Publicado por El Blog de X. Pikaza
Hace tres días publiqué una versión "breve" del trabajo de Ariel Álvarez Valdés sobre la Muerte de San Pablo, tomada de la Revista Criterio (Buenos Aires).Viendo las críticas que le han hecho (poca seriedad, falta de argumentos...) he puesto en marcha a mis "agentes" para conseguir la versión larga, publicada como dije en Estudios Trinitarios, Salamanca, Verano del 2009. Hoy la "cuelgo" en el blog, por si algunos quieren disponer de más datos sobre el tema. Valoren, por favor, los datos de los Padres de la iglesia y de los teólogos modernos, con los argumentos históricos. Buen trabajo a los que quieren entrar en esta investigación de orfebrería (que es una hipótesis, no una tesis), que nos sitúa ante un riesgo grave de la iglesia y de toda sociedad: las rupturas internas, las envidias.
Un silencio inexplicable
Cuenta el libro de Los Hechos de los Apóstoles que, al final de su vida, San Pablo fue denunciado por los judíos y apresado en Jerusalén bajo el cargo de revoltoso y agitador social (Hch 21,27-40). Estuvo dos años preso en Palestina, y luego fue trasladado a Roma para ser juzgado por el emperador. Pero misteriosamente, al llegar a la capital del Imperio, el libro de Los Hechos termina de golpe y deja a los lectores sin saber qué pasó con Pablo.
Esto ha llamado la atención de los estudiosos, que siempre se han preguntado: ¿por qué Lucas termina tan bruscamente su obra? Al final, ¿Pablo fue juzgado por el emperador o no? ¿De qué lo acusaron? ¿Fue condenado a muerte o liberado? ¿Cómo lo mataron? Resulta sorprendente que el libro, después de dedicar tanto espacio a Pablo, no diga ni una palabra sobre esto, y deje esas preguntas flotando en el aire.
Muchos biblistas explican este silencio, diciendo que Lucas en su libro no pretendía hablar de Pablo, sino de cómo la Palabra de Dios se fue extendiendo por el mundo antiguo, partiendo desde Jerusalén, hasta llegar a Roma. Por eso, una vez que el mensaje del Evangelio llega a la capital del Imperio de la mano de Pablo, a Lucas ya no le interesa se-guir escribiendo su libro. Pudo darse por satisfecho y concluirlo ahí.
Probablemente eso sea cierto. Pero si Lucas contó en su libro el martirio de personajes menos importantes como Esteban (Hch 7,55-60), o Santiago (Hch 12,1-2), ¿por qué no quiso contar la muerte de Pablo?
Se trata de un misterio, que hoy parece estar aclarándose.
Aparece la espada
La alusión más antigua que existe al martirio de Pablo, es la que figura en la carta de un escritor llamado Clemente de Roma, del año 95, es decir, treinta años después de aquellos sucesos. En ella, Clemente dice: “Por la envidia y la rivalidad, Pablo mostró el galardón de la paciencia. Después de haber enseñado a todo el mundo la justicia, de haber llegado hasta los límite de occidente y de haber dado testimonio ante los príncipes, salió de este mundo y marchó al lugar santo, dejándonos el más grande ejemplo de paciencia”.
Vemos que Clemente, si bien afirma que Pablo fue condenado a muer-te, no dice dónde, cuándo, ni cómo lo mataron.
Hacia el año 170 un obispo de Corinto, llamado Dionisio, aporta el segundo testimonio: “(Pedro y Pablo) después de enseñar en Italia, sufrieron juntos el martirio”. Tampoco Dionisio da detalles sobre la muerte de Pablo. Sólo dice que murió junto con Pedro.
En el año 180 encontramos, por primera vez, la información que luego se convertirá en la tradición oficial de su muerte. Figura en un libro apócrifo, llamado Los Hechos de Pablo, y dice que a éste lo mató el emperador Nerón, en Roma, cortándole la cabeza.
A partir de aquí, la noticia será repetida casi sin variantes por todos los escritores posteriores: Tertuliano (hacia el año 200), el presbítero Gayo de Roma (en el 210), Orígenes (en el 250), Porfirio (en el 300), Eusebio de Cesarea (en el 312), Lactancio (en el 318), Sul-picio Severo (en el 400), San Jerónimo (en el 410), Orosio (en el 420).
