De la Navidad a la Epifanía
El tiempo litúrgico de la Navidad cuenta con este segundo domingo, terminada ya su octava, y antes de celebrar la Epifanía del Señor. Es como si Jesús quisiera prolongar unos días más su presencia en nuestro Nacimiento, en el Belén de cada casa para que podamos seguir contemplándolo antes de la celebración de su manifestación a todos los pueblos. Los días de la primera semana de enero, previos a la solemnidad de la Epifanía, resultan un poco sosos, como si la Navidad ya hubiera pasado pero que espera para cuanto antes la fiesta de Reyes y poder dar sus últimos coletazos. Son unos días como vacíos, como de resaca de la fiesta de fin de año. El hecho de que haya un segundo domingo entre las dos grandes solemnidades nos permite profundizar un poquito más en el misterio de la Navidad y nos permite volver a reunirnos en la celebración eucarística y volver a hacer presente entre nosotros a Jesucristo, a quien celebramos en este tiempo nacido de María, la Virgen. Así, ponemos también de manifiesto la conexión íntima entre la encarnación del Hijo de Dios, su nacimiento entre nosotros y el misterio pascual. La Eucaristía de estos días trae, precisamente, el misterio de la Navidad en la clave del misterio de la muerte y resurrección del Señor. Todo comienza con la encarnación; el nacimiento es el acontecimiento necesario por el que pasa la misión que Jesús ha recibido del Padre; pero apunta en todo momento al acontecimiento culminante de esa misión: la muerte y resurrección como fuente de Vida eterna para nosotros, como acontecimiento que obra nuestra salvación y redención.
La adopción filial
Este himno cristológico que nos pone la segunda lectura de hoy, tomada de la carta a los efesios, es una reflexión del apóstol San Pablo acerca de nuestra filiación divina. En Cristo, todos nosotros hemos recibido un caudal inestimable de bendiciones y de bienes espirituales. En la persona de Jesucristo, que existe con el Padre desde antes de la creación del mundo, hemos sido elegidos por Dios para ser santos en su presencia por el amor. Jesucristo, la Palabra encarnada del Padre, ha asumido en sí mismo a la humanidad entera; en Él, el Hijo, estamos nosotros por el misterio de su encarnación, de modo que el amor y la obediencia de Jesús al Padre es nuestra valedora para vivir en el amor y para ser santos en su presencia. En Jesucristo, el Unigénito, somos nosotros también hijos de Dios. La adopción de la humanidad por parte de Jesucristo nos obtiene a nosotros la adopción como hijos. Así, somos hijos en el Hijo, de modo que Jesucristo es la meta última a la que se dirige nuestra existencia y en la que únicamente puede encontrar su plena realización. El reconocimiento de todo esto por nuestra parte, no puede otra cosa sino ser fuente de profundo agradecimiento al Padre y al Hijo, de modo que, por la acción del Espíritu, obremos continuamente según la Palabra que el Hijo nos ha manifestado de parte del Padre.
Sabiduría y revelación para conocerlo
Es lo que San Pablo nos desea para conocer al Padre de la gloria, manifestado en su Hijo Jesucristo. La revelación es la manifestación de lo oculto y escondido, y es iniciativa única, unilateral, de Dios. Es Él quien decide darse a conocer como lo ha hecho, por su propia voluntad. El espíritu de sabiduría exige algo más por nuestra parte. Llegar al conocimiento de las cosas de Dios es una gracia suya pero es también un camino que nosotros tenemos por recorrer, una senda en la que avanzar, un proceso en el que progresar. Las cosas de Dios sólo nos resultan alcanzables desde la sabiduría de Dios, desde las actitudes que nacen de la mirada profunda y de la comprensión de lo trascendente. El propio Jesús dará gracias al Padre por haber escondido estas cosas a los sabios y entendidos y haberlas revelado a la gente sencilla. Porque la sabiduría y el conocimiento humanos no son suficientes para la comprensión de lo que trasciende lo humano; el sencillo, el que está abierto a mirar más allá sin acotación de los límites que impone la ciencia de los hombres, ése es capaz de aceptar con sencillez la revelación de Dios, de penetrar en su pensamiento conducido por la eficaz acción del Espíritu Santo. Serán los sencillos, los que están capacitados para acoger la revelación de Dios, los que únicamente podrán comprender la esperanza a la que os llama y la riqueza de gloria que da en herencia a los santos. La comprensión de la Navidad pasa, pues, por la sencillez del corazón.
