La parábola de los viñadores homicidas, igual que la de los dos hijos de la semana pasada, está situada en el Evangelio de Mateo después de la entrada de Jesús en Jerusalén (Mt 21, 1-10) y de la expulsión de los vendedores del templo (Mt 21, 12-17). Es un contexto de extrema tensión con los líderes judíos, que no aceptan la autoridad de Jesús ni lo reconocen como hijo de David y Mesías. Este rechazo de Jesús equivale a la negativa a entregar los frutos de la fe que Dios ha cultivado en Israel a lo largo de los siglos. La parábola de los viñadores homicidas, con la que Jesús recuerda el destino de tantos profetas de la historia de Israel y profetiza su propia muerte, no podía no ser entendida por los principales del pueblo, pues la descripción de la viña es una cita casi literal del canto de amor del amigo a la viña en el profeta Isaías. Jesús añade sólo los sucesivos envíos de los siervos del dueño de la viña a recoger los frutos. Casi sorprende la obstinada confianza del propietario en enviar siempre nuevos emisarios, pese a los pésimos resultados, hasta el punto de acabar enviando a su propio hijo, con la secreta esperanza de que a él sí que lo respetarán. La viña del Señor es la casa de Israel. Al citar la imagen del profeta Isaías, Jesús pone de relieve ante todo el amor de Dios hacia su pueblo, el cuidado primoroso que ha puesto en la obra: tierra fértil, en la que no se han ahorrado esfuerzos ni detalles (descantarla, construir la cerca, la atalaya, el lagar). Una viña escogida sólo se pone en manos de trabajadores de plena confianza. Sin embargo, éstos ha traicionado la confianza depositada en ellos, y no sólo una vez, sino de manera repetida, hasta el extremo de rechazar no sólo a los emisarios del que les confío la viña, sino a su propio hijo, que es lo mismo que decir, a su mismo dueño.
La conclusión de la parábola, que Jesús pasa a sus interlocutores, que parecen no haberse dado cuenta de que la cosa va por ellos, es clara: si no dan frutos adecuados y a su tiempo, se les arrebatará la viña, que se confiará a otros. Ya en Jerusalén y en vísperas de su Pasión, Jesús hace una última llamada a la conversión, a tomar una decisión de fe en relación con su persona, el Hijo enviado del Padre. Si, como todo parece indicar, la decisión no es el derecho y la justicia (el reconocimiento de que él es el Mesías), sino la expulsión del Hijo fuera de la viña, la violencia contra él y su asesinato “fuera de los muros de la ciudad”, los que se creen dueños en exclusiva del Reinado de Dios quedarán excluidos de él. Lo que significa que la viña del Señor no es un coto cerrado, sino que sus frutos se cultivan para todos los hombres, de modo que si aquellos a quienes se ha confiado la causa de Dios se niegan a servir, no entregan esos frutos y se los apropian indebidamente, habrán de ser sustituidos por otros.
Al contemplar el rechazo de Jesús por parte de las autoridades judías, debemos evitar hacer una lectura antisemita del texto, y leer en él más bien una llamada a la responsabilidad para nosotros mismos. El pueblo de Israel, pueblo sacerdotal, representa a la humanidad entera, por lo que el contenido de esta parábola ponemos aplicárnoslo a nosotros mismos, creyentes en Cristo de cualquier tiempo y lugar.