Una leyenda posterior completa los datos diciendo que, cuando Pa-blo fue decapitado, su cabeza cayó al suelo y dio tres botes, y de cada uno de esos tres lugares brotó un manantial de agua. Por eso hoy el sitio es conocido como “Las tres fuentes”.
El condenado inocente
Pero ¿realmente a Pablo lo mató el emperador Nerón, debido a las denuncias presentadas contra él por los judíos de Jerusalén?
Según el libro de Los Hechos, cuando el apóstol estaba preso en Palestina, antes de ser trasladado a Roma, nadie lo creía realmente culpable. Ni el Sanedrín (Hch 23,9), ni el procurador romano Félix (Hch 24,22-23), ni su sucesor Porcio Festo (Hch 25,25), ni sus oficiales (Hch 26,31), ni el rey Agripa (Hch 26,32). Ninguna de las autoridades tomó en serio la acusación elevada contra él por los judíos, de agitador social y enemigo del emperador (Hch 28,18). Por lo tanto, todo hace pensar que no pudo haber prosperado ningún juicio contra él en Ro-ma.
Pero sí parece cierta la noticia de que murió en Roma. Porque aun-que Lucas no lo dice directamente, lo da a entender varias veces en su libro (Hch 20,25.29.38; 21,10-13).
Ahora bien, si Pablo murió en Roma, pero la acusación de los judíos de Jerusalén, de predicar el Evangelio, no debió de haber prosperado por no ser un delito contra el derecho romano, ¿por qué lo mataron?
Una nueva hipótesis se va abriendo paso entre los investigadores del cristianismo primitivo, y poco a poco va siendo aceptada por numerosos estudiosos, como O. Cullmann, R. Brown, J. Roloff, J. Meier, A. Fridrichsen, X. Pikaza, J. Comblin y G. Wills. Según esa nueva hipótesis, Pablo habría muerto debido a las denuncias de los mismos cristianos de Roma. Es decir, éstos no lo mataron directamente; pero lo denunciaron al emperador, como una forma de deshacerse de él. ¿Por qué? Por las rivalidades internas que había entre los diversos grupos de la ciudad.
Las exigencias de Moisés
Para entender esto hay que tener presente que Pablo pertenecía a una línea, dentro del cristianismo primitivo, que no se llevaba muy bien con las otras corrientes de pensamiento. Y a veces se hallaba directamente enfrentado con ellas.
¿Cuál era el centro del debate? Todo giraba en torno a la cuestión de qué hacer, ahora que había llegado el cristianismo, con las leyes judías. Algunos dirigentes cristianos opinaban que había que continuar cumpliéndolas. Pero otros (entre los que se encontraba Pablo) pensaban que la Ley de Moisés ya no era importante para la vida cristiana, y que la circuncisión no tenía ningún sentido para los creyentes en Cristo.
Esta diversidad de opiniones, aparentemente inofensivas, produjo un fuerte enfrentamiento en el interior de la joven Iglesia. Pronto se formaron dos grupos: a) los que pensaban que los cristianos debían seguir cumpliendo la Ley judía (llamados por eso “judeo-cristianos”); b) los que pensaban que la ley judía ya no tenía que seguir vigente para el cristianismo (llamados “pagano-cristianos”).
Pablo pertenecía a este segundo grupo. Y a causa de ello sufrió muchos ataques, persecuciones y denuncias de parte de los judeo-cristianos. Él mismo lo cuenta en sus cartas. Por ejemplo, al escribir a los cristianos de Corinto y enumerar los peligros que atravesó, coloca entre ellos “la amenaza de los falsos hermanos” (1 Cor 11,26). En otra carta, identifica a esos “falsos hermanos” con los cristianos del bando contrario, es decir, los que querían imponer la circuncisión (Gal 2,4).
Si esta división existía en varias comunidades cristianas, en la de Roma estaba mucho más marcada. Lo sabemos gracias a la carta que él escribió a los cristianos de Roma, unos años antes de su llegada.
Dura contienda entre hermanos
En ella, Pablo menciona la existencia de dos grupos contrapuestos. Uno, al que él llama los débiles, formado por los judeo-cristianos; y otro, al que denomina los fuertes, integrado por pagano-cristianos.
