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martes, 29 de abril de 2008

Solemnidad de la Ascensión del Señor - Ciclo A: SE FUE PARA VOLVER


1.- La ascensión del Señor a los cielos tuvo que dejar a los apóstoles y discípulos un sabor agridulce. Por un lado, miraban felices y entusiasmados, a su Maestro, porque había vencido el poder de la muerte y había triunfado sobre sus enemigos. Lo habían visto, glorioso y triunfante, ascender hasta los brazos del Padre. Pero, por otro lado, se miraban a sí mismos y se daban cuenta de que ahora se quedaban solos. Ellos solos, sin la presencia física guiadora y protectora del Maestro, ¿serían capaces de llevar a cabo la ingente y difícil tarea que les había encomendado de predicar el evangelio a todas las gentes? Yo creo que el dolor de la ausencia tuvo que dejarles, durante los primeros momentos, desorientados y tristes. Pero poco a poco iría ganando fuerza en ellos el recuerdo de las palabras de los dos hombres vestidos de blanco que les habían dicho que el Maestro volvería pronto lleno de majestad y gloria, tal como le habían visto irse. Unos días más tarde, la irrupción del Espíritu, en el día de Pentecostés, seguro que afianzó en ellos esta certeza y les llenó de entusiasmo y fortaleza. Tal como leemos en los escritos de los primeros siglos, fue precisamente esta confianza y esta seguridad de que el Señor volvería pronto lo que realmente mantuvo siempre vivo en los discípulos el entusiasmo y la fortaleza necesaria para seguir predicando en medio de tantas dificultades y persecuciones. Yo creo que a nosotros, a los cristianos de hoy, no debe ser tanto la esperanza en la segunda venida del Señor la que nos anime y nos mueva en nuestro trabajo de cada día, sino la certeza de que el Señor está con nosotros todos los días hasta el fin del mundo, como leemos en el evangelio de este domingo. Es el Espíritu de Jesús de Nazaret, el Espíritu de Dios, el que queremos que nos guíe y guíe a su Iglesia hoy y siempre, hasta el final de los tiempos.

2.- ¿Qué hacéis ahí plantados, mirando al cielo? Ahora es el tiempo de la Iglesia, es nuestro turno. Ya no podemos quedarnos parados, mirando al cielo, esperando que sea Dios, en persona, el que baje a la tierra a solucionar nuestros problemas de cada día. Dios quiere que seamos nosotros, en nombre de su Hijo y guiados por su Espíritu, los que hagamos posible la realización de ese Reino que nuestro Maestro inició e instauró ya en la tierra. No echemos a Dios la culpa de nuestros fracasos y de nuestros fallos. Él, por medio de su Hijo, ya nos enseñó el camino, ya nos dijo dónde estaba la verdad y la vida; lo que tenemos que hacer ahora nosotros es ponernos manos a la obra y no dejar que se pierda la obra que él comenzó.

3.- Que Dios... ilumine los ojos de vuestro corazón. Es con los ojos del alma con los que tenemos que mirar y ver la verdad de nuestra fe. Con los ojos del cuerpo no seremos capaces de ver la esperanza a la que se nos llama, ni la riqueza de gloria que Dios nos da en herencia, tal como nos dice San Pablo en esta carta a los Efesios. Sí, la Iglesia, y cada uno de nosotros, tiene que creerse que es el cuerpo de Cristo y esta fe es la que debe alimentar la esperanza y el amor para no desfallecer nunca y para actuar siempre de acuerdo con lo que nos dice nuestra Cabeza, que es Cristo Jesús. Esto sólo lo podremos ver con los ojos del corazón, que son con los que debemos mirar y ver siempre las cosas, a la luz del Espíritu. Es lo que San Pablo le pide al buen Padre Dios para todos los discípulos de Jesús de Nazaret.

4.- Sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo. No tenemos que esperar hasta la segunda venida del Señor para empezar a disfrutar de la fuerza salvadora del Espíritu. Dios ya está entre nosotros y es su Espíritu el que nos guía. La fiesta de la Ascensión nace realmente el mismo día de la Resurrección y está íntimamente unida a la fiesta de Pentecostés. Las tres fiestas forman, como una unidad indisoluble, la Pascua del Señor. Con su resurrección Cristo nos regaló la victoria sobre la muerte, con su ascensión nos enseñó a buscar las cosas de arriba y con el envío de su Espíritu nos infundió fuerza y vigor para no desfallecer ante las dificultades. Los cristianos deberíamos vivir siempre en el espíritu de la Pascua, porque, aunque el Cristo físico e histórico se nos fue, ha dejado su espíritu por siempre y para siempre con nosotros y entre nosotros. No se fue para no volver, se fue para volver. Y ya ha vuelto.

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