«Sed cautos como serpientes e ingenuos como palomas» (10,16)
Hay que ser listos. Existen personas que son como los toros borregos y de carril: que envisten como bobos a todos los trapos que les ponen delante. Entran a la muleta siempre que les citan.
Sabemos que hay personas y grupos con mala intención, que cuando preguntan algo, lo que pretenden es fastidiar, pleitear, buscar una definición personal para hacer daño, para denunciar, para rechazar, para afianzarse en una opinión peyorativa y excluyente.
Nos encontramos en muchas ocasiones con preguntas capciosas, con visos de ingenuidad, y que por dentro están envenenadas. La misma pregunta es una puñalada. Esto pasa en todos los aspectos de la vida. Hay personas que no buscan dialogar, sino enfrentar, dividir, excluir, oponerse, definirse en contra, cazar al alguien en lo que suponen un renuncio, descalificar.
Hay temas que, según quien los suscita, queman como una patata caliente. Más, los ponen sobre el tapete porque abrasan y porque hacen daño. Por ejemplo: el divorcio, el aborto, la escuela privada o la escuela pública, la sexualidad, actuaciones o juicios sobre la jerarquía, ciertos aspectos sociales, la guerrilla de liberación, el movimiento feminista, algunas cuestiones claves sobre los ministerios… la derecha o la izquierda, la guerra civil, la dictadura, ciertas leyes concretas…
Jesús se vio envuelto en las redes de esta actitud insidiosa. Unos de los casos es el del tributo al César. Le plantean la cuestión, cínicos y modosos, como su fuera un problema de conciencia, como si tuvieran conciencia o fuera posible que cambiaran de criterios.
La pregunta que le hacen, en un país ocupado por los romanos, es muy comprometida: «¿Es lícito pagar el tributo al César o no?».
Le plantean la cuestión obligándole a que responda: apelando a su misión, a su honestidad, a su arrojo profético que le hace capaz de asumir las responsabilidades de su respuesta. «Sabemos que eres sincero y que enseñas el camino de Dios conforme a la verdad; sin que te importe nadie, porque no te fijas en las apariencias. Dinos, pues, qué opináis».
Jesús es listo, no se deja sorprender, ni engañar. El amor a las personas impide el pensar mal de ellas, pero no el abrir bien los ojos y descubrir las intenciones que les mueven: «Comprendiendo su mala voluntad, les dijo: Hipócritas, ¿por qué me tentáis?». Jesús se da cuenta de que le han puesto una trampa: si dice que hay que pagar el impuesto al César, pone al pueblo en su contra y deja el camino libre a sus enemigos para que lo maten; si responde que no hay que dar los impuestos a los romanos, le perseguirán por revolucionario.
Jesús agudiza su ingenio y se va por otro camino. No responde lo que ellos quieren. Y los enfrenta con el fondo de la cuestión: el mensaje de las bienaventuranzas; les anuncia el evangelio aunque no quieran oírlo. Para Jesús la moneda que se refiere al César no tiene importancia, no vale para nada; es una cuestión falsa. Es la «añadidura» que no tiene entidad para crear ni el más mínimo problema de conciencia. El que «elige ser pobre», el que tiene toda su confianza puesta en Dios, el que se ha «entregado al Reino y su justicia», ni quiere, ni puede, ni debe plantearse ese asunto. «Lo del César para el César»: al discípulo el dinero le trae sin cuidado, no tiene ninguna consistencia. Lo que importa es lo que se refiere a Dios: «A Dios lo de Dios».
Jesús es listo; más que nosotros, que nos metemos, por habladores, en callejones sin salida y, por ingenuidad. Introducimos el pie en el cepo que nos preparan. Jesús, además de listo, es respetuoso. No entra en la cuestión, pero ayuda a ir al fondo de las cosas. No se niega al diálogo en profundidad y con provecho, pero se escapa de la insidia.
Hoy deberíamos aprender a ser listos, a huir de las trampas. Y, a la vez, a no renunciar al respeto que el otro siempre nos debe merecer y al servicio de ayudarle a descubrir la verdad en profundidad.