Los primeros estaban preocupados por la circuncisión, los alimentos impuros y el descanso del sábado; en cambio los otros no consideraban esos preceptos importantes. Para decirlo con palabras de Pablo: “Unos creen poder comer de todo, mientras los débiles sólo comen verduras; éstos dan preferencia a un día sobre otro, mientras aquéllos considera todos los días iguales” (Rm 14,2.5).
La división era tan fuerte, que los grupos se criticaban y despre-ciaban mutuamente. Había una guerra abierta y declarada entre ambos. Por eso Pablo en su carta intentó mediar y poner un poco de paz entre ellos, diciendo: “El que come de todo, no critique al que no come ciertas cosas; y el que no come ciertas cosas, que no desprecie al que come de todo, pues Dios lo acepta también a él” (Rm 14,3).
Tan tensa estaba la situación, que Pablo debió pedir varias veces que dejaran de atacarse: “Tú, ¿por qué criticas a tu hermano? Y tú, ¿por qué lo desprecias?” (Rm 14,10). “Dejen de juzgarse unos a otros, y propónganse no hacer nada que sea causa de tropiezo a su hermano, o que ponga en peligro su fe” (Rm 14,13). “Acéptense unos a otros, como Cristo los aceptó a ustedes” (Rm 15,7). “Y dejen de discutir” (Rm 14,1).
La llegada del propagador
Pero el problema era que Pablo ya había tomado partido de manera clara por uno de los dos bandos: “Yo sé bien, y estoy convencido, de que no hay nada impuro; pero si alguno piensa que una cosa es impura, será impura para él” (Rm 14,14). O sea que Pablo pertenecía abiertamente al grupo de los fuertes, de los que no consideraban necesario cumplir las leyes judías: “Nosotros los fuertes debemos sobrellevar las flaquezas de los débiles, y no buscar nuestro propio agrado” (Rm 15,1).
Ahora bien, podemos imaginar lo que habrá significado la llegada de Pablo a Roma, en medio de semejante polvorín, y con la situación conflictiva que reinaba entre las comunidades, especialmente cuando era de público conocimiento la postura que él había asumido. Pablo mismo sabía que muchos en la ciudad lo rechazaban y criticaban (Rm 3,7-8). Y aunque él con su carta había tratado de mediar y acercar las partes para mantenerlas unidas, también era cierto que sus convicciones sobre el tema de la ley judía eran muy firmes, y no estaba dispuesto a ceder.
Por lo tanto su arribo a la ciudad, aunque fuera como prisionero, debió de haber causado alarma entre los otros sectores cristianos, puesto que había llegado nada menos que el más grande representante y principal propagador de la postura anti-judía, es decir, del grupo de los fuertes.
Incendio apagado con sangre
Pablo, pues, cuando llegó a Roma, no debió de haber sido condenado a muerte por el tribunal del emperador, porque el delito del que se le acusaba no era sancionado con la pena capital. De modo que fue liberado, y pudo permanecer misionando durante un tiempo en Roma.
Pero entonces apareció en el escenario una circunstancia imprevis-ta: la persecución de Nerón contra los cristianos. Una noche de julio del año 64, estalló un incendio de vastas proporciones al oeste de la ciudad, que pronto se extendió a otros sectores. De los catorce barrios de Roma, tres fueron totalmente destruidos, siete resultaron gravemente dañados y sólo cuatro quedaron intactos. Pronto corrió el rumor de que había sido el propio emperador Nerón quien había ordenado el incendio, para reconstruir la ciudad con mayor fastuosidad. Pero éste culpó a los cristianos, y desató así una gran persecución contra ellos, en la cual murieron muchos seguidores de Jesús.
Según el historiador romano Tácito, en una obra escrita en el año 117, llamada Anales del Imperio Romano, cuando Nerón ordenó la persecu-ción en Roma capturó a algunos cristianos; pero éstos afirmaron no ser ellos los responsables del incendio, e informaron que otros habían sido. Es decir, delataron a sus propios hermanos en la fe.
Por su parte el escritor romano Plinio el Joven, en una carta en-viada al emperador Trajano hacia el año 112, cuenta que durante la per-secución los mismos cristianos se delataban unos a otros.
También el Evangelio de Mateo da a entender que, durante el con-flicto con los romanos, los cristianos se traicionaban mutuamente y se denunciaban a las autoridades (Mt 24,10).
Una muerte como todas
Estos testimonios revelan hasta qué punto los cristianos de Roma se hallaban divididos y duramente enfrentados.
