Me llamó la atención que el evangelio no diga (como se traduce habitualmente) “cómo desearía que ya estuviera encendido” sino que Jesús se pregunta a sí mismo: “Y qué deseo si (ese fuego que vine a traer) ya está encendido”. Como diciendo: qué más deseo. Y allí agrega: lo que deseo (y que me da angustia) es que este fuego me “prenda” totalmente. Lo dice con la otra imagen, la del bautismo. Deseo ser bautizado (en la Cruz), plenamente, sumergiéndome en lo más humano de la humanidad, hasta experimentar el poder destructor del pecado y de la muerte y así poder redimir y salvar, ya que “sólo puede salvarse lo que se asume” (San Ireneo).
Jesús expresa que mientras el fuego de su Espíritu no se apodere de todo no habrá paz sino división. Es decir: si hay resistencia al fuego, a que el fuego de Jesús nos tome enteros, eso produce lucha y división. Jesús trae el fuego de un amor que quiere abrasar a todo el hombre y a todos los hombres. El deseo, por tanto, es que el amor de Jesús nos encienda plenamente.
En general, cuando en la Biblia se habla de fuego, es para señalar algo temible. Sólo el fuego de Jesús –“las lenguas de fuego” del Espíritu Santo (Hc 2, 3) y los “ojos como llamas de fuego” de Jesús en el Apocalipsis (Ap 2, 18) – es un fuego salvador, purificador y bueno. Arde y quema, es verdad, pero sin hacer daño. Causa división, es cierto, porque es fuego y no puede “negociar”: lo que no es “el oro del amor” lo destruye. Deja sólo lo valioso. Pero no hay que temerle. Hay que dejarse “encender” por este fuego que vino a traer Jesús.
Y para ir animándonos al fuego nada mejor que la vida de los santos.
Cuando Jesús habla de fuego, el primero que me viene a la memoria es san Alberto Hurtado. Dice nuestro santo: “Tomo el Evangelio, voy a San Pablo, y allí encuentro un cristianismo todo fuego, todo vida, conquistador; un cristianismo verdadero que toma a todo el hombre, rectifica toda la vida, abarca toda actividad”.
¿Qué hace ese fuego? “Negativamente, es la eliminación de todo lo que choca, molesta, apena, inquieta a los otros, lo que les hace la vida más dura o más pesada…”
Positivamente: ver el fuego encendido nos lleva a hacer amar la virtud: “Si no se hace amar la virtud, no se la buscará. Se la estimará, pero no se la buscará”. Por eso: “El temperamento dulce, alegre, ligeramente original, simple, no forzado, alegre, amable en el recibir las personas y las cosas, contribuye a la alegría de la vida… Algunas bromitas a tiempo… El sentarse junto a una mesa modestamente. Cada uno tiene posibilidad de hacer algo, cada uno siguiendo su carácter: unos alegres, otros artistas, otros tranquilos y pacíficos, otros simpáticos… Cada uno cultivando su naturaleza. La gracia supone la naturaleza”. Hasta aquí Hurtado.
Qué notable esto: para hacer amar la virtud cada uno tiene que cultivar su naturaleza, cultivar lo más propio suyo, no virtudes de otro. Yo debo cultivar lo que me hace arder a mí, con la ayuda de la gracia, por supuesto. Encender lo que uno tiene, quemar sólo lo que molesta a los demás.
Es para quedarse pensando… Lo especial que es este fuego de Jesús.
Igual da miedo el fuego. Buscaba imágenes para poner y las de fuego sobre la tierra son de incendios, de fuego devorador (“Nuestro Dios es fuego devorador”, dice la Carta a los Hebreos, siguiendo al Deuteronomio). Y en lo interior del hombre el fuego representa la pasión, lo que se desata y nos domina.
¿Cuál es la imagen del fuego de Jesús que no asusta ni causa temor? Creo que la del Espíritu Santo que desciende en Pentecostés como “lenguas de fuego”. El fuego del Señor es su Palabra. Y lo propio de la Palabra es dialogar y “encender” la libertad del que quiere escuchar, del que desea dejarse contagiar. La Palabra encendida contagia pero desde adentro. Y más cuando es Palabra que se transmite con el testimonio de la propia vida, de toda la persona.
