Por Jose Antonio Pagola
Probablemente, lo primero que cautiva en Jesús a quien se acerca por vez primera a su persona es su sensibilidad ante el sufrimiento humano y su acogida a todo el que vive excluido de una vida digna, sana y dichosa. Creyentes y agnósticos lo han reconocido diciendo que Jesús es «el místico de los ojos abiertos», «el hombre de Dios, amigo de delincuentes y prostitutas», «el Profeta de la compasión», «el Enviado de Dios que vivió en malas compañías». El evangelista Lucas pone en labios de Jesús estas palabras: «Yo he venido a buscar y sanar a los que se están echando a perder».
Lo primero que hemos de destacar es su sensibilidad ante la persona doliente. Las fuentes más auténticas emplean, una y otra vez, una expresión que lo dice todo: al ver a alguien sufriendo, a Jesús «le temblaban las entrañas». Hacía suyo el dolor de los demás. Le dolía a él. No podía pasar de largo ante aquellos enfermos y enfermas que encontraba tirados por los caminos de Galilea: ciegos, paralíticos, sordomudos, desquiciados… Abandonados a su suerte, excluidos de una vida plena, estigmatizados con frecuencia por la sociedad y por la religión del Templo, arrastrando muchos de ellos una vida de mendicidad que roza la miseria y el hambre, este sector constituye el colectivo más necesitado y desvalido de Galilea, pero ¿están abandonados por Dios o tienen un lugar privilegiado en su corazón? El dato histórico es innegable: Jesús se dedica a ellos antes que a nadie; ellos son los primeros que han de experimentar en su carne que Dios es Amigo de la vida.
Jesús se acerca a ellos buscando siempre el contacto personal. La gente acude a él, no en busca de remedios o recetas, sino para encontrarse con él. Lo importante es él, la fuerza curadora que irradia su persona. Lo primero que hace Jesús es despertar en ellos la confianza en un Dios bueno que parece haberles olvidado: «¿Quieres curarte?», «Ábrete», «No tengas miedo», «Ten fe». Aquellos hombres y mujeres ya no se sienten solos. Acompañados y sostenidos por Jesús, comienzan a abrirse a una vida que los regenera desde dentro. Jesús multiplica sus gestos. A veces los «agarra» para expresarles su cercanía y transmitirles su fuerza; otras veces, «extiende sus manos sobre ellos» para envolverlos con su ternura; casi siempre los «bendice» para que no se sientan malditos ante nadie.
Lo que más sorprende es que Jesús acoge sin excluir a nadie, ni siquiera a los leprosos que viven marginados por la sociedad y la religión. Con ellos actúa siempre de la misma manera: «extiende su mano y los toca». Su gesto es intencionado y provocativo. Jesús quiere romper los prejuicios y las barreras que los excluyen de la convivencia. Su llamada es clara. Hay que construir la sociedad de otra manera: los «impuros» pueden ser tocados, los «excluidos» han de ser acogidos. No hemos de mirarlos con miedo sino con amor acogedor. Como los mira Dios.
Lo que más escandalizaba era su amistad con delincuentes, pecadores y gentes de moralidad dudosa. Irritaba su costumbre de comer con ellos compartiendo la misma mesa. Nunca se había visto cosa igual. ¿Cómo puede un hombre de Dios aceptarlos como amigos? Ningún profeta de Israel había actuado así. Pronto reaccionaron contra él. Primero fue la sorpresa: «¿Qué? ¿Es que come con recaudadores y pecadores?». Luego, las acusaciones y el rechazo: «Ahí tenéis un comilón y borracho, amigo de pecadores». Pero Jesús insistía: «Dios hace salir su sol sobre buenos y malos; manda la lluvia sobre justos e injustos». Dios no es propiedad de los buenos. Su amor está abierto a todos. Dios no discrimina ni excomulga a nadie. Su proyecto de sociedad es claro: no a la exclusión, el rechazo o la marginación; sí a la acogida, la amistad solidaria y la comunión.
