Por CAMINO MISIONERO
Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Mateo 11, 28-30
Jesús tomó la palabra y dijo:
Vengan a mí todos los que están afligidos y agobiados, y Yo los aliviaré. Carguen sobre ustedes mi yugo y aprendan de mí, porque soy paciente y humilde de corazón, y así encontrarán alivio. Porque mi yugo es suave y mi carga liviana.
El Evangelio de este miércoles de la segunda semana de Adviento continúa con la temática que dejamos ayer, pues muchas veces tenemos la tentación de la preocupación, que nos agobia, nos quita la paz. Hemos establecido unas normas, y cuando nos salimos nos sentimos inquietos, nuestro afán de ser “perfectos” es tan grande que somos capaces de cambiar las normas, incluso de decir que los mandamientos están caducados, antes de reconocer que fallamos, sin que esto nos agobie. Hay una reacción psicológica de volvernos agresivos cuando nos sentimos mal en la conciencia. Así como cuando tenemos una piedra en el zapato nos duele, también en el corazón hay “piedras” que nos hacen sufrir, y por eso discutimos y estamos de mal humor, al menos es una de las causas de nuestro malestar. Y hemos de quitar la piedra que causa la desazón. Pero estas piedras muchas veces las hemos intentado… Jesús no deja inquieta a la mujer sorprendida en adulterio (1 Jn 8, 11), sino que la atiende, defiende y luego la anima: “vete en paz, y no vuelvas a pecar”. Con el buen ladrón suspendido en la cruz tiene una respuesta mucho más esperanzada aún: “en verdad te digo que hoy mismo estarás conmigo en el paraíso” (Lc 23, 43). Jesús no tiene memoria de las reglas que pone la Iglesia: «En la Cruz, durante su agonía, el ladrón le pide que se recuerde de él cuando llegara a su Reino. Si hubiera sido yo -reconoce monseñor Van Thuân- le hubiera respondido: "no te olvidaré, pero tienes que expiar tus crímenes en el purgatorio". Sin embargo, Jesús, le respondió: "Hoy estarás conmigo en el Paraíso". Había olvidado los pecados de aquel hombre. Lo mismo sucedió con Magdalena, y con el hijo pródigo. Jesús no tiene memoria, perdona a todo el mundo». Con el paralítico de Cafarnaún (Mc 2, 1-12) y en otros muchos pasajes vemos como vino a buscar y salvar lo que estaba perdido (Lc 19, 10). Esto nos crea problemas, pues nos cuesta leer las palabras de Isaías: “Venid y entendámonos -dice Yahvé-. Aunque vuestros pecados fuesen como la grana, quedarán blancos como la nieve. Aunque fuesen rojos como la púrpura, llegarán a ser como la blanca lana” (Is 1, 18). Jesús es príncipe de la paz, y lso pensamientos que no son de paz no son de Dios, por mucha apariencia que tengan de santos como son los remordimientos por pecados, o que no somos bastante santos. Jesús muestra su misericordia, de modo especial, en su actitud con los pecadores. Ya lo anticipaba el profeta: "Yo tengo pensamientos de paz y no de aflicción” (Jer 29, 11), palabras con las que la liturgia aplica a Jesús, al acabar el año litúrgico. No viene a condenar, sino a salvar, a perdonar, a disculpar, a traer paz y alegría (cf. San Josemaría Escrivá de Balaguer, “Es Cristo que pasa”, 165).
En realidad, si Dios me quiere como soy, si lo que Dios permite algo malo, por la libertad de la que gozamos todos y de aquello sacará un bien, ¿de qué he de preocuparme? Hay un solo mal, y es el pecado, pero este no ha de motivarnos más que a la conversión, transformar el remordimiento en arrepentimiento, sin querer “estar en regla”: "Porque Dios, aun ofendido, sigue siendo Padre nuestro; aun irritado, nos sigue amando como a hijos. Sólo una cosa busca: no tener que castigarnos por nuestras ofensas, ver que nos convertimos y le pedimos perdón" (San Juan Crisóstomo, Homilías sobre San Mateo, 22, 511). Hoy entendemos que el pecado no es el castigo divino, sino la falta de acogida al amor de Dios, y por tanto la soledad por rechazo de esa mano amorosa que Él siempre nos tiende: "La omnipotencia de Dios -dice Santo Tomás- se manifiesta, sobre todo, en el hecho de perdonar y usar de misericordia, porque la manera de demostrar que Dios tiene el poder supremo es perdonar libremente" (Suma Teológica, 1, q. 25, a. 3 ad 3).
