Por A. Pronzato
SOLEMNIDAD DEL SANTÍSIMO CUERPO Y SANGRE DE CRISTO (LC 9, 11b-17) - Ciclo C
Anticipaciones
Si se pretende colocar en el esquema más simple el material ofrecido por la liturgia de la palabra para esta fiesta, entonces la primera lectura y el evangelio forman el marco destinado a acoger y a resaltar el cuadro de fondo representado por la segunda lectura.
Así la figura del sacerdote Melquisedec (cuyo nombre significa «rey de justicia») rey de Salem («país de la paz») que, después de haber ofrecido a Abrahán pan y vino, lo bendice y bendice al «Dios Altísimo», se convierte en anuncio -según una constante de la tradición- de Jesús («... tú eres sacerdote para siempre según el rito de Melquisedec», Sal 110,4), que ofrece a los «suyos» el pan eucarístico. El autor de la Carta a los hebreos nos proporciona (cap. 7) un ejemplo significativo de interpretación alegórica del personaje «profético» de Melquisedec en relación a Cristo y a la Eucaristía.
A través del detalle del pago, por parte de Abrahán, del diezmo de su botín, se subraya la superioridad de este sacerdote, tanto sobre Abrahán, como sobre el sacerdocio levítico.
Además, el silencio en relación a su genealogía, sugiere la idea de un sacerdocio eterno, prefiguración por tanto del sacerdocio «perfecto» y «que no fenece» de Cristo.
Así también el texto evangélico, que narra el milagro de la multiplicación de los panes y de los peces, se puede interpretar como signo anticipador de la Eucaristía y del correspondiente banquete.
Será suficiente acercar el gesto de Jesús, que intenta saciar a aquella multitud, presentado por Lucas en el versículo 16 («tomando los cinco panes y los dos peces, alzó la mirada al cielo, pronunció la bendición sobre ellos, los partió y se los dio a los discípulos para que se los sirvieran a la gente») al de la última cena «transmitido» por Pablo: («tomó un pan, y pronunciando la Acción de Gracias, lo partió ... ), para comprender las coindicencias, sobre todo mediante los verbos empleados.
En el centro sobresaldría así la narración de la institución de la Eucaristía, de la que el texto de la primera Carta a los corintios representa el testimonio más antiguo que poseemos.
En la página de Pablo la realidad ocupa el lugar de la imagen, la promesa se hace cumplimiento, la figura remota de Melquisedec se disuelve dejando el puesto al único Sacerdote garante de la nueva alianza sellada con su sangre.
El apóstol, que se declara portador de la tradición más antigua, pone en evidencia el detalle de que el gesto y las palabras de Cristo sobre el pan y sobre el vino no nacen, como en el caso de Abrahán, en un contexto de victoria sobre el enemigo, sino en la inminencia de la derrota: «... en la noche en que iban a entregarlo...».
La perspectiva es la de la pasión y muerte afrontadas en favor de la liberación del hombre («esto es mi cuerpo, que se entrega por vosotros»).
Finalmente, Pablo une, en el presente de la Eucaristía («haced esto....»), la referencia al pasado («en memoria mía»: he ahí el memorial), y el anuncio del futuro («proclamáis la muerte del Señor, hasta que vuelva»).
Proyecto «dimisionario» y proyecto de corresponsabilidad
Me parece, sin embargo, que la página del evangelio no es solamente «prefiguración» del banquete eucarístico. Puede leerse también como interpretación puntual de lo que debe ser la praxis correcta de una comunidad que participa en esa mesa y se alimenta de ese «pan partido».
Podemos captar un lección importante ya en el diálogo inicial sostenido entre Jesús y sus discípulos.
«Los doce se le acercaron a decirle: Despide a la gente, que vayan a las aldeas y cortijos de alrededor a buscar alojamiento y comida, porque aquí estamos en descampado».
«El les contestó: Dadles vosotros de comer».
El proyecto de los discípulos -como el nuestro- es reductivo, dictado por el sentido común y por la renuncia, en una palabra: dimisionario. Comporta el alejamiento, el abandono de la multitud hambrienta.
Se pretende resolver las cuestiones difíciles, las realidades económicas, alejándolas de nuestro horizonte. Se quiere vivir en paz, desentendiéndose de las presencias perturbadoras.
Sin embargo, el proyecto de Jesús es un proyecto audaz hasta la locura, de compromiso y corresponsabilidad, «Decidles que se echen en grupos...». «Tomando los cinco panes y los dos peces... los partió y se los dio a los discípulos para que los sirvieran a la gente».
Jesús, en la Eucaristía, da un suspenso inexorable a nuestros proyectos negativos, limitados, «privados», que excluyen las necesidades de los otros, y nos impone su proyecto de fraternidad y solidaridad.
La Eucaristía no es compatible con una mesa reducida, egoísta, selectiva, sino que implica la preparación de una mesa que se alarga en proporción a las dimensiones del hambre (de pan, de amistad, de justicia, de significado de la vida) del prójimo.
La Eucaristía no significa alejarse sino participar, comulgar, compartir, solidarizar.
No se puede «recibir» el cuerpo de Cristo y «despedir» a los intrusos. No es posible «comulgar» con Dios y tomar distancias de los hombres.
Pretendemos la intimidad y el aislamiento, «despide a la gente...». El nos obliga a la comunión con todos, «dadles vosotros de comer», «decidles que se echen en grupos...».
Nosotros, como los doce, querríamos que cada uno desapareciese de nuestra vista y se las arreglase por su cuenta.
Cristo nos ordena encargarnos de los problemas de los hermanos. Desgraciadamente, para muchos cristianos la Eucaristía se reduce con frecuencia a una «práctica piadosa».
Sin embargo, las manos que reciben ese pan deben convertirse en constructoras de la Iglesia, o sea, de la comunidad de aquellos que aman. La Eucaristía no es solamente silencio, recogimiento, intimidad. Es fiesta, canto, toma de responsabilidad.
Una Eucaristía que no nos vincule al amor y al servicio de los otros, tampoco nos vincula al amor de Cristo.
Muchos cristianos, incluso acercándose a la comunión, no se alimentan de amor, y no caen en la cuenta de la exigencia de «hacer comunión». Se hacen la ilusión de «salvarse» liquidando a la multitud de los competidores, dispersando la muchedumbre de los pretendientes. Conciben una especie de imposible salvación «solitaria», secreta, casi clandestina.
No caen en la cuenta de que el verbo «salvarse» sólo puede conjugarse correctamente, según las difíciles reglas de la gramática eucarística, cuando va acompañado del adjetivo «juntos».
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