Jesús no se echó nunca atrás ante las acusaciones. Su mesa siguió abierta a todos. Se defendió de los ataques descubriendo el contenido terapéutico de su actuación: «No necesitan de médico los sanos sino los enfermos». No se acerca a estas gentes de mala fama como moralista, sino como amigo. No los mira como culpables sino como víctimas. Les ofrece su confianza y amistad, los libera de la vergüenza y la humillación, los rescata de la exclusión. Los acoge como amigos y amigas. Poco a poco, se despierta en ellos la dignidad. Por vez primera se sienten acogidos por un hombre de Dios. Su acogida amistosa los va curando por dentro. No son tan merecedores del rechazo social. Su vida puede cambiar. Con Jesús todo es posible. Con su acogida amistosa, Jesús no está justificando el pecado, la corrupción o la prostitución. Está rompiendo el círculo diabólico de la discriminación para abrir un espacio nuevo y acogedor donde estas personas rechazadas por todos puedan abrirse a la convivencia social y a Dios.
En el colectivo de pecadores se encuentran las prostitutas, un grupo de mujeres especialmente despreciadas como fuente de perdición para el varón. Jesús las amó y defendió con firmeza su dignidad. Las prostitutas que Jesús conoció no trabajan en pequeños burdeles regidos por esclavos en ciudades como Tiberíades, Séforis o Jerusalén. Son prostitutas de pueblo, casi siempre mujeres repudiadas, viudas empobrecidas o jóvenes violadas. Al parecer, son éstas mujeres que buscan clientes en las fiestas y banquetes de las aldeas, las que pronto se acercaron a las comidas y cenas que se hacían en el entorno de Jesús.
Lucas nos describe una escena conmovedora en la que Jesús defiende a una prostituta frente al fariseo Simón que lo ha invitado a comer. Al final del banquete, una prostituta de la localidad se acerca a Jesús llorando. No dice nada. Está conmovida. No sabe cómo expresar su alegría y su agradecimiento a quien las defiende tanto. Sus lágrimas riegan los pies de Jesús. Y ella, con su cabellera, se los va secando, mientras los besa una y otra vez, y los unge con perfume. El fariseo Simón se irrita: sólo ve en ella los gestos ambiguos de una mujer desvergonzada que sólo sabe soltarse el cabello, besar, acariciar y seducir con sus perfumes. Jesús reacciona reprobando su actitud. Él sólo ve en aquella mujer su amor y su agradecimiento: «Mucho se le debe haber perdonado, pues es mucho el amor y la gratitud que está mostrando» (Lucas, 7, 47).
Una tradición evangélica ha conservado una frase de Jesús que expresa con fuerza su defensa de los colectivos más despreciados por los sectores religiosos de Israel: «En verdad, yo os digo que los recaudadores y las prostitutas entran antes que vosotros al reino de Dios» (Mateo 21,31).
Lo primero que hemos de destacar es su sensibilidad ante la persona doliente. Las fuentes más auténticas emplean, una y otra vez, una expresión que lo dice todo: al ver a alguien sufriendo, a Jesús «le temblaban las entrañas». Hacía suyo el dolor de los demás. Le dolía a él. No podía pasar de largo ante aquellos enfermos y enfermas que encontraba tirados por los caminos de Galilea: ciegos, paralíticos, sordomudos, desquiciados… Abandonados a su suerte, excluidos de una vida plena, estigmatizados con frecuencia por la sociedad y por la religión del Templo, arrastrando muchos de ellos una vida de mendicidad que roza la miseria y el hambre, este sector constituye el colectivo más necesitado y desvalido de Galilea, pero ¿están abandonados por Dios o tienen un lugar privilegiado en su corazón? El dato histórico es innegable: Jesús se dedica a ellos antes que a nadie; ellos son los primeros que han de experimentar en su carne que Dios es Amigo de la vida.
Jesús se acerca a ellos buscando siempre el contacto personal. La gente acude a él, no en busca de remedios o recetas, sino para encontrarse con él. Lo importante es él, la fuerza curadora que irradia su persona. Lo primero que hace Jesús es despertar en ellos la confianza en un Dios bueno que parece haberles olvidado: «¿Quieres curarte?», «Ábrete», «No tengas miedo», «Ten fe». Aquellos hombres y mujeres ya no se sienten solos. Acompañados y sostenidos por Jesús, comienzan a abrirse a una vida que los regenera desde dentro. Jesús multiplica sus gestos. A veces los «agarra» para expresarles su cercanía y transmitirles su fuerza; otras veces, «extiende sus manos sobre ellos» para envolverlos con su ternura; casi siempre los «bendice» para que no se sientan malditos ante nadie.
