XV Domingo del T.O. (Lucas 10, 25-37) - Ciclo C
Por Enrique Martínez Lozano
Por Enrique Martínez Lozano
Los letrados eran los “teólogos oficiales” del judaísmo. Este se acerca a Jesús, queriendo “ponerlo a prueba”, con una pregunta característica del yo religioso: “¿Qué tengo que hacer para heredar la vida eterna?”.
Como sabemos, el yo se define por su afán protagónico y alimenta su sensación de existir como entidad autónoma, a partir de los mecanismos de la identificación y de la apropiación. En la pregunta del letrado, es él quien tiene que hacer algo para conseguir un beneficio para sí mismo.
Por esa misma razón, la religión del yo no puede ser sino la del mérito y la recompensa, entendida además en clave individualista: hago “algo” para obtener “algo” para mí (aunque eso sea la salvación del alma).
Por otro lado, aquella pregunta denota también la ignorancia en la que el yo se mueve: considerar la “vida eterna” como un objeto que poder atrapar. El yo, al no poder conocer la felicidad, la proyecta siempre hacia el futuro, en la creencia (generalmente inconsciente) de que, por fin, algún día la alcanzará. Eso le hace vivirse proyectado hacia delante, víctima de la ansiedad que nace de su propio vacío.
Pues bien, acostumbrado a perseguir el futuro, no es extraño que se imagine la “vida eterna” como el futuro definitivo en el que, finalmente, él va a ser completamente feliz: ¿Cómo no hacer cualquier cosa para “heredarla”?
De entrada, Jesús se sitúa en el nivel de quien le pregunta y lo remite a algo que era totalmente familiar para un experto religioso: a la Ley.
En su contestación sobre lo que pide la Ley, el letrado combina dos textos: uno del libro del Deuteronomio (6,5) –“Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y con todo tu ser”- con otro del Levítico (19,18) –“Amarás a tu prójimo como a ti mismo”-.
Parece que la idea del amor al prójimo constituía un principio ético muy claro en el judaísmo anterior a Jesús. Y gracias al influjo de los judíos helenistas, poco a poco se había ido unificando la doble dimensión del amor –a Dios y a los otros-, de acuerdo a las dos reglas básicas del helenismo: la eusebia (adoración a Dios) y la dikaiosyne (el amor al prójimo).
A Jesús le agrada la contestación, le anima a vivirlo y parece así zanjar la cuestión: “Haz eso y tendrás la vida”. Por un lado, el Maestro de Nazaret vincula estrechamente el amor y la vida; por otro, no habla ya de “vida eterna” como si fuera un “premio” a conseguir, sino de experimentar la vida. Eso es lo que ocurre precisamente cuando nos abrimos al amor, en un proceso creciente de desegocentración. Pareciera como si Jesús hubiera encontrado una puerta para ayudar a aquel hombre a salir del círculo de un yo que buscaba su “premio eterno”.
Pero el letrado no da el diálogo por terminado. Más que “aparecer como justo”, necesita “justificarse”, es decir, intentar demostrar que su pregunta no había sido tan tonta. Pero, a pesar de haber caído en otro mecanismo propio del yo –la justificación-, su nueva intervención va a dar la ocasión para que contemos con esta admirable parábola, que resume el corazón mismo de todo el evangelio.
Se trata de un relato exclusivo de Lucas, aunque se remonta a una tradición anterior. Y refleja una cuestión viva en el judaísmo del siglo I, así como en las primeras comunidades cristianas: ¿a quiénes debemos considerar como prójimos? No pocos excluían de esa categoría a los extranjeros y a los samaritanos.
La parábola tiene bien elegidos los personajes: dos profesionales del templo –el sacerdote y el levita- y un hereje, a quien cualquier judío piadoso debía evitar.
De un modo provocativo, Jesús hace de este último –excluido de los círculos “honorables”-, el protagonista bueno, frente a los dos hombres religiosos, en un contraste que habría de resultar a su auditorio tan hiriente como polémico.
De esa manera, introduce un principio radicalmente revolucionario en el mundo de la religión: hay un camino para encontrarse con Dios que no pasa por el templo. El sacerdote y el levita imaginaban hallar a Dios en el templo; sin embargo, según Jesús, quien realmente se encuentra con Dios es el que atiende al hombre necesitado. Se trata de un criterio luminosamente claro, pero tan subversivo que la misma religión tiende a olvidarlo.