Aquí me viene a la memoria Brochero. Ayer Rossi leía la carta de un periodista de aquel tiempo sobre Brochero y me pegó hondo este pasaje:
“Es un hombre de carne y huesos: dice misa, confiesa, ayuda a bien morir, bautiza, consagra la unión matrimonial, etc. Y sin embargo es una excepción: practica el Evangelio. ¿Falta un carpintero? Es carpintero. ¿Falta un peón? Es un peón. Se arremanga la sotana en donde quiera, toma la pala o la azada y abre un camino público en 15 días, ayudado por sus feligreses. ¿Falta todo? ¡Pues él es todo! y lo hace todo con la sonrisa en los labios y la satisfacción en el alma, para mayor gloria de Dios y beneficio de los hombres, y todo sale bien hecho porque es hecho a conciencia”.
Es potente y contagiosa esta imagen del cura que va donde lo llaman, movido por el fuego de su propio fervor, no por ningún deber exterior, y se hace todo a todos. Encontrar esta unión y sintonía entre el propio fuego y el Fuego del Espíritu es la gracia mayor, para dejar de movernos a desgano, por imperativos de otros que hemos incorporado o que nos exigen desde fuera y comenzar a vivir desde ese Fuego que sólo Jesús enciende y que combina de modo maravilloso nuestro fuego y el de su Espíritu.
¿Cómo se reconoce este fuego dialogado?
Es un fuego que se enciende sólo con la palabra del evangelio.
Su calor y su luz la llamamos “consolación”.
Es enteramente especial. Uno la distingue en su interior claramente sin necesidad de que otro se la explique. Luego, a lo largo de la vida, cuando vienen consolaciones bajo apariencia de bien pero que son del mal espíritu, hará falta ayuda para discernirlas. Pero las básicas, las que el Padre nos regaló cuando encendió en nosotros la Fe y el amor a Jesús, esas no traen duda.
El fuego de Jesús tiene la característica de encender sólo lo que Él quiere y en la medida en que Él sabe que podemos sostener su llama sin que nos consuma ni se nos apague.
Sólo el fuego de Jesús es capaz de arder en nuestra zona buena purificando lo malo poco a poco e incluso conviviendo con “cizañas” que no toca y que no lo contaminan. No tiene para nada la irracionalidad del fuego terreno o demoníaco que arrasa con todo y no respeta nada. El fuego del Señor arde en nuestra libertad. Es fuego dirigido a Él y a sus cosas (al bien del prójimo). Fuego de Fe que ilumina, Fuego de Caridad que mueve a amor y compasión, Fuego de Esperanza que nos hace ir adelante.
Otra señal es la alegría. El fuego de Jesús enciende la alegría espiritual.
Se puede compartir. Como es “moderado” (discreto, diría Ignacio) se puede compartir a todos y recibir de todos, como quien enciende distintas velitas.
Fuego discreto sería la mejor expresión. Por eso no daña.
Puede ser fueguito humilde como la fe sencilla del pueblo fiel o antorcha encendida como la vida de los santos.
El fuego de Jesús ya está encendido sobre esta tierra y va purificando con su misericordia y enfervorizando con sus santos deseos a todos los hombres.
Ojalá nos de a gustar a cada uno el sabor del fervor discreto y de la discreta caridad, de la que hablaba Ignacio. Remedio de todos los males, los que son por exceso y los que son por defecto.
Bernárdez tiene una expresión que hay que leer situada en el corazón de su poema “estar enamorado”. Dice así:
Estar enamorado amigos, es descubrir dónde se juntan cuerpo y alma.
Es percibir en el desierto la cristalina voz de un río que nos llama.
Es ver el mar desde la torre donde ha quedado prisionera nuestra infancia.
Es apoyar los ojos tristes en un paisaje de cigüeñas y campanas.
Es ocupar un territorio donde conviven los perfumes y las armas.
Es dar la ley a cada rosa y al mismo tiempo recibirla de su espada.
Es confundir el sentimiento con una hoguera que del pecho se levanta.
Es gobernar la luz del fuego y al mismo tiempo ser esclavo de la llama.
Es entender la pensativa conversación del corazón y la distancia.
Es encontrar el derrotero que lleva al reino de la música sin tasa.
El fuego discreto de Jesús es el que enamora haciéndonos “gobernar la luz del fuego y al mismo tiempo ser esclavos de su llama”.
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