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jueves, 25 de junio de 2009

El misterio de la Encarnación


Cada celebración litúrgica es, para toda la Iglesia, un acontecimiento de gracia. Porque no es nunca una simple evocación del pasado y, menos aún, una mirada nostálgica hacia atrás, sino, más bien y sobre todo, un recuerdo vivo, un memorial que renueva y actualiza para todos los hombres el misterio primordial de nuestra salvación, la Encarnación. Este recuerdo -en la fe y desde la fe- es siempre una verdadera conmemoración, ya que es una celebración solemne y comunitaria, eclesial y católica.

Durante mucho tiempo, sobre todo en la teología occidental, se presentó la muerte de Jesús en la cruz como el origen, el principio y la realización suprema de la salvación humana. Cristo, con su muerte, "nos compró" para Dios, pagando por nosotros el 'precio' de nuestro rescate. Por eso, se habla de redención (redimere=red-emere=volver a comprar). Se insistía marcadamente en el carácter de reparación, de satisfacción y de mérito, para nosotros, de esa muerte.

Por fortuna, bastantes años antes del Concilio Vaticano II, algunos buenos teólogos llamaron la atención sobre la resurrección de Cristo como misterio de salvación. Entre ellos, destaca, sin duda alguna, F.X. Durrwell1. Basándose en afirmaciones claras y rotundas de san Pablo, estos autores recuperaban, con sus reflexiones teológicas, la significación profunda que la resurrección del Señor tiene para nuestra salvación, y que los primeros heraldos del evangelio habían puesto tan de relieve. Efectivamente, san Pablo afirma: “Si Cristo no resucitó, es vana nuestra predicación, vana es también vuestra fe... Si Cristo no ha resucitado, es vana vuestra fe, aún estáis en vuestros pecados” (1 Cor 15, 14-17). “Por todos murió y resucitó” (2 Cor 5, 15). “Fue entregado por nuestros pecados y resucitado para nuestra justificación” (Rom 4, 25). De hecho, la muerte de Jesús es salvadora para los hombres, precisamente, porque no termina en muerte, sino en resurrección. Es la resurrección la que da pleno y cabal sentido salvador y redentor a la muerte. La resurrección es lo definitivo. Y la muerte, en este plano histórico de providencia, un paso obligado para ella.

Sin embargo, en la teología oriental, predominó otra visión. Desde siempre, se dio mucha más importancia -la máxima importancia- a la Encarnación, considerándola como el misterio primordial de la salvación humana, raíz viva y principio activo de esa salvación. Porque, sólo gracias a la Encarnación, la muerte y la resurrección de Cristo son de verdad 'salvadoras' para el hombre, con una salvación no 'jurídica' o extrínseca, sino intrínseca y hasta ontológica.

"El Verbo se hizo carne, y puso su morada entre nosotros" (Jn 1,14). Preexistente y eterno, en cuanto Dios, quiso asumir -en el tiempo- la naturaleza humana, haciéndose de verdad Hombre con los hombres y para los hombres. Y en esa misma concreta naturaleza humana que le hace ser Jesús de Nazaret, nos asume realmente a todos, incorporándonos a sí mismo, convirtiéndonos en su propio Cuerpo, haciéndonos ser "él" por participación. En su carne -en su humanidad- nos transmite la vida que él es, nos comunica su misma filiación, nos hermana consigo y, en consecuencia, nos hace de verdad hijos del Padre e hijos de la Virgen Madre, y hermanos los unos de los otros. Por eso, la Encarnación es, para nosotros, el gran misterio de la hermanación, de la real identifica­ción mística con Cristo, es decir, de nuestra salvación. Porque la muerte y la resurrección de Cristo son "salvadoras" para nosotros (de una manera ontológico‑real y no simplemente moral‑jurídica), gracias al realismo de nuestra incorpora­ción a él en la Encarnación y por la Encarnación, por la que nos acaece místicamente a nosotros lo que le acaece personalmente a él. El y nosotros somos uno -en masculino- (cf Gál 3, 27). Por eso, al morir él, morimos realmente nosotros. Y, al resucitar él, con él y en él resucitamos también nosotros. Hablando con rigor, Encarnación-vida-pasión-muerte-resurrección-ascensión-pentecostés constituyen un solo y único misterio de salvación. No son realidades distintas, sino una sola y misma realidad.

"Siendo en Cristo la naturaleza humana asumida, no absorbida, por el mismo hecho -nos recuerda el Concilio- también en nosotros ha sido elevada a una sublime dignidad. Pues él, Hijo de Dios, en su Encarnación se ha unido de alguna manera con cada hombre" (GS 22).

En virtud de la Encarnación, quedamos vitalmente incorporados a Cristo y hermana­dos con él. Desde ese momento, todo lo que él realiza, lo realizamos también místicamente nosotros con él, y todo lo que a él le acaece, nos acaece también místicamente a nosotros. Para referirse a esta vital comunión con Cristo en que consiste esencialmente nuestra vida cristiana, San Pablo emplea 11 verbos, inventados por él, compuestos con la partícula griega syn, a la que corresponde la partícula latina cum y la española con. Once verbos que San Pablo emplea en 18 ocasiones.

* Convivir: Rom 6, 8; 2 Cor 7,3; (¿cf. 1 Th, 5, 10?) simul cum illo vivamus
* compadecer: Rom 8, 17;
* concruci­ficar: Rom 6,6; Gál 2, 19;
* conmo­rir: 2 Cor 7,3; Col 2, 20;
* consepultar: Rom 6, 4; Col, 2, 12;
* convivifi­car: Col 2, 13; Ef 2, 5;
* cohere­dar: Rom 8, 17;
* conresu­citar: Col 2, 12; 3, 1; Ef 2, 6;
* conglorifi­car: Rom 8, 17;
* "consedere" (estar sentado con): Ef, 2, 6;
* conreinar: 2 Tim 2, 12; etc.

Y la existen­cia cristiana culminará en:

* estar para siempre con el Señor (cf 1 Tes 4, 17).

1. Cf F.X. Durrwell, O.SS.R., La Résurrection de Jésus, mystère de salut, Paris, 1954, 2º éd., pp. 432. Este libro, ya clásico, fue traducido al español por M. Rodríguez del Palacio, O.SS.R., desde la sexta edición francesa, y publicado por Herder, Barcelona, en 1962.

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