Dicho en otras palabras: lo que Dios nos pide –según Jesús- no es que seamos “religiosos”, sino que seamos “humanos”, viviendo la compasión hacia los otros.
Eso es precisamente lo que caracteriza al samaritano: su corazón compasivo. Compasión es la capacidad de “meterse” en la piel del otro, para ver las cosas como él las ve, y sentirlas como él las siente.
Pertenece a la misma familia semántica –aunque sea en griego- que la “simpatía” y la “empatía”. Por eso, la compasión no es en absoluto un sentimiento superficial o efímero, como sería una lástima pasajera, sino tan profundo que conmueve a la persona y la lleva a una acción eficaz –sin esa acción no hay compasión, sino apenas “lástima” superficial y pasajera-, haciendo todo lo que está a su alcance para aliviar él la necesidad del otro que sufre.
Con la parábola –que critica a un sistema religioso de corazón endurecido-, Jesús hace ver que la pregunta del letrado era engañosa.
No se trata de preguntarse “¿cuál es mi prójimo?”, sino “¿de quién estoy dispuesto a hacerme prójimo?”.
Y concluye dando respuesta a la cuestión primera: “¿qué tengo que hacer?”. Jesús contesta: “Haz tú lo mismo”. No debió resultar agradable para un letrado que le pusieran como modelo de comportamiento al detestado samaritano. Pero, más allá de la anécdota y de la ironía que el relato destila, el criterio sigue en pie. Lo que “hay que hacer” es vivir la bondad compasiva con quien se halla en necesidad. No hay criterio religioso por encima de éste.
Por eso producen tristeza no pocas reacciones de las autoridades eclesiásticas que parecen actuar más de acuerdo al propio establishment religioso que al mensaje de Jesús. La postura de L’Osservatore Romano, a raíz de la muerte del escritor y premio Nobel José Saramago, es un ejemplo de lo que, en nombre de Jesús, no deberíamos hacer jamás.
Reproduzco a continuación un breve artículo del periodista Manuel Alcántara, comentando el texto aludido del diario vaticano.
“El diario oficial de la Santa Sede ha aprovechado la muerte de Saramago para reprocharle su conducta, que aparte de haber sido ejemplar desde un punto de vista personal, estuvo siempre a favor de los más desamparados.
Con una escandalosa falta de piedad, que hace sospechar que quienes redactan las páginas del frecuentemente hirsuto diario no tienen a los Evangelios entre sus lecturas predilectas, acusan al gran escritor de profesar «una ideología antirreligiosa» y le piden cuentas póstumas por ser marxista. Una madre no debe despedirse así de uno de sus pobres hijos. Ni siquiera la Santa Madre Iglesia.
Saramago, que no es uno de mis escritores favoritos, ni siquiera entre los que más me han ayudado a vivir entre los que nacieron en su tierra, era un ser humano importante, o sea, alguien a quien le importaban los otros seres humanos. Estuvo siempre comprometido con la vida, a pesar de que nunca esperó nada de ella, y nunca disfrazó sus ideas.
Era muy callado, muy reservado, muy cortés. ¿Por qué aprovecharse para zaherirle su comportamiento a que la muerte le obligue a mantener una reserva aún mayor? Los muertos, sean quienes sean, quiero decir quienes hayan sido, merecen indulgencia. Ya lo saben todo, o siguen ignorándolo todo. Un respeto para ellos.
La falta de piedad mostrada por las páginas del diario vaticanista no sólo es sobrecogedora, sino que desmiente la teoría del perdón, que es lo único que nos permite rectificar el pasado. Repito que esa actitud es impropia de la madre misericordia, pero además aquella dignísima persona tenía derecho a sospechar la verisimilitud de algunos mitos que le fueron transmitidos.
Hay que ser o creyente o pensante, dijo Schopenhauer, pero eso ha sido desmentido en ocasiones. ¿Qué culpa pueden tener algunos de no creerse las promesas post mortem? La fe es un don, según dicen sus usuarios. No hay que reñirle a los muertos. Está muy mal que lo haga una madre. Todos somos hijos de Dios”.
Finalmente, bajo la perspectiva de la parábola que venimos comentando, tiene razón el obispo Jacques Gaillot cuando afirma que “una Iglesia que no sirve, no sirve para nada” –es el titulo de un libro que publicó en 1995, en la editorial Sal Terrae-. Y es que la Iglesia que se remite a Jesús únicamente puede ser fiel al Maestro si es, en la práctica, “una Iglesia samaritana”.