La viña del Señor es el mundo, lleno de belleza, armonía y recursos, y que Dios nos ha confiado para que lo cuidemos y desarrollemos, haciéndolo fructificar: frutos de la tierra, pero también frutos de justicia y derecho, de paz y fraternidad. Nuestra tarea es hacer del reino del hombre, el Reino de Dios, que la voluntad de Dios se realice como en el cielo, también en la tierra, y por la mediación de nuestra propia voluntad. La viña del Señor es un lugar de gracia: es una suerte estar y trabajar en ella, el salario que recibimos por este trabajo es también un don (cf. Mt 20, 1-16): “Hora de la tarde fin de las labores. Amo de las viñas paga los trabajadores de tus viñadores. Ahora que nos pagas nos lo das de balde, que a jornal de gloria no hay trabajo grande”. Es además un lugar de libertad: el Señor que nos confía su obra lo hace apelando a nuestra libertad; no somos unos siervos asalariados, sino hijos (cf. Mt 21, 28-32). Y, ¿qué hemos hecho de este lugar de gracia, libertad y responsabilidad, de la confianza que Dios ha depositado en nosotros? ¿No hemos tratado la viña que el Señor ha plantado con esmero como un coto cerrado de nuestra exclusiva propiedad, de manera desconsiderada, convirtiéndolo en un lugar de robo, mentira, violencia y muerte? No hace falta ser un catastrofista para acordar que este mundo nuestro está demasiado lleno de frutos amargos, que donde deberían crecer las uvas, abundan los agrazones.
También a nosotros nos dirige hoy Jesús una llamada que apela a nuestra responsabilidad: se nos ha confiado la causa del Reino de Dios, somos depositarios de una gracia que no es sólo para nosotros, sino para todo el mundo. Sintiéndonos agraciados por esta confianza y responsables de la viña del Señor, tenemos que apresurarnos a dar frutos en los tiempos debidos. ¿Qué frutos son esos? Como dice Pablo: el Reino de Dios no es comida ni bebida, sino justicia y paz y gozo en el Espíritu Santo (Rm 14, 17); son los frutos del Espíritu: amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, fidelidad, mansedumbre, castidad (Ga 5, 22-23). En el texto de Filipenses que hemos escuchado hoy, Pablo nos habla de los frutos de la tranquilidad, la elevación del espíritu a Dios, la paz. Pero también nos enseña que un verdadero fruto de la vida evangélica es el don del discernimiento que nos abre sin temor a “todo lo que es verdadero, noble, justo, puro, amable, laudable, todo lo que es virtud o mérito”, sin importar de donde venga. Bien fundados en la piedra angular que es el mismo Cristo, esa apertura desde la fe es también un fruto que tenemos que aprender a cultivar, pues sabemos que la viña que el Señor nos ha confiado debe dar frutos no sólo para nosotros los creyentes, sino para la vida del mundo, y que por todas partes es posible encontrar las semillas del Verbo.
Por fin, existen también “los tiempos” de la vendimia. No podemos dejar la rendición de frutos “ad calendas graecas”, remitiéndolos a un futuro indeterminado y lejano. Los tiempos de la salvación han empezado ya, pues Dios está actuando ahora en el mundo: nos ha enviado no sólo a sus siervos los profetas, sino a su propio Hijo, su Palabra encarnada; y a su Espíritu, que ora, habita y actúa en nosotros. El tiempo de la salvación es un “kairós”, un momento oportuno, que afecta a la Iglesia como tal, pero también a cada uno de nosotros, los creyentes. Hemos recibido el don de la fe, la responsabilidad de la viña del Señor. ¿Estoy respondiendo a esta gracia con los frutos adecuados a mi momento actual, a mi “kairós”?
La conclusión de la parábola, que Jesús pasa a sus interlocutores, que parecen no haberse dado cuenta de que la cosa va por ellos, es clara: si no dan frutos adecuados y a su tiempo, se les arrebatará la viña, que se confiará a otros. Ya en Jerusalén y en vísperas de su Pasión, Jesús hace una última llamada a la conversión, a tomar una decisión de fe en relación con su persona, el Hijo enviado del Padre. Si, como todo parece indicar, la decisión no es el derecho y la justicia (el reconocimiento de que él es el Mesías), sino la expulsión del Hijo fuera de la viña, la violencia contra él y su asesinato “fuera de los muros de la ciudad”, los que se creen dueños en exclusiva del Reinado de Dios quedarán excluidos de él. Lo que significa que la viña del Señor no es un coto cerrado, sino que sus frutos se cultivan para todos los hombres, de modo que si aquellos a quienes se ha confiado la causa de Dios se niegan a servir, no entregan esos frutos y se los apropian indebidamente, habrán de ser sustituidos por otros.
