Las personas, todas las personas, tenemos nuestras ideas, nuestras formas de pensar, nuestros principios sobre lo que nos parece que está bien y que está mal. Con esas ideas y esa forma de pensar vivimos, nos relacionamos, juzgamos lo que sucede a nuestro alrededor, etc. La mayoría de las veces no discutimos esas ideas preconcebidas, esos prejuicios. Así son las cosas y así deberán seguir siendo. No nos gusta el cambio. Preferimos las costumbres, seguir las tradiciones, hacer lo de siempre. Quizá porque así nos sentimos más seguros.
Pero, ¿y si el mundo fuera diferente de lo que nosotros pensamos que es? A Jesús le gustaba romper los esquemas a la gente que le escuchaba, hablarles de otras posibilidades, de otros comportamientos inesperados. El Reino se manifiesta, dice Jesús, no precisamente allí donde esperamos sino justo donde no lo esperamos.
Jesús y el “oficialmente” bueno
Basta con pensar que el diálogo de Jesús es con un maestro de la ley. Escriba o fariseo, da lo mismo. Era un especialista, un maestro del pueblo. Era uno “socialmente bueno”. Exactamente igual que mucha gente piensa de los sacerdotes actuales, que son mejores, que son santos, que están más cerca de Dios. Eso era lo que pensaba el pueblo de aquella época de los maestros de la ley. En esa perspectiva se entiende perfectamente el diálogo entre Jesús y el maestro de la ley. Hacen una disquisición teórica sobre lo que son los mandamientos principales. Llegan a una conclusión clara: para conseguir la vida –interesante señalar que el maestro de la ley se refiere a la vida “eterna” y Jesús habla sólo de la “vida”– hay que amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a uno mismo. Las ideas, los principios, están claras.
Pero el maestro de la ley hace otra pregunta y Jesús se aprovecha del hueco abierto en el pensamiento del maestro de la ley para contar una historia que romperá sus esquemas y los de muchos de sus oyentes. Porque en su historia el prójimo no es el necesitado sino el que se acerca a atender las heridas del necesitado. Porque en su historia aparecen un sacerdote y un levita –representantes oficiales de la religión y del culto en el Templo de Jerusalén– y quedan fatal. Tienen otras urgencias entre las que no entran atender las heridas de aquel pobre hombre tendido a la vera del camino.
Por último, aparece un samaritano, un despreciable samaritano, uno que no pertenecía al pueblo elegido, que era un pecador público, que no adoraba al Dios verdadero ni iba al Tempo. Y ése, precisamente ése, es el que se comporta como prójimo. Es el modelo a seguir. Es el que marca el camino. Como el samaritano, así tenemos que ser todos –dice Jesús– si queremos ser prójimos de nuestros hermanos y hermanas necesitados.
Más allá de los prejuicios
Jesús quiebra los prejuicios de sus oyentes y les invita a abrir los ojos: la bondad puede estar presente allí donde menos se la espera. Más allá de las apariencias y los prejuicios, cualquiera puede darnos una lección de lo que es comportarse como hermano o hermana, de lo que significa acercarse, hacerse próximo al otro, empatizar con él, escuchar y compartir sus dolores, sus penas, sus alegrías. Eso es vivir la fraternidad. Y la fraternidad no está limitada a los límites de la comunidad creyente ni de la Iglesia. La fraternidad es siempre fruto de la acción del Espíritu y el Espíritu es libre para actuar allá donde encuentra una buena voluntad, un corazón sincero y honesto (primera lectura).
Las lecturas de este domingo, sobre todo el Evangelio, nos dejan dos lecciones. Primero aprendemos que nuestro deber como cristianos, si queremos conseguir la vida, es acercarnos a nuestros hermanos y hermanas en necesidad sin discriminarles por razón de religión, raza, vida moral ni ninguna otra razón. No es cuestión de abrir una oficina para que vengan sino de salir a la calle a buscarlos.
Y la segunda es que tenemos que renunciar a los prejuicios, a las ideas preconcebidas. Son las anteojeras, las gafas oscuras, que nos impedirán ver la acción del Espíritu que obra maravillas a nuestro alrededor, que va construyendo en la sencillez de las cosas pequeñas el reino de Dios que es cercanía cariñosa y compasiva, que es reconciliación y perdón, que es curación y salvación. Porque él quiso reconciliar consigo todos los seres, los del cielo y los de la tierra, haciendo la paz por la sangre de su cruz (segunda lectura). Su voluntad es que haya paz y que se termine la sangre, que nos demos la mano y, reconciliados, construyamos el reino.
