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viernes, 18 de junio de 2010

DÉJATE REPOSAR EN LA PRESENCIA, EN LA VIDA


Domingo XI del TO (Lucas 9,18-24) - Ciclo C
Por Enrique Martínez Lozano

La pregunta de Jesús –que Lucas presenta en un contexto de oración- es susceptible de diferentes respuestas. Para la mayoría de la gente, es un “profeta”; para los discípulos, el “Mesías” –lo más grande que un judío podía decir de un ser humano-; pero la respuesta “definitiva” –probablemente la que Jesús estaba asumiendo y viviendo en su oración- es la que dará Dios mismo en el relato de la transfiguración, que se narra a continuación: Jesús es el “Hijo amado” (9,35).

Me parece importante notar que aquella cuestión no pierde nunca actualidad para los creyentes en Jesús: “Y vosotros, ¿quién decís que soy?”. Es una pregunta para la que no valen tópicos (“un profeta”) ni respuestas aprendidas (aunque sean dogmáticamente impecables), porque remite a la vivencia personal y única de cada cual. ¿Quién es Jesús para mí? Tampoco vale responder ¿quién me gustaría que fuese?, ni siquiera ¿quién pienso que es? ¿Quién es hoy –qué “peso” tiene realmente- en mi vida?

La respuesta dependerá de muchos factores, fundamentalmente del nivel de conciencia en el que la persona se encuentre.

§ Para el creyente que se halle en un nivel mágico-mítico de conciencia, Jesús será el “salvador celeste” que, viniendo a este mundo y muriendo en la cruz por culpa de nuestros pecados, nos abre las puertas del cielo.

§ Para el creyente identificado con las “creencias”, Jesús será, literalmente, lo que de él dicen los dogmas cristológicos.

§ Para el que se encuentre en un nivel “racional” (o “existencial”) de conciencia, Jesús será el “hombre realizado”, en quien se ha revelado la Divinidad.

§ En una perspectiva transpersonal, Jesús es visto en la no-separación (no-dualidad) de todo, como Manifestación del Misterio de lo que es y Expresión de lo que somos.

En ese sentido, la respuesta de los discípulos se halla aún en un nivel egoico: “Mesías” es un título de un ser percibido como separado. “Hijo de Dios”, sin embargo, o “Dios” –aunque también puede leerse desde la creencia- apunta a la identidad más honda de Jesús y de todos nosotros. Porque no somos el yo particular que creemos ser, sino la Conciencia que en él se expresa.

Tras las preguntas, el autor pone en labios de Jesús el primer anuncio de su pasión. Se trata, obviamente, de un vaticinio “ex eventu”, es decir, un anuncio que se plasma por escrito después de que los hechos ya habían ocurrido. Eso no significa que Jesús no viera venir su muerte –contaba con datos más que suficientes para ello-, sino que el modo de narrarlo deja entrever que quien lo escribe, conocía ya lo sucedido.

Y la escena se cierra con unas palabras de sabiduría: “El que quiera seguirme, que se niegue a sí mismo, cargue con su cruz cada día y se venga conmigo. Porque el que quiera salvar su vida, la perderá; pero el que pierda su vida por mi causa, la salvará”.

De entrada, se advierte que Lucas –que sigue la narración de Marcos- introduce un elemento propio, al añadir la expresión “cada día”. Es un detalle que nos hace ver, probablemente, la distinta sensibilidad de cada autor.

Pero, más allá de estas cuestiones menores, ¿cuál es el significado de esas palabras? Una lectura superficial de las mismas –más todavía cuando fueron leídas desde una mentalidad dolorista- presentó al cristianismo como la religión que preconizaba, hasta sublimarlo, el dolor y la negación propia. Como si fuera el propio dolor el que, por sí mismo, reportara lo más valioso a quien se mortificaba. En consecuencia, la cruz ocupó el primer plano y todo se tiñó de negro.

Pero Jesús ni buscaba el dolor ni negaba la vida. Sus palabras no son una exaltación del sufrimiento, sino que expresan una gran sabiduría: Buscan “despertar” a la persona para que pueda percibir la actitud acertada ante la vida.