Lo que más sorprende es que Jesús acoge sin excluir a nadie, ni siquiera a los leprosos que viven marginados por la sociedad y la religión. Con ellos actúa siempre de la misma manera: «extiende su mano y los toca». Su gesto es intencionado y provocativo. Jesús quiere romper los prejuicios y las barreras que los excluyen de la convivencia. Su llamada es clara. Hay que construir la sociedad de otra manera: los «impuros» pueden ser tocados, los «excluidos» han de ser acogidos. No hemos de mirarlos con miedo sino con amor acogedor. Como los mira Dios.
Lo que más escandalizaba era su amistad con delincuentes, pecadores y gentes de moralidad dudosa. Irritaba su costumbre de comer con ellos compartiendo la misma mesa. Nunca se había visto cosa igual. ¿Cómo puede un hombre de Dios aceptarlos como amigos? Ningún profeta de Israel había actuado así. Pronto reaccionaron contra él. Primero fue la sorpresa: «¿Qué? ¿Es que come con recaudadores y pecadores?». Luego, las acusaciones y el rechazo: «Ahí tenéis un comilón y borracho, amigo de pecadores». Pero Jesús insistía: «Dios hace salir su sol sobre buenos y malos; manda la lluvia sobre justos e injustos». Dios no es propiedad de los buenos. Su amor está abierto a todos. Dios no discrimina ni excomulga a nadie. Su proyecto de sociedad es claro: no a la exclusión, el rechazo o la marginación; sí a la acogida, la amistad solidaria y la comunión.
Jesús no se echó nunca atrás ante las acusaciones. Su mesa siguió abierta a todos. Se defendió de los ataques descubriendo el contenido terapéutico de su actuación: «No necesitan de médico los sanos sino los enfermos». No se acerca a estas gentes de mala fama como moralista, sino como amigo. No los mira como culpables sino como víctimas. Les ofrece su confianza y amistad, los libera de la vergüenza y la humillación, los rescata de la exclusión. Los acoge como amigos y amigas. Poco a poco, se despierta en ellos la dignidad. Por vez primera se sienten acogidos por un hombre de Dios. Su acogida amistosa los va curando por dentro. No son tan merecedores del rechazo social. Su vida puede cambiar. Con Jesús todo es posible. Con su acogida amistosa, Jesús no está justificando el pecado, la corrupción o la prostitución. Está rompiendo el círculo diabólico de la discriminación para abrir un espacio nuevo y acogedor donde estas personas rechazadas por todos puedan abrirse a la convivencia social y a Dios.
En el colectivo de pecadores se encuentran las prostitutas, un grupo de mujeres especialmente despreciadas como fuente de perdición para el varón. Jesús las amó y defendió con firmeza su dignidad. Las prostitutas que Jesús conoció no trabajan en pequeños burdeles regidos por esclavos en ciudades como Tiberíades, Séforis o Jerusalén. Son prostitutas de pueblo, casi siempre mujeres repudiadas, viudas empobrecidas o jóvenes violadas. Al parecer, son éstas mujeres que buscan clientes en las fiestas y banquetes de las aldeas, las que pronto se acercaron a las comidas y cenas que se hacían en el entorno de Jesús.
Lucas nos describe una escena conmovedora en la que Jesús defiende a una prostituta frente al fariseo Simón que lo ha invitado a comer. Al final del banquete, una prostituta de la localidad se acerca a Jesús llorando. No dice nada. Está conmovida. No sabe cómo expresar su alegría y su agradecimiento a quien las defiende tanto. Sus lágrimas riegan los pies de Jesús. Y ella, con su cabellera, se los va secando, mientras los besa una y otra vez, y los unge con perfume. El fariseo Simón se irrita: sólo ve en ella los gestos ambiguos de una mujer desvergonzada que sólo sabe soltarse el cabello, besar, acariciar y seducir con sus perfumes. Jesús reacciona reprobando su actitud. Él sólo ve en aquella mujer su amor y su agradecimiento: «Mucho se le debe haber perdonado, pues es mucho el amor y la gratitud que está mostrando» (Lucas, 7, 47).
Una tradición evangélica ha conservado una frase de Jesús que expresa con fuerza su defensa de los colectivos más despreciados por los sectores religiosos de Israel: «En verdad, yo os digo que los recaudadores y las prostitutas entran antes que vosotros al reino de Dios» (Mateo 21,31).
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