Por lo tanto no resulta descabellado pensar que, durante la perse-cución ordenada por Nerón, el apóstol Pablo fuera denunciado por los cristianos del otro bando, y que terminara muriendo junto con la multi-tud de creyentes martirizados por el emperador.
Si esto es así, la muerte de Pablo no fue el acontecimiento heroico y solemne que todos imaginamos. No fue la ejecución de un ciudadano romano, que tuvo el privilegio de ser decapitado con la espada, ni su cabeza dio tres botes generando manantiales de agua. Esas leyendas piadosas, muy valiosas por su mensaje religioso, no deben con-fundirse con la realidad histórica, que debió de ser mucho más cruel y dura.
Pablo habría muerto junto a todos aquellos cristianos anónimos que cayeron en las redadas de Nerón. Pero no con la muerte majestuosa y es-pecial de alguien importante ejecutado de manera privilegiada. Su muer-te habría quedado sepultada en medio de esas terribles e ignotas muertes descritas por Tácito en las páginas de sus Anales.
Hipótesis con ventaja
La hipótesis de que Pablo murió en Roma como resultado de las lu-chas internas de la comunidad cristiana (es decir, de una manera poco edificante) es, quizás, la que mejor explica los diversos elementos que nos han llegado de la tradición. Así:
a) El silencio de Los Hechos sobre la muerte del apóstol. Lucas debió de haber sabido qué sucedió con Pablo. Y si silenció su muerte, fue quizás porque no se trató de un hecho ejemplar, sino un acontecimiento poco edificante para las comunidades cristianas. Por eso no lo contó.
2) El silencio de Los Hechos sobre la comunidad cristiana de Roma. Cuando Pablo llega prisionero a la capital del Imperio, Lucas nunca menciona su encuentro con los cristianos locales. Quizás porque sabía que las relaciones de Pablo con ellos no habían sido buenas.
3) La carta de Clemente de Roma. El testimonio más antiguo sobre la muerte de Pablo dice que ésta fue “debido a la envidia y las rivalidades”. La expresión sin duda alude a las controversias y divisiones que había en el seno de la Iglesia, no a la denuncia civil y política que habían presentado contra él los judíos de Jerusalén.
4) Los testimonios de Tácito y Plinio el Joven. Ambos coinciden en que, durante la persecución decretada por Nerón, los mismos cristianos se denunciaban y entregaban a las autoridades.
5) Las amargas quejas de Pablo sobre las divisiones que destroza-ban la comunidad de Roma. Los cristianos de la ciudad, sin duda, no estaban todos a favor de él.
6) La ausencia de una tradición sobre su martirio individual hasta casi un siglo y medio después de su muerte. Y la primera vez que apare-ce, es en un libro apócrifo (Los Hechos de Pablo), cuyo autor, un presbítero de Asia Menor, confesó poco después haberlo inventado.
7) El hecho de que, hasta el siglo III, la Iglesia de Roma no men-cione nunca que Pablo estuvo en Roma.
Que todos sean uno
Al parecer, Pablo no murió como consecuencia de las denuncias de los judíos de Jerusalén, ni decapitado como ciudadano romano, sino por la envidia de los cristianos de Roma, durante la persecución del emperador Nerón. Las rivalidades y celos internos de una comunidad, terminaron costando la vida del más grande apóstol de los gentiles.
Es que a la Iglesia siempre la han dañado más las peleas internas que los enemigos externos. Las luchas y divisiones entre cristianos, a lo largo de su historia, la han debilitado más que cualquier persecución de afuera, y las disputas intestinas por celos y envidias le han hecho perder más credibilidad que cualquier otra debilidad de su vida.
Por eso Jesús siempre predicó la unidad entre sus discípulos, a pesar de la diferencia de ideas (Mc 9,38-40). Y por eso san Pablo se preocupó, en todas sus cartas, de hermanar las posturas contrarias de las comunidades, sin eliminar ninguna (Rm 14,3).
Ése sigue siendo hoy el gran desafío de la Iglesia: lograr la tolerancia entre las diferentes corrientes internas. Aprender a convivir con quienes piensan diferente, sin pretender eliminarse unos a otros. Lamentablemente el espectáculo de denuncias, acusaciones, censuras y amonestaciones para acallar a ciertos sectores de la Iglesia, como si Dios sólo pudiera expresarme mediante una única voz, es una constante en la historia de la Iglesia.