“Negar la vida” –el griego original no dice “bios” ni “zoos”, sino “psyché”: yo psicológico- no es otra cosa que no reducirse al yo superficial o ego. Se trata de negar la “ilusión del yo”, para acceder a la Vida, que es nuestra verdadera identidad. Porque sólo cuando nos desidentificamos del yo, tomamos conciencia de la Vida que somos. Ésa es la Vida de que habla el evangelio, la misma Vida que vivió Jesús, con la que estaba él mismo identificado (“Yo soy la Vida”) y la que buscaba despertar en nosotros.

Podemos verlo más claramente, cuando leemos en el original: “El que ama su alma [psyché] la pierde; el que odia su alma [psyché] en este mundo, la guardará para la vida [zôén] eterna”. “Alma” (psyché) sería equivalente a “ego”.

Con ello, parece claro que –como ha escrito Roberto Pla-, para Jesús, “la vida en la que reside nuestra conciencia cotidiana y que llamamos vida, no es vida, sino muerte. La vida es la «vida eterna», originada en el Padre” (R. PLA, El hombre, templo de Dios vivo. Exégesis oculta de la religión de Cristo, a partir de comentarios al evangelio según Tomás, Sirio, Málaga 1990, p.748).

Nuestra tarea consistiría en “pasar de la muerte a la vida”: a eso es a lo que invitan las palabras de Jesús.

El texto habla de “renunciar a sí mismo”. El modo más sencillo de traducirlo parece ser éste: “deja de vivir para tu yo”, “no gires en torno a tu ego”, porque ese modo de vida te aprisionará cada vez más, y tu vida será vacía y estéril. Dicho en positivo, es una invitación a ir más allá del ego y descubrir nuestra verdadera identidad, aquella “identidad compartida”, en la que el propio Jesús se hallaba. Por eso –y a pesar de lo mal que se ha presentado en ocasiones-, estamos ante una buena noticia: ¡Despierta!, ¡reconoce quien eres!

En síntesis, morir (renunciar) a sí mismo es morir a la sensación de identidad separada o independiente del yo, dejar de percibirte a ti mismo como el “yo individual” que tu mente cree que eres. Ese es, justamente, el modo de encontrarse. Como decía Jean Klein, “acostúmbrate al hecho de morir y sabrás lo que es la vida”.

Con todo ello, lo que está en juego –dice el texto- es nada menos que “salvar la vida”. ¿Qué es salvar la vida? ¿Cómo se logra? Para quien se halla identificado con el yo, la respuesta no puede ser otra que la de vivir para él.

Lo que ocurre es que el destino del yo es la muerte: vivir para el yo equivale a perder la vida. Por el contrario, quien empieza a descubrir su verdadera identidad, ya está muriendo a su yo, porque ha descubierto que es “otra cosa”: la Vida que no muere. Y, a partir de esta nueva percepción, toda la visión se modifica.

Se niega la identificación con el yo “por mí y por la buena noticia”, es decir, porque hemos empezado a ver lo que el propio Jesús veía, y que le llevaba a hacer de toda su vida una “buena noticia”. Este planteamiento no tiene nada de “alienante”, ni siquiera de heterónomo, como si hubiéramos de buscar, “fuera” de nosotros, el patrón de lo que debemos ser.

En la perspectiva no-dual, no existe nada separado de nada. Por eso, cuando se accede a la visión, la “causa de Jesús” es nuestra misma causa, “su” buena noticia es la buena noticia de la totalidad.

¿Cómo avanzar en la dirección a la que apuntan las palabras sabias de Jesús? Aunque haya que hacer un trabajo de integración psicológica –en ese admirable proceso de integración y trascendencia que es la evolución-, no hagas del “yo” el centro de tu existencia ni de tu identidad.

No te estés buscando a ti mismo/a como “yo”, tampoco luches contra él: ambas cosas no logran sino fortalecer la estructura egoica y mantenernos reducidos en ella, “perdiendo la Vida”. Basta que sepas que el yo es sólo una ficción o, como decía Einstein, “una ilusión óptica de la Conciencia”.

Cesa de buscarte como “yo” y déjate reposar en el Silencio, en la Conciencia que anima todo lo que es. Lo que entonces queda es pura Atención, pura Conciencia, desnudo Estar, Plenitud, Presencia…, la Vida de la que habla Jesús y a la que se refieren los místicos.

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