridad humana, una garantía total que nada tiene que ver con las cautelas de nuestro mezquino egoísmo. Sin querer arriesgar nada, atenazados por el fantasma del miedo, no se puede creer en Dios.

Cuando en nuestro ambiente se nos oscurecen los signos de Dios porque fallan el amor y la amistad en el mundo de los hombres, la fidelidad en el matrimonio, el respeto a la vida, la justicia y los derechos humanos en la sociedad; cuando el bien y la verdad parecen batirse en retirada ante el empuje del mal y de la mentira; cuando nos golpean con rudeza la enfermedad, los accidentes y la desgracia,... entonces inevitablemente se nos hace más difícil seguir creyendo en Dios y en los hombres. Surgen las crisis de fe, la duda sobre Dios y la desesperanza de la "imposible" fraternidad humana, nos ronda el miedo, aparece el desánimo, nos puede la desconfianza en el futuro.

Todo ello son señales inequívocas de una fe débil que queda a la intemperie y sin raíces, tanto en los jóvenes como en los mayores. Entonces hemos de suplicar con Pedro: Sálvame, Señor.

Señor Dios, Padre nuestro que nos aceptas como somos, confesamos ante ti que múltiples temores y angustias nos invaden al sentir en la noche la fuerza del viento y el empuje del mar: miedo y desconfianza de nosotros mismos, miedo de la gente, miedo de la vida, miedo de la muerte, miedo de nuestro destino, miedo a decidirnos, miedo a equivocarnos, miedo a todo.

Entonces oímos la voz cálida de Cristo que nos alienta: Ánimo, yo estoy con vosotros, no tengáis miedo, no dudéis.

Gracias, Señor. Danos tu mano para seguir la aventura de la fe, avanzando más allá de nuestras mezquinas seguridades, sin más punto de apoyo que una absoluta confianza en ti. Amén.

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