Si Dios es infinito, ¿por qué no puede expresarse mediante diversas voces? Es la cuestión que la Iglesia debe algún día responder. Y cuando lo haga, habrá producido el milagro más asombroso. Porque el prodigio que la humanidad está esperando de la Iglesia, no es el de unificar el mensaje, sino a sus mensajeros, en una comunidad donde pueda prevalecer el amor más allá de las diferentes formas de pensar.
Un silencio inexplicable
Cuenta el libro de Los Hechos de los Apóstoles que, al final de su vida, San Pablo fue denunciado por los judíos y apresado en Jerusalén bajo el cargo de revoltoso y agitador social (Hch 21,27-40). Estuvo dos años preso en Palestina, y luego fue trasladado a Roma para ser juzgado por el emperador. Pero misteriosamente, al llegar a la capital del Imperio, el libro de Los Hechos termina de golpe y deja a los lectores sin saber qué pasó con Pablo.
Esto ha llamado la atención de los estudiosos, que siempre se han preguntado: ¿por qué Lucas termina tan bruscamente su obra? Al final, ¿Pablo fue juzgado por el emperador o no? ¿De qué lo acusaron? ¿Fue condenado a muerte o liberado? ¿Cómo lo mataron? Resulta sorprendente que el libro, después de dedicar tanto espacio a Pablo, no diga ni una palabra sobre esto, y deje esas preguntas flotando en el aire.
Muchos biblistas explican este silencio, diciendo que Lucas en su libro no pretendía hablar de Pablo, sino de cómo la Palabra de Dios se fue extendiendo por el mundo antiguo, partiendo desde Jerusalén, hasta llegar a Roma. Por eso, una vez que el mensaje del Evangelio llega a la capital del Imperio de la mano de Pablo, a Lucas ya no le interesa se-guir escribiendo su libro. Pudo darse por satisfecho y concluirlo ahí.
Probablemente eso sea cierto. Pero si Lucas contó en su libro el martirio de personajes menos importantes como Esteban (Hch 7,55-60), o Santiago (Hch 12,1-2), ¿por qué no quiso contar la muerte de Pablo?
Se trata de un misterio, que hoy parece estar aclarándose.
Aparece la espada
La alusión más antigua que existe al martirio de Pablo, es la que figura en la carta de un escritor llamado Clemente de Roma, del año 95, es decir, treinta años después de aquellos sucesos. En ella, Clemente dice: “Por la envidia y la rivalidad, Pablo mostró el galardón de la paciencia. Después de haber enseñado a todo el mundo la justicia, de haber llegado hasta los límite de occidente y de haber dado testimonio ante los príncipes, salió de este mundo y marchó al lugar santo, dejándonos el más grande ejemplo de paciencia”.
Vemos que Clemente, si bien afirma que Pablo fue condenado a muer-te, no dice dónde, cuándo, ni cómo lo mataron.
Hacia el año 170 un obispo de Corinto, llamado Dionisio, aporta el segundo testimonio: “(Pedro y Pablo) después de enseñar en Italia, sufrieron juntos el martirio”. Tampoco Dionisio da detalles sobre la muerte de Pablo. Sólo dice que murió junto con Pedro.
En el año 180 encontramos, por primera vez, la información que luego se convertirá en la tradición oficial de su muerte. Figura en un libro apócrifo, llamado Los Hechos de Pablo, y dice que a éste lo mató el emperador Nerón, en Roma, cortándole la cabeza.
A partir de aquí, la noticia será repetida casi sin variantes por todos los escritores posteriores: Tertuliano (hacia el año 200), el presbítero Gayo de Roma (en el 210), Orígenes (en el 250), Porfirio (en el 300), Eusebio de Cesarea (en el 312), Lactancio (en el 318), Sul-picio Severo (en el 400), San Jerónimo (en el 410), Orosio (en el 420).
Una leyenda posterior completa los datos diciendo que, cuando Pa-blo fue decapitado, su cabeza cayó al suelo y dio tres botes, y de cada uno de esos tres lugares brotó un manantial de agua. Por eso hoy el sitio es conocido como “Las tres fuentes”.
El condenado inocente
Pero ¿realmente a Pablo lo mató el emperador Nerón, debido a las denuncias presentadas contra él por los judíos de Jerusalén?