Al contemplar el rechazo de Jesús por parte de las autoridades judías, debemos evitar hacer una lectura antisemita del texto, y leer en él más bien una llamada a la responsabilidad para nosotros mismos. El pueblo de Israel, pueblo sacerdotal, representa a la humanidad entera, por lo que el contenido de esta parábola ponemos aplicárnoslo a nosotros mismos, creyentes en Cristo de cualquier tiempo y lugar.
La viña del Señor es el mundo, lleno de belleza, armonía y recursos, y que Dios nos ha confiado para que lo cuidemos y desarrollemos, haciéndolo fructificar: frutos de la tierra, pero también frutos de justicia y derecho, de paz y fraternidad. Nuestra tarea es hacer del reino del hombre, el Reino de Dios, que la voluntad de Dios se realice como en el cielo, también en la tierra, y por la mediación de nuestra propia voluntad. La viña del Señor es un lugar de gracia: es una suerte estar y trabajar en ella, el salario que recibimos por este trabajo es también un don (cf. Mt 20, 1-16): “Hora de la tarde fin de las labores. Amo de las viñas paga los trabajadores de tus viñadores. Ahora que nos pagas nos lo das de balde, que a jornal de gloria no hay trabajo grande”. Es además un lugar de libertad: el Señor que nos confía su obra lo hace apelando a nuestra libertad; no somos unos siervos asalariados, sino hijos (cf. Mt 21, 28-32). Y, ¿qué hemos hecho de este lugar de gracia, libertad y responsabilidad, de la confianza que Dios ha depositado en nosotros? ¿No hemos tratado la viña que el Señor ha plantado con esmero como un coto cerrado de nuestra exclusiva propiedad, de manera desconsiderada, convirtiéndolo en un lugar de robo, mentira, violencia y muerte? No hace falta ser un catastrofista para acordar que este mundo nuestro está demasiado lleno de frutos amargos, que donde deberían crecer las uvas, abundan los agrazones.
También a nosotros nos dirige hoy Jesús una llamada que apela a nuestra responsabilidad: se nos ha confiado la causa del Reino de Dios, somos depositarios de una gracia que no es sólo para nosotros, sino para todo el mundo. Sintiéndonos agraciados por esta confianza y responsables de la viña del Señor, tenemos que apresurarnos a dar frutos en los tiempos debidos. ¿Qué frutos son esos? Como dice Pablo: el Reino de Dios no es comida ni bebida, sino justicia y paz y gozo en el Espíritu Santo (Rm 14, 17); son los frutos del Espíritu: amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, fidelidad, mansedumbre, castidad (Ga 5, 22-23). En el texto de Filipenses que hemos escuchado hoy, Pablo nos habla de los frutos de la tranquilidad, la elevación del espíritu a Dios, la paz. Pero también nos enseña que un verdadero fruto de la vida evangélica es el don del discernimiento que nos abre sin temor a “todo lo que es verdadero, noble, justo, puro, amable, laudable, todo lo que es virtud o mérito”, sin importar de donde venga. Bien fundados en la piedra angular que es el mismo Cristo, esa apertura desde la fe es también un fruto que tenemos que aprender a cultivar, pues sabemos que la viña que el Señor nos ha confiado debe dar frutos no sólo para nosotros los creyentes, sino para la vida del mundo, y que por todas partes es posible encontrar las semillas del Verbo.
Por fin, existen también “los tiempos” de la vendimia. No podemos dejar la rendición de frutos “ad calendas graecas”, remitiéndolos a un futuro indeterminado y lejano. Los tiempos de la salvación han empezado ya, pues Dios está actuando ahora en el mundo: nos ha enviado no sólo a sus siervos los profetas, sino a su propio Hijo, su Palabra encarnada; y a su Espíritu, que ora, habita y actúa en nosotros. El tiempo de la salvación es un “kairós”, un momento oportuno, que afecta a la Iglesia como tal, pero también a cada uno de nosotros, los creyentes. Hemos recibido el don de la fe, la responsabilidad de la viña del Señor. ¿Estoy respondiendo a esta gracia con los frutos adecuados a mi momento actual, a mi “kairós”?
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