No nos merecemos el amor de Dios ni su gracia con nuestras buenas obras, pero es necesaria nuestra conversión para acoger el amor en un buen recipiente, si nuestro corazón está cerrado ahí no puede entrar esa divina esencia, la Vida: "Imagina que Dios te quiere hacer rebosar de miel: si estás lleno de vinagre, ¿dónde va a depositar la miel?, pregunta San Agustín. Primero hay que vaciar lo que contenía el recipiente (...): hay que limpiarlo aunque sea con esfuerzo, a fuerza de frotarlo, para que sea capaz de recibir esta realidad misteriosa" (Comentario a la 1ª Epístola de San Juan, 4).
La paz es mucho más palpable con "el sacramento de la alegría" (en palabras de Pablo VI), la confesión. Pues aún en lo más alto que hay en la tierra, la Eucaristía, no sentimos nada emotivo muchas veces, pero la confesión siempre deja paz y alegría, algo casi físico de bienestar. "¡Mira qué entrañas de misericordia tiene la justicia de Dios! –decía san Josemaría Escrivá- porque en los juicios humanos, se castiga al que confiesa su culpa: y, en el divino, se perdona”. Como recuerda F. Fernández Carvajal, “el juicio del sacramento de la Penitencia es, en cierto modo, adelanto y preparación del juicio definitivo, que tendrá lugar al final de la vida”.
Jesús es manso y humilde porque tiene paz, por eso da paz. Hemos visto que la piedra que a veces nos duele y que explota en ira es la inquietud, y que a veces nos engañamos y ponemos nombre cristiano a esa cerrazón del remordimiento, y cómo la apertura a la Verdad nos da paz auténtica aún en nuestros errores y nos lleva al perdón.
Podríamos añadir que las manifestaciones de violencia son en el fondo signos de debilidad: los violentos son débiles de mente o de corazón, tienen una pobreza espiritual, son disminuidos en alguna de esas facultades del alma. “Los
mansos poseerán la tierra”, reza una de las bienaventuranzas: se poseerán a sí mismos, sin ser esclavos del mal carácter; poseerán a Dios en disposición de apertura en la oración, y poseerán a los demás con su buen ambiente, el buen aroma de Cristo (2 Corintios 2,15), manifestado en la sonrisa, calma y serenidad, buen humor y capacidad de broma, comprensión y tolerancia…
Siempre estamos en lo mismo: tener paz es repartirla y verlo todo de un mejor modo. Así nos animaba Juan Pablo II: “Permitid a Cristo que os encuentre. ¡Que conozca todo de vosotros! ¡Que os guíe!
Nadie es capaz de lograr que lo pasado no haya ocurrido; ni el mejor psicólogo puede liberar a la persona del peso del pasado. Sólo lo puede lograr Dios, quien, con amor creador, marca en nosotros un nuevo comienzo: esto es lo grande del sacramento del perdón: que nos colocamos cara a cara ante Dios, y cada uno es escuchado personalmente para ser renovado por Él.
Quizá algunos de vosotros habéis conocido la duda y la confusión; quizá habéis experimentado la tristeza y el fracaso cometiendo pecados graves. Éste es un tiempo de decisión. Ésta es la ocasión para aceptar a Cristo: aceptar su amistad y su amor, aceptar la verdad de su palabra y creer en sus promesas.
Y si, a pesar de vuestro esfuerzo personal por seguir a Cristo, alguna vez sois débiles no viviendo conforme a su ley de amor, a sus mandamientos, no os desaniméis! Cristo os sigue esperando! Él, Jesús, es el Buen Pastor que carga la oveja perdida sobre sus hombros y la cuida con cariño para que sane.
Gracias al amor y misericordia de Cristo, no hay pecado por grande que sea que no pueda ser perdonado; no hay pecador que sea rechazado. Toda persona que se arrepiente será recibida por Jesucristo con perdón y amor inmenso.
Sólo Cristo puede salvar al hombre, porque toma sobre sí su pecado y le ofrece la posibilidad de cambiar.