Pero, a su vez, sólo podrá ser esa Iglesia, cuando quienes la integramos vayamos creciendo en capacidad de amar, porque hayamos empezado a descubrir que el Amor es el núcleo de nuestra misma identidad.
www.enriquemartinezlozano.com
Como sabemos, el yo se define por su afán protagónico y alimenta su sensación de existir como entidad autónoma, a partir de los mecanismos de la identificación y de la apropiación. En la pregunta del letrado, es él quien tiene que hacer algo para conseguir un beneficio para sí mismo.
Por esa misma razón, la religión del yo no puede ser sino la del mérito y la recompensa, entendida además en clave individualista: hago “algo” para obtener “algo” para mí (aunque eso sea la salvación del alma).
Por otro lado, aquella pregunta denota también la ignorancia en la que el yo se mueve: considerar la “vida eterna” como un objeto que poder atrapar. El yo, al no poder conocer la felicidad, la proyecta siempre hacia el futuro, en la creencia (generalmente inconsciente) de que, por fin, algún día la alcanzará. Eso le hace vivirse proyectado hacia delante, víctima de la ansiedad que nace de su propio vacío.
Pues bien, acostumbrado a perseguir el futuro, no es extraño que se imagine la “vida eterna” como el futuro definitivo en el que, finalmente, él va a ser completamente feliz: ¿Cómo no hacer cualquier cosa para “heredarla”?
De entrada, Jesús se sitúa en el nivel de quien le pregunta y lo remite a algo que era totalmente familiar para un experto religioso: a la Ley.
En su contestación sobre lo que pide la Ley, el letrado combina dos textos: uno del libro del Deuteronomio (6,5) –“Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y con todo tu ser”- con otro del Levítico (19,18) –“Amarás a tu prójimo como a ti mismo”-.
Parece que la idea del amor al prójimo constituía un principio ético muy claro en el judaísmo anterior a Jesús. Y gracias al influjo de los judíos helenistas, poco a poco se había ido unificando la doble dimensión del amor –a Dios y a los otros-, de acuerdo a las dos reglas básicas del helenismo: la eusebia (adoración a Dios) y la dikaiosyne (el amor al prójimo).
A Jesús le agrada la contestación, le anima a vivirlo y parece así zanjar la cuestión: “Haz eso y tendrás la vida”. Por un lado, el Maestro de Nazaret vincula estrechamente el amor y la vida; por otro, no habla ya de “vida eterna” como si fuera un “premio” a conseguir, sino de experimentar la vida. Eso es lo que ocurre precisamente cuando nos abrimos al amor, en un proceso creciente de desegocentración. Pareciera como si Jesús hubiera encontrado una puerta para ayudar a aquel hombre a salir del círculo de un yo que buscaba su “premio eterno”.
Pero el letrado no da el diálogo por terminado. Más que “aparecer como justo”, necesita “justificarse”, es decir, intentar demostrar que su pregunta no había sido tan tonta. Pero, a pesar de haber caído en otro mecanismo propio del yo –la justificación-, su nueva intervención va a dar la ocasión para que contemos con esta admirable parábola, que resume el corazón mismo de todo el evangelio.
Se trata de un relato exclusivo de Lucas, aunque se remonta a una tradición anterior. Y refleja una cuestión viva en el judaísmo del siglo I, así como en las primeras comunidades cristianas: ¿a quiénes debemos considerar como prójimos? No pocos excluían de esa categoría a los extranjeros y a los samaritanos.
La parábola tiene bien elegidos los personajes: dos profesionales del templo –el sacerdote y el levita- y un hereje, a quien cualquier judío piadoso debía evitar.
De un modo provocativo, Jesús hace de este último –excluido de los círculos “honorables”-, el protagonista bueno, frente a los dos hombres religiosos, en un contraste que habría de resultar a su auditorio tan hiriente como polémico.
De esa manera, introduce un principio radicalmente revolucionario en el mundo de la religión: hay un camino para encontrarse con Dios que no pasa por el templo. El sacerdote y el levita imaginaban hallar a Dios en el templo; sin embargo, según Jesús, quien realmente se encuentra con Dios es el que atiende al hombre necesitado. Se trata de un criterio luminosamente claro, pero tan subversivo que la misma religión tiende a olvidarlo.
Dicho en otras palabras: lo que Dios nos pide –según Jesús- no es que seamos “religiosos”, sino que seamos “humanos”, viviendo la compasión hacia los otros.
