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viernes, 7 de noviembre de 2008

XXXII DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO: No es fácil interpretar correctamente el tiempo de la espera

Sabiduría 6, 12-16; 1 Tesalonicenses 4, 13-18 Mateo 25, 1-13

Cuestión de armonía

Es difícil definir la sabiduría.

Podemos simplemente adivinar algunos de sus rasgos esenciales. La sabiduría es equilibrio, armonía.
Conjunción esencial entre conocimiento y amor. Experiencia y asombro.

Conciencia de las posibilidades, pero también de los límites. Quietud... insatisfecha.

Pasión por la verdad y tolerancia. Interés por los otros y discreción. Apertura y pudor.

Sentido de la tradición y gozo de descubrir la novedad. Realismo y utopía.

Concreción y cultivo obstinado de los sueños. Humildad audaz.

Paciencia impaciente.

Inteligencia del corazón (según la fórmula latina: mens cordis, mente del corazón).

Tranquila seguridad y capacidad de poner (y dejarse poner) en discusión.

Libros y camino. Orar y vivir. Ayunar y bailar. Mortificación y perfume. Fidelidad en el riesgo. Soledad y trato cordial con los demás.

Seriedad y ganas de jugar.

Lo opuesto a la sabiduría es la separación rígida, la contraposición. Convendrá recordar que Satanás es el que separa, el «divisor».

Desconfiar de los maestros de sabiduría

«... A su puerta la hallaré sentada».

Entonces, la encontramos en casa. Acude siempre que la llamemos. A cualquier hora. En todos los programas (basta con pulsar uno de tantos botones).

Y, naturalmente, la encontramos también «por los caminos, por las plazas».

Pero eso no quiere decir que sea siempre la genuina sabiduría. Y queda por demostrar que los que se presentan como maestros la posean de verdad.

Muchas veces, ocupados como están en «transmitirla» (en el sentido literal de la palabra), intentando siempre comprarla y venderla, no se sabe si lo hacen por amor al arte, o si tiene algo que ver con la cartera; ya que están todo el tiempo sentenciando desde las cátedras y los púlpitos, es difícil imaginarse cuándo tienen tiempo para reflexionar, para aprovisionarse de nuevo.

El que ama la sabiduría, el que la desea intensamente, «quien temprano la busca», se hace también exigente y aprende a desconfiar de ciertos maestros y comisionistas (¿acreditados por quién?).

La sabiduría «imprevisible»

Así pues, desconfiar de los maestros de sabiduría que se presentan como tales y que quisieran imponerte su protección asfixiante y perpetua. Pero al mismo tiempo abrirse a un sabiduría imprevisible, no programada, casual, que puede venir de cualquiera.

Cualquier encuentro, incluso el más accidental, puede regalarte una pizca de sabiduría.

Cualquier experiencia, incluso la más trivial, puede encender una chispa de la misma.

Cualquier encuentro, sobre todo el más inesperado, te la puede proporcionar en abundancia.

Pero hay que buscar con el ánimo libre de prejuicios, sin segundas intenciones, desechando lo ya sabido para dar lugar a lo asombroso. La escuela de la sabiduría no tiene sede fija, bien definida.

El camino, la vida en medio de la gente común, una hora de meditación, pero también un árbol, un insecto, un cuadro; una iglesia desierta, pero también un sendero de montaña, la conversación con un anciano, la expresión de un niño, es el lugar de la sabiduría.

La sabiduría (o, al menos, un fragmento de la misma) puede llegar hasta ti mientras ordenas las postales acumuladas en un cajón, pero también cuando captas algunas frases de los que asisten a un funeral. Ante las rejas de un monasterio o cuando te encuentras aburrido en la cola ante una ventanilla. En un rincón del camino, o en una ermita, o en un mercado, o en la sala de espera de un médico, o en el circo, o traspasando la niebla de una carretera desconocida.

La sabiduría no te llega a casa. Tienes que salir, caminar, abrir los ojos con curiosidad y simpatía, acercarte a las personas con confianza, interpretar innumerables señales modestas, no dar nada por descontado, explorar un territorio desconocido, descubrir las cosas que ya conoces.

Y luego detenerte, reflexionar, elaborar una nueva lista teniendo en cuenta el elemento recién descubierto y, naturalmente, estar siempre dispuesto a ponerlo todo en cuestión al día siguiente.

La sabiduría no te dice: «Entra, siéntate y aprende». Sino: «Sal fuera, mira, escucha, y vuelve a entrar de nuevo a meditar, confrontar y dar gracias porque estás aprendiendo a aprenden».

La sabiduría solitaria

Difícilmente encontrarás a la sabiduría en el barullo, en las reuniones numerosas y vociferantes. Del grupo tienes que sacar a un individuo, resaltar un rostro.

La sabiduría no canta a coro. Es siempre un «solista», con una voz única, un timbre inconfundible, una tonalidad peculiar.

En ningún monasterio creo haber oído nunca decir: «La sabiduría de nuestra comunidad...»

La sabiduría se produce «en privado», artesanalmente.

Se puede poner en común el trabajo, los bienes, pero no la sabiduría.

Si quieres contemplar la sabiduría, no tienes que acampar en la «sala de reuniones», sino introducirte en la celda de un monje (suponiendo que lo permita).

Es posible componer textos «en colaboración». Pero la sabiduría es siempre, necesariamente, original, exclusiva; tiene que llevar un sello personal.