Según el libro de Los Hechos, cuando el apóstol estaba preso en Palestina, antes de ser trasladado a Roma, nadie lo creía realmente culpable. Ni el Sanedrín (Hch 23,9), ni el procurador romano Félix (Hch 24,22-23), ni su sucesor Porcio Festo (Hch 25,25), ni sus oficiales (Hch 26,31), ni el rey Agripa (Hch 26,32). Ninguna de las autoridades tomó en serio la acusación elevada contra él por los judíos, de agitador social y enemigo del emperador (Hch 28,18). Por lo tanto, todo hace pensar que no pudo haber prosperado ningún juicio contra él en Ro-ma.
Pero sí parece cierta la noticia de que murió en Roma. Porque aun-que Lucas no lo dice directamente, lo da a entender varias veces en su libro (Hch 20,25.29.38; 21,10-13).
Ahora bien, si Pablo murió en Roma, pero la acusación de los judíos de Jerusalén, de predicar el Evangelio, no debió de haber prosperado por no ser un delito contra el derecho romano, ¿por qué lo mataron?
Una nueva hipótesis se va abriendo paso entre los investigadores del cristianismo primitivo, y poco a poco va siendo aceptada por numerosos estudiosos, como O. Cullmann, R. Brown, J. Roloff, J. Meier, A. Fridrichsen, X. Pikaza, J. Comblin y G. Wills. Según esa nueva hipótesis, Pablo habría muerto debido a las denuncias de los mismos cristianos de Roma. Es decir, éstos no lo mataron directamente; pero lo denunciaron al emperador, como una forma de deshacerse de él. ¿Por qué? Por las rivalidades internas que había entre los diversos grupos de la ciudad.
Las exigencias de Moisés
Para entender esto hay que tener presente que Pablo pertenecía a una línea, dentro del cristianismo primitivo, que no se llevaba muy bien con las otras corrientes de pensamiento. Y a veces se hallaba directamente enfrentado con ellas.
¿Cuál era el centro del debate? Todo giraba en torno a la cuestión de qué hacer, ahora que había llegado el cristianismo, con las leyes judías. Algunos dirigentes cristianos opinaban que había que continuar cumpliéndolas. Pero otros (entre los que se encontraba Pablo) pensaban que la Ley de Moisés ya no era importante para la vida cristiana, y que la circuncisión no tenía ningún sentido para los creyentes en Cristo.
Esta diversidad de opiniones, aparentemente inofensivas, produjo un fuerte enfrentamiento en el interior de la joven Iglesia. Pronto se formaron dos grupos: a) los que pensaban que los cristianos debían seguir cumpliendo la Ley judía (llamados por eso “judeo-cristianos”); b) los que pensaban que la ley judía ya no tenía que seguir vigente para el cristianismo (llamados “pagano-cristianos”).
Pablo pertenecía a este segundo grupo. Y a causa de ello sufrió muchos ataques, persecuciones y denuncias de parte de los judeo-cristianos. Él mismo lo cuenta en sus cartas. Por ejemplo, al escribir a los cristianos de Corinto y enumerar los peligros que atravesó, coloca entre ellos “la amenaza de los falsos hermanos” (1 Cor 11,26). En otra carta, identifica a esos “falsos hermanos” con los cristianos del bando contrario, es decir, los que querían imponer la circuncisión (Gal 2,4).
Si esta división existía en varias comunidades cristianas, en la de Roma estaba mucho más marcada. Lo sabemos gracias a la carta que él escribió a los cristianos de Roma, unos años antes de su llegada.
Dura contienda entre hermanos
En ella, Pablo menciona la existencia de dos grupos contrapuestos. Uno, al que él llama los débiles, formado por los judeo-cristianos; y otro, al que denomina los fuertes, integrado por pagano-cristianos.
Los primeros estaban preocupados por la circuncisión, los alimentos impuros y el descanso del sábado; en cambio los otros no consideraban esos preceptos importantes. Para decirlo con palabras de Pablo: “Unos creen poder comer de todo, mientras los débiles sólo comen verduras; éstos dan preferencia a un día sobre otro, mientras aquéllos considera todos los días iguales” (Rm 14,2.5).
La división era tan fuerte, que los grupos se criticaban y despre-ciaban mutuamente. Había una guerra abierta y declarada entre ambos. Por eso Pablo en su carta intentó mediar y poner un poco de paz entre ellos, diciendo: “El que come de todo, no critique al que no come ciertas cosas; y el que no come ciertas cosas, que no desprecie al que come de todo, pues Dios lo acepta también a él” (Rm 14,3).