Eso es precisamente lo que caracteriza al samaritano: su corazón compasivo. Compasión es la capacidad de “meterse” en la piel del otro, para ver las cosas como él las ve, y sentirlas como él las siente.
Pertenece a la misma familia semántica –aunque sea en griego- que la “simpatía” y la “empatía”. Por eso, la compasión no es en absoluto un sentimiento superficial o efímero, como sería una lástima pasajera, sino tan profundo que conmueve a la persona y la lleva a una acción eficaz –sin esa acción no hay compasión, sino apenas “lástima” superficial y pasajera-, haciendo todo lo que está a su alcance para aliviar él la necesidad del otro que sufre.
Con la parábola –que critica a un sistema religioso de corazón endurecido-, Jesús hace ver que la pregunta del letrado era engañosa.
No se trata de preguntarse “¿cuál es mi prójimo?”, sino “¿de quién estoy dispuesto a hacerme prójimo?”.
Y concluye dando respuesta a la cuestión primera: “¿qué tengo que hacer?”. Jesús contesta: “Haz tú lo mismo”. No debió resultar agradable para un letrado que le pusieran como modelo de comportamiento al detestado samaritano. Pero, más allá de la anécdota y de la ironía que el relato destila, el criterio sigue en pie. Lo que “hay que hacer” es vivir la bondad compasiva con quien se halla en necesidad. No hay criterio religioso por encima de éste.
Por eso producen tristeza no pocas reacciones de las autoridades eclesiásticas que parecen actuar más de acuerdo al propio establishment religioso que al mensaje de Jesús. La postura de L’Osservatore Romano, a raíz de la muerte del escritor y premio Nobel José Saramago, es un ejemplo de lo que, en nombre de Jesús, no deberíamos hacer jamás.
Reproduzco a continuación un breve artículo del periodista Manuel Alcántara, comentando el texto aludido del diario vaticano.
“El diario oficial de la Santa Sede ha aprovechado la muerte de Saramago para reprocharle su conducta, que aparte de haber sido ejemplar desde un punto de vista personal, estuvo siempre a favor de los más desamparados.
Con una escandalosa falta de piedad, que hace sospechar que quienes redactan las páginas del frecuentemente hirsuto diario no tienen a los Evangelios entre sus lecturas predilectas, acusan al gran escritor de profesar «una ideología antirreligiosa» y le piden cuentas póstumas por ser marxista. Una madre no debe despedirse así de uno de sus pobres hijos. Ni siquiera la Santa Madre Iglesia.
Saramago, que no es uno de mis escritores favoritos, ni siquiera entre los que más me han ayudado a vivir entre los que nacieron en su tierra, era un ser humano importante, o sea, alguien a quien le importaban los otros seres humanos. Estuvo siempre comprometido con la vida, a pesar de que nunca esperó nada de ella, y nunca disfrazó sus ideas.
Era muy callado, muy reservado, muy cortés. ¿Por qué aprovecharse para zaherirle su comportamiento a que la muerte le obligue a mantener una reserva aún mayor? Los muertos, sean quienes sean, quiero decir quienes hayan sido, merecen indulgencia. Ya lo saben todo, o siguen ignorándolo todo. Un respeto para ellos.
La falta de piedad mostrada por las páginas del diario vaticanista no sólo es sobrecogedora, sino que desmiente la teoría del perdón, que es lo único que nos permite rectificar el pasado. Repito que esa actitud es impropia de la madre misericordia, pero además aquella dignísima persona tenía derecho a sospechar la verisimilitud de algunos mitos que le fueron transmitidos.
Hay que ser o creyente o pensante, dijo Schopenhauer, pero eso ha sido desmentido en ocasiones. ¿Qué culpa pueden tener algunos de no creerse las promesas post mortem? La fe es un don, según dicen sus usuarios. No hay que reñirle a los muertos. Está muy mal que lo haga una madre. Todos somos hijos de Dios”.
Finalmente, bajo la perspectiva de la parábola que venimos comentando, tiene razón el obispo Jacques Gaillot cuando afirma que “una Iglesia que no sirve, no sirve para nada” –es el titulo de un libro que publicó en 1995, en la editorial Sal Terrae-. Y es que la Iglesia que se remite a Jesús únicamente puede ser fiel al Maestro si es, en la práctica, “una Iglesia samaritana”.
Pero, a su vez, sólo podrá ser esa Iglesia, cuando quienes la integramos vayamos creciendo en capacidad de amar, porque hayamos empezado a descubrir que el Amor es el núcleo de nuestra misma identidad.
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