Siempre, pero especialmente en los momentos de desaliento y de angustia, cuando la vida y el mundo mismo parecen desplomarse, no olvidéis las palabras de Jesús: «Venid a Mí todos los que estáis fatigados y oprimidos, que Yo os aliviaré. Tomad sobre vosotros mi yugo y aprended de Mí, que soy manso y humilde de corazón, y hallaréis descanso para vuestras almas, pues mi yugo es suave y mi carga ligera.»
No nos debemos mirar tanto a nosotros mismos cuanto a Dios, y en Él debemos encontrar ese «suplemento» de energía que nos falta. ¿Acaso no es ésta la invitación que hemos escuchado de labios de Cristo: «Venid a Mí todos los que estáis fatigados y oprimidos, que Yo os aliviaré»? Es Él la luz capaz de iluminar las tinieblas en que se debate nuestra inteligencia limitada; Él es la fuerza que puede dar vigor a nuestras flacas voluntades; Él es el calor capaz de derretir el hielo de nuestros egoísmos y devolver el ardor a nuestros corazones cansados.
Como cristianos que somos, debemos ofrecer nuestros recuerdos al Señor. Pensar en el pasado no modificará la realidad de vuestros sufrimientos o desengaños, pero puede cambiar el modo de valorarlos. Los jóvenes no llegan a comprender completamente la razón por la que los ancianos vuelven frecuentemente a pensar en el pasado ya lejano, pero esa reflexión tiene su sentido. Y cuando se realiza dentro de la oración puede resultar una fuente de reparación.
En el camino de vuestra vida, no abandonéis la compañía del Señor. Si la debilidad de la condición humana os llevase alguna vez a no cumplir los mandamientos de Dios, volved vuestra mirada a Jesús y gritadle: «Quédate con nosotros, vuelve, no te alejes.» Recuperad la luz de la gracia por el sacramento de la Penitencia.
Con El podemos encontrarnos siempre, por mucho que hayamos pecado, por muy alejados que nos sintamos, porque El está saliendo siempre a nuestro encuentro.
Dios es infinitamente grande en el amor. «Tal amor es capaz de inclinarse hacia todo hijo pródigo, toda miseria humana y singularmente hacia toda miseria moral o pecado. Cuando esto ocurre, el que es objeto de misericordia no se siente humillado, sino como hallado de nuevo y revalorizado.»
No hay quien no necesite de esta liberación de Cristo, porque no hay quien, en forma más o menos grave, no haya sido y sea aún, en cierta medida, prisionero de sí mismo y de sus pasiones. Todos tenemos necesidad de conversión y de arrepentimiento; todos tenemos necesidad de la gracia salvadora de Cristo, que Él ofrece gratuitamente, a manos llenas. Él espera sólo que, como el hijo pródigo, digamos «me levantaré y volveré a la casa de mi Padre».”
Son citas largas, que explican todo este proceso y que aquí hemos considerado en un aspecto bien concreto, la confesión, pero sin duda es un sacramento paradigmático de un espíritu más general que reflejan las palabras de Jesús, y algo muy actual pues el hombre y la mujer de hoy sufren una enorme presión psicológica, miedos, agresividad, soledad profunda, falta de sentido de la vida... Cargados de normas, compromisos, objetivos, estamos expuestos a una tendencia casi depresiva. Nos vertemos en el exterior y perdemos nuestra esencia, interioridad, como decía uno: “Quizá hemos luchado para ser perfectos y en el fondo lo único que queremos es sentirnos amados”. Cuesta no dejarse llevar por el dinero, por el prestigio o por el poder, pero con Jesús todo es posible.
"Venid a mí..." Que resuenen estas palabras para ir a Jesús, en el trabajo diario, con el cuidado de las cosas pequeñas, con la sonrisa, en la pobreza, el olvido de mi yo… que sepamos tomar esta dulce carga: "Cualquier otra carga te oprime y te abruma, mas la carga de Cristo te alivia el peso. Cualquier otra carga tiene peso, pero la de Cristo tiene alas. Si a un pájaro le quitas las alas parece que le alivias del peso, pero cuanto más le quites este peso, tanto más le atas a la tierra. Ves en el suelo al que quisiste aliviar de un peso; restitúyele el peso de las alas y verás como vuela." (S. Agustín Sermón 126). Jesús quería liberarnos del insoportable peso de los numerosos preceptos y prohibiciones que rodeaban la ley de Moisés (Mt 23, 4) y que hoy nos rodean de otras formas, y quiere darnos este “descanso” que es paz.