Pon juntos a una docena de maestros y te presentarán su ciencia. Pero, si no los separas, si no disuelves la reunión, si no sigues a uno en particular, no encontrarás la sabiduría. La sabiduría es un fruto solitario.

Presentes a su presente

Ya. Ese extraño retraso del esposo. Debido al cual surgen posturas contrapuestas.

Por una parte está el riesgo -hoy, en verdad, bastante raro- de apearse del presente, de no tomar en serio el anunciado «retraso» de Cristo. Algo por el estilo ocurría en Tesalónica. Creyendo inminente el retorno de Cristo, se olvidaban de los compromisos de cada día. Totalmente proyectados hacia la hora, aquellos cristianos acababan ignorando la cita de las horas.

En una palabra, tenemos el peligro de no estar presentes en el presente.

La actitud antitética es la que toman aquellos -son la mayoría que consideran ese retorno como algo remoto, irreal. Y por eso se instalan en el presente.

Los primeros no toman en serio el retraso y no se preocupan de organizarse con vistas a la duración.

Los otros no toman en serio las bodas y acaban cancelando de su horizonte las perspectivas de la hora.

Los unos y los otros parecen incapaces de una verdadera esperanza.

En efecto, en el primer caso se trata de una esperanza alejada de este tiempo.

En el otro, hay una esperanza miope o, mejor dicho, hay muchos fragmentos de esperanza, limitados, rotos.

Una vez más se hace necesaria la sabiduría, que sepa coser los fragmentos, soldarlos entre sí.

Se trata de abrirse al futuro, sin traicionar al presente. Y de dedicarse al presente, sin olvidar el futuro.

Ni extraños, ni distraídos.

La parábola evangélica de hoy y, en general, todo el capítulo 25 de Mateo nos dirigen más o menos estas exhortaciones: «Vivid como si Cristo pudiera volver mañana, pero también como si tuviera que llegar mucho más tarde. Por tanto, sabed ser individuos que esperan de verdad, pero que también están presentes en su presente. Hombres llenos de fe y llenos de prudencia. Personas a las que el mañana no les haga extrañas a su hoy, y también gente a la que el presente no vuelva ciega ante su porvenir. Creyentes que tengan la prudencia de estar presentes al mundo contemporáneo y que conserven la esperanza del mundo futuro. Ser al mismo tiempo verdaderos hombres y verdaderos creyentes. Eso es la vigilancia» (A. Maillot).

Alguien necesitaría dormir un poco más... «Les entró sueño a todas y se durmieron».

Hoy por el contrario, hay muchos (y muchas) que no duermen nunca. Pero no por eso saben dar sentido a su espera, a su vigilancia. Y es poco probable que se estén preparando para la venida del Esposo. Continuamente presas de la agitación, del afán.

No sabes dónde encontrarlos. Pero nunca tienen tiempo.

Si al menos durmieran. Podrías despertarlos, sacudirlos (pero ¿cómo sacudir a alguien que está continuamente en movimiento?). Simplemente, no están.

Y surge la sospecha de que precisamente su correr represente una forma astuta de no dejarse encontrar, de que su agitación afanosa sea una manera taimada de sustraerse, de que su «estar absorbidos» por tantas cosas constituya una táctica disuasiva para no dejarse agarrar. Hoy, paradójicamente, tenemos muchos creyentes insomnes, pero no vigilantes.

Incansables, pero no presentes (o presentes «en otro sitio»). Devorados por la prisa y que pierden el tiempo (no tener nunca tiempo no significa vivir en plenitud el tiempo, darle un sentido). Activistas frenéticos e incapaces de darse a sí mismos.

Gente que se ocupa y se preocupa de mil cosas, menos de la espera. Habría que recomendarles: Descansad un poco. Nos sentiríamos todos más seguros si aprendiésemos a dormir.

Aseguraos el servicio, indispensable, de la calma, de la serenidad, de la paciencia.

Habéis demostrado más que de sobra que sabéis correr y nos habéis enseñado a correr. Demostradnos ahora que es importante detenerse. Alguien ha dicho que, cuando se comienza a conducir, lo esencial que hay que aprender no es cómo hay que poner en marcha el coche. Lo primero es saber cómo pararlo.

No se puede trasvasar el aceite

«Las necias dijeron a las sensatas: `Dadnos un poco de vuestro aceite, que se nos apagan las lámparas'. Pero las sensatas contestaron: `Por si acaso no hay bastante para vosotras y nosotras, mejor es que vayáis a la tienda y os lo compréis'».

Parece a primera vista una mala respuesta, o al menos poco caritativa.

Pero también esto puede ser un elemento de la sabiduría.

Hay realidades y valores que no se pueden «transferir» sin más ni más.

El otro no es un recipiente que llenar con nuestra doctrina, una cabeza que amueblar con nuestras verdades.

Cada uno es protagonista insustituible de su historia, único responsable de sus opciones. Cada uno tiene que inventar su propia respuesta a Cristo.

Ninguno de nosotros puede y debe sustituir a los demás en las decisiones fundamentales.

Es sabio aquel que permite al otro encontrar su propio camino, que lo orienta hacia la fuente, que lo estimula a descubrir su propio rostro «único».

Vivir juntos la espera, sostenerse en la esperanza, es algo distinto de pensar, de juzgar o de obrar en lugar de los otros.

Exhortar a que estén preparados no significa gestionar las conciencias de los otros.

El aceite de la lámpara no se trasvasa, banalmente, de un candil a otro.

Lo que importa es que cada uno encuentre en su interior la chispa que encienda la lámpara y la fuerza de alimentarla con vistas a la «duración».

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