Tan tensa estaba la situación, que Pablo debió pedir varias veces que dejaran de atacarse: “Tú, ¿por qué criticas a tu hermano? Y tú, ¿por qué lo desprecias?” (Rm 14,10). “Dejen de juzgarse unos a otros, y propónganse no hacer nada que sea causa de tropiezo a su hermano, o que ponga en peligro su fe” (Rm 14,13). “Acéptense unos a otros, como Cristo los aceptó a ustedes” (Rm 15,7). “Y dejen de discutir” (Rm 14,1).
La llegada del propagador
Pero el problema era que Pablo ya había tomado partido de manera clara por uno de los dos bandos: “Yo sé bien, y estoy convencido, de que no hay nada impuro; pero si alguno piensa que una cosa es impura, será impura para él” (Rm 14,14). O sea que Pablo pertenecía abiertamente al grupo de los fuertes, de los que no consideraban necesario cumplir las leyes judías: “Nosotros los fuertes debemos sobrellevar las flaquezas de los débiles, y no buscar nuestro propio agrado” (Rm 15,1).
Ahora bien, podemos imaginar lo que habrá significado la llegada de Pablo a Roma, en medio de semejante polvorín, y con la situación conflictiva que reinaba entre las comunidades, especialmente cuando era de público conocimiento la postura que él había asumido. Pablo mismo sabía que muchos en la ciudad lo rechazaban y criticaban (Rm 3,7-8). Y aunque él con su carta había tratado de mediar y acercar las partes para mantenerlas unidas, también era cierto que sus convicciones sobre el tema de la ley judía eran muy firmes, y no estaba dispuesto a ceder.
Por lo tanto su arribo a la ciudad, aunque fuera como prisionero, debió de haber causado alarma entre los otros sectores cristianos, puesto que había llegado nada menos que el más grande representante y principal propagador de la postura anti-judía, es decir, del grupo de los fuertes.
Incendio apagado con sangre
Pablo, pues, cuando llegó a Roma, no debió de haber sido condenado a muerte por el tribunal del emperador, porque el delito del que se le acusaba no era sancionado con la pena capital. De modo que fue liberado, y pudo permanecer misionando durante un tiempo en Roma.
Pero entonces apareció en el escenario una circunstancia imprevis-ta: la persecución de Nerón contra los cristianos. Una noche de julio del año 64, estalló un incendio de vastas proporciones al oeste de la ciudad, que pronto se extendió a otros sectores. De los catorce barrios de Roma, tres fueron totalmente destruidos, siete resultaron gravemente dañados y sólo cuatro quedaron intactos. Pronto corrió el rumor de que había sido el propio emperador Nerón quien había ordenado el incendio, para reconstruir la ciudad con mayor fastuosidad. Pero éste culpó a los cristianos, y desató así una gran persecución contra ellos, en la cual murieron muchos seguidores de Jesús.
Según el historiador romano Tácito, en una obra escrita en el año 117, llamada Anales del Imperio Romano, cuando Nerón ordenó la persecu-ción en Roma capturó a algunos cristianos; pero éstos afirmaron no ser ellos los responsables del incendio, e informaron que otros habían sido. Es decir, delataron a sus propios hermanos en la fe.
Por su parte el escritor romano Plinio el Joven, en una carta en-viada al emperador Trajano hacia el año 112, cuenta que durante la per-secución los mismos cristianos se delataban unos a otros.
También el Evangelio de Mateo da a entender que, durante el con-flicto con los romanos, los cristianos se traicionaban mutuamente y se denunciaban a las autoridades (Mt 24,10).
Una muerte como todas
Estos testimonios revelan hasta qué punto los cristianos de Roma se hallaban divididos y duramente enfrentados.
Por lo tanto no resulta descabellado pensar que, durante la perse-cución ordenada por Nerón, el apóstol Pablo fuera denunciado por los cristianos del otro bando, y que terminara muriendo junto con la multi-tud de creyentes martirizados por el emperador.