El Evangelio de este miércoles de la segunda semana de Adviento continúa con la temática que dejamos ayer, pues muchas veces tenemos la tentación de la preocupación, que nos agobia, nos quita la paz. Hemos establecido unas normas, y cuando nos salimos nos sentimos inquietos, nuestro afán de ser “perfectos” es tan grande que somos capaces de cambiar las normas, incluso de decir que los mandamientos están caducados, antes de reconocer que fallamos, sin que esto nos agobie. Hay una reacción psicológica de volvernos agresivos cuando nos sentimos mal en la conciencia. Así como cuando tenemos una piedra en el zapato nos duele, también en el corazón hay “piedras” que nos hacen sufrir, y por eso discutimos y estamos de mal humor, al menos es una de las causas de nuestro malestar. Y hemos de quitar la piedra que causa la desazón. Pero estas piedras muchas veces las hemos intentado… Jesús no deja inquieta a la mujer sorprendida en adulterio (1 Jn 8, 11), sino que la atiende, defiende y luego la anima: “vete en paz, y no vuelvas a pecar”. Con el buen ladrón suspendido en la cruz tiene una respuesta mucho más esperanzada aún: “en verdad te digo que hoy mismo estarás conmigo en el paraíso” (Lc 23, 43). Jesús no tiene memoria de las reglas que pone la Iglesia: «En la Cruz, durante su agonía, el ladrón le pide que se recuerde de él cuando llegara a su Reino. Si hubiera sido yo -reconoce monseñor Van Thuân- le hubiera respondido: "no te olvidaré, pero tienes que expiar tus crímenes en el purgatorio". Sin embargo, Jesús, le respondió: "Hoy estarás conmigo en el Paraíso". Había olvidado los pecados de aquel hombre. Lo mismo sucedió con Magdalena, y con el hijo pródigo. Jesús no tiene memoria, perdona a todo el mundo». Con el paralítico de Cafarnaún (Mc 2, 1-12) y en otros muchos pasajes vemos como vino a buscar y salvar lo que estaba perdido (Lc 19, 10). Esto nos crea problemas, pues nos cuesta leer las palabras de Isaías: “Venid y entendámonos -dice Yahvé-. Aunque vuestros pecados fuesen como la grana, quedarán blancos como la nieve. Aunque fuesen rojos como la púrpura, llegarán a ser como la blanca lana” (Is 1, 18). Jesús es príncipe de la paz, y lso pensamientos que no son de paz no son de Dios, por mucha apariencia que tengan de santos como son los remordimientos por pecados, o que no somos bastante santos. Jesús muestra su misericordia, de modo especial, en su actitud con los pecadores. Ya lo anticipaba el profeta: "Yo tengo pensamientos de paz y no de aflicción” (Jer 29, 11), palabras con las que la liturgia aplica a Jesús, al acabar el año litúrgico. No viene a condenar, sino a salvar, a perdonar, a disculpar, a traer paz y alegría (cf. San Josemaría Escrivá de Balaguer, “Es Cristo que pasa”, 165).
En realidad, si Dios me quiere como soy, si lo que Dios permite algo malo, por la libertad de la que gozamos todos y de aquello sacará un bien, ¿de qué he de preocuparme? Hay un solo mal, y es el pecado, pero este no ha de motivarnos más que a la conversión, transformar el remordimiento en arrepentimiento, sin querer “estar en regla”: "Porque Dios, aun ofendido, sigue siendo Padre nuestro; aun irritado, nos sigue amando como a hijos. Sólo una cosa busca: no tener que castigarnos por nuestras ofensas, ver que nos convertimos y le pedimos perdón" (San Juan Crisóstomo, Homilías sobre San Mateo, 22, 511). Hoy entendemos que el pecado no es el castigo divino, sino la falta de acogida al amor de Dios, y por tanto la soledad por rechazo de esa mano amorosa que Él siempre nos tiende: "La omnipotencia de Dios -dice Santo Tomás- se manifiesta, sobre todo, en el hecho de perdonar y usar de misericordia, porque la manera de demostrar que Dios tiene el poder supremo es perdonar libremente" (Suma Teológica, 1, q. 25, a. 3 ad 3).
