Apenas leí “para que cuando llegue el que te convocó, te diga: ‘Amigo, acércate más’”, automáticamente lo veo a Paolo Menghini que me ficha desde el pequeño escenario montado en el hall central de Once y viene directo a pedirme que “de un mensaje” para comenzar el acto. (Lo vi venir, aunque luego pensé que quizás me había parecido nomás que esa era su intención ya que otra persona lo detuvo por el camino y se quedó charlando unos instantes, pero luego retomó y me encaró).
La experiencia de pasar adelante avanzando entre la gente que te deja paso mientras otro te lleva y te pone frente a las cámaras es lo que reviví al leer esta parábola, porque si hay una reunión donde expresamente busco ponerme detrás de las cámaras, para acompañar sin salir en los medios, es la de los familiares de la tragedia de Once. Es distinto que en las misas de Corpus, por ejemplo, en las que me alegra que nos filmen en la procesión de entrada para después preguntarle a mi madre si me vio en la tele…
Lo distinto es que no se trataba de un casamiento y lo que escribí luego, mencionando nombres de personas implicadas en el juicio y criticando públicamente sus “dichos públicos” y la cara con que los dicen, a algunos personas no les gustó.
A mí tampoco “me gusta” “meterme en política”, como se dice. Pero siento que luchar por la justicia en un hecho como este, bien concreto y que se puede juzgar, es la manera de que no se deshaga el tejido social que nos une como ciudadanos, como hermanos y como argentinos. Si se van acumulando hechos concretos que quedan impunes un día pasa lo que en Siria, que en la confrontación se llega a utilizar hasta armas químicas. ¿Cómo hace luego un pueblo para “hacer justicia”? Cuando uno sale del marco del diálogo (ese marco que lleva a dialogar, con palabras durísimas, pero buscando dialogar) y cae en la violencia física, es muy difícil luego “hacer justicia” sin que surja lo del “ojo por ojo”. De ahí la importancia de estar del lado de los que reclaman justicia sin incitar a la violencia. No sólo tienen derecho a reclamar, incluso duramente, a los poderes encargados de que se haga justicia, que no miren para otro lado, sino que tienen el deber de hacerlo. Y ese deber nos involucra a todos.
Esta actitud no es antipartidaria porque los que gobiernan no son un partido sino que una vez elegidos son representantes de todos y así como les toca llevar adelante su modelo económico y no el de la oposición, en lo que hace a la justicia les toca ejercer “la justicia” no “su justicia”.
Porque no existe ningún modelo “partidario” de justicia. La justicia es “el modelo común”. Y ejercerla y defenderla cada día, no daña a nadie, ni siquiera al mismo que le toca sufrir un castigo justo. El que piensa que por pedir castigo para un funcionario irresponsable está dañando a su partido no sólo está equivocado sino que él mismo le hace daño al bien común y a su propio partido, porque defendiendo mal lo particular pierde autoridad moral.
Obrar con justicia, reclamarla y defenderla es lo que nos iguala como ciudadanos y como personas. Nos iguala porque cuando exigimos que otro se haga responsable jurídicamente de sus actos, estamos aceptando hacernos responsables de los nuestros. Así se construye una sociedad. En la actitud de los familiares de la tragedia de Once vemos cómo aceptan la justicia, aceptan sus tiempos y sus procesos a la vez que luchan para que no se dilaten ni se enreden. Lo que les resulta revulsivo son los dichos y los gestos que en vez de ponerse a la altura de la defensa de la justicia común huelen a justificación partidista de lo injustificable.
¿Qué tiene que ver esto con el evangelio de hoy? El contar cosas que son muy personales no es algo anecdótico. El evangelio siempre tiene en cuenta lo más personal, lo más íntimo, porque precisamente por esa puerta interior es por donde salimos a lo público, a lo más común. Notemos cómo estas dos parábolas de invitados o “convocados”, nacen de algo muy íntimo y muy propio de la mirada del Señor que “pescó”, al entrar en una fiesta, un detalle, mínimo si se quiere, pero muy revelador: la contradicción de que “los invitados elijan su mejor puesto”.