Si esto es así, la muerte de Pablo no fue el acontecimiento heroico y solemne que todos imaginamos. No fue la ejecución de un ciudadano romano, que tuvo el privilegio de ser decapitado con la espada, ni su cabeza dio tres botes generando manantiales de agua. Esas leyendas piadosas, muy valiosas por su mensaje religioso, no deben con-fundirse con la realidad histórica, que debió de ser mucho más cruel y dura.
Pablo habría muerto junto a todos aquellos cristianos anónimos que cayeron en las redadas de Nerón. Pero no con la muerte majestuosa y es-pecial de alguien importante ejecutado de manera privilegiada. Su muer-te habría quedado sepultada en medio de esas terribles e ignotas muertes descritas por Tácito en las páginas de sus Anales.
Hipótesis con ventaja
La hipótesis de que Pablo murió en Roma como resultado de las lu-chas internas de la comunidad cristiana (es decir, de una manera poco edificante) es, quizás, la que mejor explica los diversos elementos que nos han llegado de la tradición. Así:
a) El silencio de Los Hechos sobre la muerte del apóstol. Lucas debió de haber sabido qué sucedió con Pablo. Y si silenció su muerte, fue quizás porque no se trató de un hecho ejemplar, sino un acontecimiento poco edificante para las comunidades cristianas. Por eso no lo contó.
2) El silencio de Los Hechos sobre la comunidad cristiana de Roma. Cuando Pablo llega prisionero a la capital del Imperio, Lucas nunca menciona su encuentro con los cristianos locales. Quizás porque sabía que las relaciones de Pablo con ellos no habían sido buenas.
3) La carta de Clemente de Roma. El testimonio más antiguo sobre la muerte de Pablo dice que ésta fue “debido a la envidia y las rivalidades”. La expresión sin duda alude a las controversias y divisiones que había en el seno de la Iglesia, no a la denuncia civil y política que habían presentado contra él los judíos de Jerusalén.
4) Los testimonios de Tácito y Plinio el Joven. Ambos coinciden en que, durante la persecución decretada por Nerón, los mismos cristianos se denunciaban y entregaban a las autoridades.
5) Las amargas quejas de Pablo sobre las divisiones que destroza-ban la comunidad de Roma. Los cristianos de la ciudad, sin duda, no estaban todos a favor de él.
6) La ausencia de una tradición sobre su martirio individual hasta casi un siglo y medio después de su muerte. Y la primera vez que apare-ce, es en un libro apócrifo (Los Hechos de Pablo), cuyo autor, un presbítero de Asia Menor, confesó poco después haberlo inventado.
7) El hecho de que, hasta el siglo III, la Iglesia de Roma no men-cione nunca que Pablo estuvo en Roma.
Que todos sean uno
Al parecer, Pablo no murió como consecuencia de las denuncias de los judíos de Jerusalén, ni decapitado como ciudadano romano, sino por la envidia de los cristianos de Roma, durante la persecución del emperador Nerón. Las rivalidades y celos internos de una comunidad, terminaron costando la vida del más grande apóstol de los gentiles.
Es que a la Iglesia siempre la han dañado más las peleas internas que los enemigos externos. Las luchas y divisiones entre cristianos, a lo largo de su historia, la han debilitado más que cualquier persecución de afuera, y las disputas intestinas por celos y envidias le han hecho perder más credibilidad que cualquier otra debilidad de su vida.
Por eso Jesús siempre predicó la unidad entre sus discípulos, a pesar de la diferencia de ideas (Mc 9,38-40). Y por eso san Pablo se preocupó, en todas sus cartas, de hermanar las posturas contrarias de las comunidades, sin eliminar ninguna (Rm 14,3).
Ése sigue siendo hoy el gran desafío de la Iglesia: lograr la tolerancia entre las diferentes corrientes internas. Aprender a convivir con quienes piensan diferente, sin pretender eliminarse unos a otros. Lamentablemente el espectáculo de denuncias, acusaciones, censuras y amonestaciones para acallar a ciertos sectores de la Iglesia, como si Dios sólo pudiera expresarme mediante una única voz, es una constante en la historia de la Iglesia.
Si Dios es infinito, ¿por qué no puede expresarse mediante diversas voces? Es la cuestión que la Iglesia debe algún día responder. Y cuando lo haga, habrá producido el milagro más asombroso. Porque el prodigio que la humanidad está esperando de la Iglesia, no es el de unificar el mensaje, sino a sus mensajeros, en una comunidad donde pueda prevalecer el amor más allá de las diferentes formas de pensar.
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