No nos merecemos el amor de Dios ni su gracia con nuestras buenas obras, pero es necesaria nuestra conversión para acoger el amor en un buen recipiente, si nuestro corazón está cerrado ahí no puede entrar esa divina esencia, la Vida: "Imagina que Dios te quiere hacer rebosar de miel: si estás lleno de vinagre, ¿dónde va a depositar la miel?, pregunta San Agustín. Primero hay que vaciar lo que contenía el recipiente (...): hay que limpiarlo aunque sea con esfuerzo, a fuerza de frotarlo, para que sea capaz de recibir esta realidad misteriosa" (Comentario a la 1ª Epístola de San Juan, 4).
La paz es mucho más palpable con "el sacramento de la alegría" (en palabras de Pablo VI), la confesión. Pues aún en lo más alto que hay en la tierra, la Eucaristía, no sentimos nada emotivo muchas veces, pero la confesión siempre deja paz y alegría, algo casi físico de bienestar. "¡Mira qué entrañas de misericordia tiene la justicia de Dios! –decía san Josemaría Escrivá- porque en los juicios humanos, se castiga al que confiesa su culpa: y, en el divino, se perdona”. Como recuerda F. Fernández Carvajal, “el juicio del sacramento de la Penitencia es, en cierto modo, adelanto y preparación del juicio definitivo, que tendrá lugar al final de la vida”.
Jesús es manso y humilde porque tiene paz, por eso da paz. Hemos visto que la piedra que a veces nos duele y que explota en ira es la inquietud, y que a veces nos engañamos y ponemos nombre cristiano a esa cerrazón del remordimiento, y cómo la apertura a la Verdad nos da paz auténtica aún en nuestros errores y nos lleva al perdón.
Podríamos añadir que las manifestaciones de violencia son en el fondo signos de debilidad: los violentos son débiles de mente o de corazón, tienen una pobreza espiritual, son disminuidos en alguna de esas facultades del alma. “Los
mansos poseerán la tierra”, reza una de las bienaventuranzas: se poseerán a sí mismos, sin ser esclavos del mal carácter; poseerán a Dios en disposición de apertura en la oración, y poseerán a los demás con su buen ambiente, el buen aroma de Cristo (2 Corintios 2,15), manifestado en la sonrisa, calma y serenidad, buen humor y capacidad de broma, comprensión y tolerancia…
Siempre estamos en lo mismo: tener paz es repartirla y verlo todo de un mejor modo. Así nos animaba Juan Pablo II: “Permitid a Cristo que os encuentre. ¡Que conozca todo de vosotros! ¡Que os guíe!
Nadie es capaz de lograr que lo pasado no haya ocurrido; ni el mejor psicólogo puede liberar a la persona del peso del pasado. Sólo lo puede lograr Dios, quien, con amor creador, marca en nosotros un nuevo comienzo: esto es lo grande del sacramento del perdón: que nos colocamos cara a cara ante Dios, y cada uno es escuchado personalmente para ser renovado por Él.
Quizá algunos de vosotros habéis conocido la duda y la confusión; quizá habéis experimentado la tristeza y el fracaso cometiendo pecados graves. Éste es un tiempo de decisión. Ésta es la ocasión para aceptar a Cristo: aceptar su amistad y su amor, aceptar la verdad de su palabra y creer en sus promesas.
Y si, a pesar de vuestro esfuerzo personal por seguir a Cristo, alguna vez sois débiles no viviendo conforme a su ley de amor, a sus mandamientos, no os desaniméis! Cristo os sigue esperando! Él, Jesús, es el Buen Pastor que carga la oveja perdida sobre sus hombros y la cuida con cariño para que sane.
Gracias al amor y misericordia de Cristo, no hay pecado por grande que sea que no pueda ser perdonado; no hay pecador que sea rechazado. Toda persona que se arrepiente será recibida por Jesucristo con perdón y amor inmenso.
Sólo Cristo puede salvar al hombre, porque toma sobre sí su pecado y le ofrece la posibilidad de cambiar.
Siempre, pero especialmente en los momentos de desaliento y de angustia, cuando la vida y el mundo mismo parecen desplomarse, no olvidéis las palabras de Jesús: «Venid a Mí todos los que estáis fatigados y oprimidos, que Yo os aliviaré. Tomad sobre vosotros mi yugo y aprended de Mí, que soy manso y humilde de corazón, y hallaréis descanso para vuestras almas, pues mi yugo es suave y mi carga ligera.»