Hay que ser listos. Existen personas que son como los toros borregos y de carril: que envisten como bobos a todos los trapos que les ponen delante. Entran a la muleta siempre que les citan.
Sabemos que hay personas y grupos con mala intención, que cuando preguntan algo, lo que pretenden es fastidiar, pleitear, buscar una definición personal para hacer daño, para denunciar, para rechazar, para afianzarse en una opinión peyorativa y excluyente.
Nos encontramos en muchas ocasiones con preguntas capciosas, con visos de ingenuidad, y que por dentro están envenenadas. La misma pregunta es una puñalada. Esto pasa en todos los aspectos de la vida. Hay personas que no buscan dialogar, sino enfrentar, dividir, excluir, oponerse, definirse en contra, cazar al alguien en lo que suponen un renuncio, descalificar.
Hay temas que, según quien los suscita, queman como una patata caliente. Más, los ponen sobre el tapete porque abrasan y porque hacen daño. Por ejemplo: el divorcio, el aborto, la escuela privada o la escuela pública, la sexualidad, actuaciones o juicios sobre la jerarquía, ciertos aspectos sociales, la guerrilla de liberación, el movimiento feminista, algunas cuestiones claves sobre los ministerios… la derecha o la izquierda, la guerra civil, la dictadura, ciertas leyes concretas…
Jesús se vio envuelto en las redes de esta actitud insidiosa. Unos de los casos es el del tributo al César. Le plantean la cuestión, cínicos y modosos, como su fuera un problema de conciencia, como si tuvieran conciencia o fuera posible que cambiaran de criterios.
La pregunta que le hacen, en un país ocupado por los romanos, es muy comprometida: «¿Es lícito pagar el tributo al César o no?».
Le plantean la cuestión obligándole a que responda: apelando a su misión, a su honestidad, a su arrojo profético que le hace capaz de asumir las responsabilidades de su respuesta. «Sabemos que eres sincero y que enseñas el camino de Dios conforme a la verdad; sin que te importe nadie, porque no te fijas en las apariencias. Dinos, pues, qué opináis».
Jesús es listo, no se deja sorprender, ni engañar. El amor a las personas impide el pensar mal de ellas, pero no el abrir bien los ojos y descubrir las intenciones que les mueven: «Comprendiendo su mala voluntad, les dijo: Hipócritas, ¿por qué me tentáis?». Jesús se da cuenta de que le han puesto una trampa: si dice que hay que pagar el impuesto al César, pone al pueblo en su contra y deja el camino libre a sus enemigos para que lo maten; si responde que no hay que dar los impuestos a los romanos, le perseguirán por revolucionario.
Jesús agudiza su ingenio y se va por otro camino. No responde lo que ellos quieren. Y los enfrenta con el fondo de la cuestión: el mensaje de las bienaventuranzas; les anuncia el evangelio aunque no quieran oírlo. Para Jesús la moneda que se refiere al César no tiene importancia, no vale para nada; es una cuestión falsa. Es la «añadidura» que no tiene entidad para crear ni el más mínimo problema de conciencia. El que «elige ser pobre», el que tiene toda su confianza puesta en Dios, el que se ha «entregado al Reino y su justicia», ni quiere, ni puede, ni debe plantearse ese asunto. «Lo del César para el César»: al discípulo el dinero le trae sin cuidado, no tiene ninguna consistencia. Lo que importa es lo que se refiere a Dios: «A Dios lo de Dios».
Jesús es listo; más que nosotros, que nos metemos, por habladores, en callejones sin salida y, por ingenuidad. Introducimos el pie en el cepo que nos preparan. Jesús, además de listo, es respetuoso. No entra en la cuestión, pero ayuda a ir al fondo de las cosas. No se niega al diálogo en profundidad y con provecho, pero se escapa de la insidia.
Hoy deberíamos aprender a ser listos, a huir de las trampas. Y, a la vez, a no renunciar al respeto que el otro siempre nos debe merecer y al servicio de ayudarle a descubrir la verdad en profundidad.
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