Si soy invitado no elijo. Otro eligió invitarme y Otro me elije el puesto justo (la misión).
Esto vale para todo en la vida: para la política, para la iglesia, para la familia, para todo.
En la iglesia es claro, o debería ser no solo claro sino clarísimo, que el “hacer carrera” no tiene sentido y que los primeros puestos son de puro servicio y servicio humilde. No solo somos invitados sino “invitados de segunda”, porque los primeros no quisieron ir a la fiesta (y el que invitó sigue esperándolos como al hijo pródigo!).
Esta conciencia ser “doblemente invitados” es clave a la hora de considerarnos a nosotros mismos y de examinar cómo tratamos a los demás. No solo no podemos apropiarnos de ningún puesto (ni siquiera del último, porque el que nos invitó puede hacernos ir más arriba si quiere) porque el que organiza la fiesta es nuestro Anfitrión, sino porque hemos sido invitados sin tener algo previo que justifique esa invitación. Somos parte de esos pobres que no pueden devolver el favor. Nuestra dignidad consistirá, por tanto, en realizar acciones que nos pongan a la altura de la invitación ya que no tenemos curriculum previo (más bien tenemos “prontuario” como dice Francisco).
En el ámbito social y en lo político, debe ser claro que lo que nos convoca es la justicia. ¿En qué sentido? Negativamente, en que, de última, no nos convoca a vivir como un pueblo ni la geografía, ni la raza, ni la historia, ni la conveniencia económica, ni la cultura. Todas estas realidades son convocantes y “nos tiran” a vivir en esta tierra, con esta gente, con esta memoria y estas pasiones por el asado, el folclore y el fútbol. Pero de última, lo que nos convoca es un “sentido común de lo que es justo”. Y este sentido es algo que se nos ha regalado y que tenemos que construir día a día para que no se pierda sino que se fortalezca.
Algunas características de este “sentido común de lo que es justo”:
Una, por ejemplo, es la de que es justo respetar que venga gente de otras razas, nacionalidades y religiones a vivir aquí. Hay una conciencia común de que esta tierra bendita “invitó” y recibió a muchos inmigrantes y por eso hay apertura a los que vienen. Tener conciencia de esta base hace ver también cómo es algo frágil y cómo pueden crecer los sentimientos xenófobos en nuestra tierra.
Otra característica es la de que es justo que cada uno tenga su religión. Muchos de nuestros antepasados vinieron perseguidos y expulsados de sus países de origen por causa de su religión y por eso hay una base de respeto. Esto también requiere que se cultive porque se puede perder fácilmente.
Está muy arraigado también un sentido “comprensivo de las circunstancias particulares”. Es esa pregunta “¿y cómo fue”?, tan propia nuestra ante cualquier crimen o traición, como decía Scalabrini Ortiz en “El hombre que está solo y espera”. El interés no pragmático sino humano, tan argentino. Esto tiene un lado peligroso, ya que nunca terminamos de estar satisfechos con la justicia posible. Pero proviene de una convicción muy honda: la de que sólo Dios hará justicia plena. Está bien “relativizar” la justicia humana porque lleva a no “demonizar”, a tener paciencia, a ser lentos como pueblo para la violencia. Los pueblos muy violentos tienen una concepción más fundamentalista de la justicia. Para nosotros, creo, el peligro está más bien en dejar pasar demasiado. Por eso pienso que es bueno “no dejar pasar” las injusticias que se pueden corregir. Hace bien ejercitarse en hacer justicia plena allí donde se puede y hasta donde se puede. Crea ciudadanía, aunque sea en algo mínimo como exigirle amablemente y con firmeza a otro que no tire un papel en la calle, que haga cola o que no infrinja una ley de tránsito.
Esto es claro en la educación de los hijos: enseñarles a obrar con justicia y verdad en las pequeñas cosas evita luego grandes males.
La conciencia agradecida de ser “invitados” contribuye no sólo a la humildad sino a la justicia. Y la justicia es el alma de un pueblo, la base para que luego sea posible la misericordia y la caridad.
Diego Fares sj
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