No nos debemos mirar tanto a nosotros mismos cuanto a Dios, y en Él debemos encontrar ese «suplemento» de energía que nos falta. ¿Acaso no es ésta la invitación que hemos escuchado de labios de Cristo: «Venid a Mí todos los que estáis fatigados y oprimidos, que Yo os aliviaré»? Es Él la luz capaz de iluminar las tinieblas en que se debate nuestra inteligencia limitada; Él es la fuerza que puede dar vigor a nuestras flacas voluntades; Él es el calor capaz de derretir el hielo de nuestros egoísmos y devolver el ardor a nuestros corazones cansados.
Como cristianos que somos, debemos ofrecer nuestros recuerdos al Señor. Pensar en el pasado no modificará la realidad de vuestros sufrimientos o desengaños, pero puede cambiar el modo de valorarlos. Los jóvenes no llegan a comprender completamente la razón por la que los ancianos vuelven frecuentemente a pensar en el pasado ya lejano, pero esa reflexión tiene su sentido. Y cuando se realiza dentro de la oración puede resultar una fuente de reparación.
En el camino de vuestra vida, no abandonéis la compañía del Señor. Si la debilidad de la condición humana os llevase alguna vez a no cumplir los mandamientos de Dios, volved vuestra mirada a Jesús y gritadle: «Quédate con nosotros, vuelve, no te alejes.» Recuperad la luz de la gracia por el sacramento de la Penitencia.
Con El podemos encontrarnos siempre, por mucho que hayamos pecado, por muy alejados que nos sintamos, porque El está saliendo siempre a nuestro encuentro.
Dios es infinitamente grande en el amor. «Tal amor es capaz de inclinarse hacia todo hijo pródigo, toda miseria humana y singularmente hacia toda miseria moral o pecado. Cuando esto ocurre, el que es objeto de misericordia no se siente humillado, sino como hallado de nuevo y revalorizado.»
No hay quien no necesite de esta liberación de Cristo, porque no hay quien, en forma más o menos grave, no haya sido y sea aún, en cierta medida, prisionero de sí mismo y de sus pasiones. Todos tenemos necesidad de conversión y de arrepentimiento; todos tenemos necesidad de la gracia salvadora de Cristo, que Él ofrece gratuitamente, a manos llenas. Él espera sólo que, como el hijo pródigo, digamos «me levantaré y volveré a la casa de mi Padre».”
Son citas largas, que explican todo este proceso y que aquí hemos considerado en un aspecto bien concreto, la confesión, pero sin duda es un sacramento paradigmático de un espíritu más general que reflejan las palabras de Jesús, y algo muy actual pues el hombre y la mujer de hoy sufren una enorme presión psicológica, miedos, agresividad, soledad profunda, falta de sentido de la vida... Cargados de normas, compromisos, objetivos, estamos expuestos a una tendencia casi depresiva. Nos vertemos en el exterior y perdemos nuestra esencia, interioridad, como decía uno: “Quizá hemos luchado para ser perfectos y en el fondo lo único que queremos es sentirnos amados”. Cuesta no dejarse llevar por el dinero, por el prestigio o por el poder, pero con Jesús todo es posible.
"Venid a mí..." Que resuenen estas palabras para ir a Jesús, en el trabajo diario, con el cuidado de las cosas pequeñas, con la sonrisa, en la pobreza, el olvido de mi yo… que sepamos tomar esta dulce carga: "Cualquier otra carga te oprime y te abruma, mas la carga de Cristo te alivia el peso. Cualquier otra carga tiene peso, pero la de Cristo tiene alas. Si a un pájaro le quitas las alas parece que le alivias del peso, pero cuanto más le quites este peso, tanto más le atas a la tierra. Ves en el suelo al que quisiste aliviar de un peso; restitúyele el peso de las alas y verás como vuela." (S. Agustín Sermón 126). Jesús quería liberarnos del insoportable peso de los numerosos preceptos y prohibiciones que rodeaban la ley de Moisés (Mt 23, 4) y que hoy nos rodean de otras formas, y quiere darnos este “descanso” que es paz.
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