Pero, ¿y si el mundo fuera diferente de lo que nosotros pensamos que es? A Jesús le gustaba romper los esquemas a la gente que le escuchaba, hablarles de otras posibilidades, de otros comportamientos inesperados. El Reino se manifiesta, dice Jesús, no precisamente allí donde esperamos sino justo donde no lo esperamos.
Jesús y el “oficialmente” bueno
Basta con pensar que el diálogo de Jesús es con un maestro de la ley. Escriba o fariseo, da lo mismo. Era un especialista, un maestro del pueblo. Era uno “socialmente bueno”. Exactamente igual que mucha gente piensa de los sacerdotes actuales, que son mejores, que son santos, que están más cerca de Dios. Eso era lo que pensaba el pueblo de aquella época de los maestros de la ley. En esa perspectiva se entiende perfectamente el diálogo entre Jesús y el maestro de la ley. Hacen una disquisición teórica sobre lo que son los mandamientos principales. Llegan a una conclusión clara: para conseguir la vida –interesante señalar que el maestro de la ley se refiere a la vida “eterna” y Jesús habla sólo de la “vida”– hay que amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a uno mismo. Las ideas, los principios, están claras.
Pero el maestro de la ley hace otra pregunta y Jesús se aprovecha del hueco abierto en el pensamiento del maestro de la ley para contar una historia que romperá sus esquemas y los de muchos de sus oyentes. Porque en su historia el prójimo no es el necesitado sino el que se acerca a atender las heridas del necesitado. Porque en su historia aparecen un sacerdote y un levita –representantes oficiales de la religión y del culto en el Templo de Jerusalén– y quedan fatal. Tienen otras urgencias entre las que no entran atender las heridas de aquel pobre hombre tendido a la vera del camino.
Por último, aparece un samaritano, un despreciable samaritano, uno que no pertenecía al pueblo elegido, que era un pecador público, que no adoraba al Dios verdadero ni iba al Tempo. Y ése, precisamente ése, es el que se comporta como prójimo. Es el modelo a seguir. Es el que marca el camino. Como el samaritano, así tenemos que ser todos –dice Jesús– si queremos ser prójimos de nuestros hermanos y hermanas necesitados.
Más allá de los prejuicios
Jesús quiebra los prejuicios de sus oyentes y les invita a abrir los ojos: la bondad puede estar presente allí donde menos se la espera. Más allá de las apariencias y los prejuicios, cualquiera puede darnos una lección de lo que es comportarse como hermano o hermana, de lo que significa acercarse, hacerse próximo al otro, empatizar con él, escuchar y compartir sus dolores, sus penas, sus alegrías. Eso es vivir la fraternidad. Y la fraternidad no está limitada a los límites de la comunidad creyente ni de la Iglesia. La fraternidad es siempre fruto de la acción del Espíritu y el Espíritu es libre para actuar allá donde encuentra una buena voluntad, un corazón sincero y honesto (primera lectura).
Las lecturas de este domingo, sobre todo el Evangelio, nos dejan dos lecciones. Primero aprendemos que nuestro deber como cristianos, si queremos conseguir la vida, es acercarnos a nuestros hermanos y hermanas en necesidad sin discriminarles por razón de religión, raza, vida moral ni ninguna otra razón. No es cuestión de abrir una oficina para que vengan sino de salir a la calle a buscarlos.
Y la segunda es que tenemos que renunciar a los prejuicios, a las ideas preconcebidas. Son las anteojeras, las gafas oscuras, que nos impedirán ver la acción del Espíritu que obra maravillas a nuestro alrededor, que va construyendo en la sencillez de las cosas pequeñas el reino de Dios que es cercanía cariñosa y compasiva, que es reconciliación y perdón, que es curación y salvación. Porque él quiso reconciliar consigo todos los seres, los del cielo y los de la tierra, haciendo la paz por la sangre de su cruz (segunda lectura). Su voluntad es que haya paz y que se termine la sangre, que nos demos la mano y, reconciliados, construyamos el reino.
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