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La primera lectura –del Libro del Levítico—conforma el contenido de claves y de mensajes del Evangelio. En efecto, no es, solamente, que Jesús de Nazaret aceptara sanar al leproso y lo curara. La ley de Moisés prohibía la cercanía del leproso a los sanos. Y estos sanos, en ninguno de los casos, podían tocarle. El leproso cargado de fe --un tanto poco clara e inconsciente-- y de los lógicos deseos de ser curado, rompe todas las normas, se acerca al grupo donde está Jesús, se para, se pone de rodillas ante él, y dice: “Si quieres, puedes limpiarme”. Y ante eso escribe San Marcos sobre la respuesta del Maestro: “Sintiendo lástima, extendió la mano y lo tocó diciendo: Quiero: queda limpio”. Jesús de Nazaret ha sentido lástima, y ha tocado con cariño al leproso y, por supuesto, se produce el milagro de amor: el leproso queda curado.
2.- Como otras veces Jesús pone por delante al hombre del precepto. Y lo concreto de la Ley queda en segundo lugar para anteponer la necesidad real de todo hombre que, por supuesto, está por encima de cualquier legislación. Esto último es difícil de entender, incluso ahora. Primero es cumplir la ley y luego ya veremos. Es decir, ponemos trabas, hoy, a la ayuda personal que podamos dar a quienes no llevan una vida como la nuestra. Y, hoy todavía, son muy mal mirados los pecadores públicos. Preferimos alejarnos de ellos antes de tenderles una mano. Y así se abre un círculo vicioso. Como son pecadores no nos acercamos, pero si no nos acercamos, cómo podemos ayudar a que dejen su pecado. Aunque lo primero es atenderles, dar un poco de amor, aunque estén muy alejados de nosotros y de nuestra religión.
La consideración –digamos que histórica—de la actitud de Jesús tuvo que ser tremenda en su tiempo. El choque frontal contra la religión pública, en especial con los fariseos, cumplidores a ultranza de una norma excesiva, debió ser tremendo. El Maestro de Galilea no buscaba el enfrentamiento por el enfrentamiento. No era una posición política o ideológica determinada, con el añadido de que Él estaba en contra de la Ley. No. Simplemente que toda esa norma esclavizaba a los hombres y mujeres de esa época y, además, les alejaba de la verdadera imagen de Dios. Y es que, visto con ojos de hoy, ni la lepra es contagiosa, ni el sábado –o el domingo—es tiempo de injusticia o desamor, ni la limpieza de las manos puede evitar la caridad para con el prójimo. Jesús, en el caso, del leproso que tenía a sus pies, hizo lo que cualquier persona, con sentido del cariño hacia sus semejantes, puede hacer… Aunque eso tampoco lo entendemos la gente de hoy: no somos capaces de tocar a un enfermo con mal aspecto, contagioso o no.
3.- Y hablábamos al principio de lo simbólico de las lecturas de hoy. Pues así es. ¿No ocurre que a veces, muchos de nosotros, hundidos por el desánimo, por el pecado siempre repetido, pensamos en que podemos echarnos a los pies de Jesús para pedirle: “Si quieres, puedes limpiarme”? ¿A veces ante la repetición continua de un mal síntoma de nuestra conducta no sentimos la idea de que solo puede ser Él quien nos saque del atolladero? Y, por otro lado, ¿no nos habremos encontrado personas, probablemente muy queridas por nosotros, que nos piden que no mezclemos al Maestro en cosas que son, tan solo, déficit de nuestra voluntad? Sí, claro que sí. Hemos de pedirle al Maestro aquello que nos dicta nuestro corazón y después, por supuesto, hacer lo posible para salir del atolladero.
4.- Pablo de Tarso en el fragmento, breve, que hemos escuchado hoy de la Primera Carta a los Corintios nos aconseja que todo lo hagamos pensando en Dios, ya sea comer, beber, o divertirse o trabajar. San Pablo estaba hablando de comer, o no, carne procedente de los sacrificios paganos, pero, en realidad, sus palabras son un consejo para toda nuestra vida. Y así es más que lógico que si somos creyentes –y lo somos de verdad—pongamos a Dios por delante de todas nuestras cosas, de todos nuestros quehaceres. Y está claro que si Dios preside todos nuestros actos ellos serán acordes con la voluntad del Señor. El amor, obviamente, es la esencia de Dios. Y, por tanto, nuestra relación con los demás debe estar movida por el amor. Sabemos la receta: amar a Dios sobre todas las cosas y que ese amor total se traslade, también totalidad, al entorno de nuestros semejantes.
Y quiero terminar con el versículo responsorial del salmo y con el que hemos entonado en el canto del Aleluya. El primero es muy significativo: “Tu eres mi refugio; me rodeas de cantos de liberación”. Y el segundo “Un gran profeta ha surgido entre nosotros y Dios ha visitado a su pueblo”. Sentirse primero seguro, refugiado, y luego libre es el anhelo común de todos. Y, eso obviamente, es lo que nos ofrece Dios todos los días. Hoy, en estos tiempos difíciles, con dificultades en el mismísimo ejercicio de nuestra fe, y con un exceso de problemas económicos que tienden a hacer aun más injusto, si cabe, a este mundo, necesitamos del profeta que nos habla de Dios Padre y de su presencia divina entre nosotros. No es literatura todo esto. No son puro pietismo ambas frases. Constituyen una realidad deseable y alcanzable que puede mejorar nuestras vidas. De ahí, finalmente, ese efecto benéfico y curativo de las lecturas –todas—de hoy que os decía al principio. Merece la pena reflexionar sobre ellas cuando lleguemos a casa e iniciemos nuestro descanso o nuestro rato de oración. Sin duda, y como siempre, Dios nos ha visitado hoy aquí, en el desarrollo de nuestra eucaristía.
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