El comienzo de una nueva creación
En efecto, el nacimiento de Jesús, de la Palabra, marca un antes y un después en la relación de Dios con el hombre. El texto del prólogo al evangelio de Juan está escrito en clave de creación. La encarnación de la Palabra y su acampada entre nosotros dan un paso hacia delante en la tarea creadora de Dios. Jesús, con su nacimiento, da lugar a algo nuevo, que surge de lo anterior, pero que es una verdadera renovación. Dos son sobre todo las características, los atributos que acompañan esta nueva fase creadora por Jesús: la vida y la luz. Él estaba como Palabra antes de la primera creación y en cuanto tal es su artífice. Frente al rechazo de los suyos, la revelación se hace universal. Quien la acoge es capaz de contemplar en ella la gloria propia del Hijo único del Padre, lleno de gracia y de verdad.
RECURSOS PARA LA HOMILÍA
Nexo entre las lecturas
La Palabra encarnada, Jesucristo, es un don del Padre. En esta frase intento resumir el sentido de la liturgia de este segundo domingo después de Navidad. El Padre nos ha bendecido con toda clase de bienes espirituales, entre los que sobresale el don mesiánico, por medio de Cristo (segunda lectura). En la historia de las bendiciones divinas, que corresponde con la historia del hombre, Dios se ha dado como don de Sabiduría, primeramente al pueblo de Israel (primera lectura) y luego al pueblo cristiano, ya que Jesucristo es Sabiduría de Dios, el único que ha visto a Dios y que nos lo puede revelar (Evangelio). En esa misma larga historia, Dios se nos ha dado como Palabra eterna, que ha tomado carne mortal en Jesús de Nazaret (Evangelio).
Mensaje doctrinal
1. Don para Israel, don para el mundo. Nada hay más extraordinario que el hecho de que Dios haya querido ser don para el hombre. No se trata de darle cosas, objetos materiales. Eso ya sería grande, pero se queda chico ante la maravilla de un Dios, don de Sí mismo. En la historia de las relaciones de Dios con el hombre, primeramente es un don que se encarna bajo la forma de sabiduría. Es una sabiduría divina, la que hallamos en la primera lectura. Preexistía cerca de Dios y ha salido de su boca, y a la vez ha puesto su tienda en Jerusalén y tiene su lugar de reposo en Israel. Es decir, en medio de la sabiduría humana, tan extraordinaria, de los pueblos circunvecinos, como Mesopotamia y Egipto, Israel goza de una sabiduría superior, por la que Dios le revela sus designios y proyectos y le manifiesta el sentido de las cosas y de la historia. Con el paso de los siglos, al llegar el momento culminante de toda la historia, se verifica un cambio singular: Dios no se da sólo como don espiritual (sabiduría), sino personal (encarnación del Verbo, de la Palabra de Dios). Ningún signo de admiración es capaz de expresar este don excepcional. Que Dios rasgue el misterio de su trascendencia, entre en la historia y se nos dé en una creatura humana recién nacida, ¿quién lo podrá comprender? (Evangelio). No bastará la eternidad para sorprendernos ante este gran misterio. No es una "necesidad" de Dios; no se siente obligado por nadie; no le perfecciona en su divinidad. Sólo el amor lo explica, el amor que es difusivo y generoso. Además no sólo es un don personal, es también un don universal, mundial. "Luz para todas las naciones". Mientras exista la historia, Dios será un don para todos, sin distinción alguna. Los hombres podrán decir: "No lo quiero", "No lo necesito", pero jamás podrán pronunciar con sus labios: "Estoy excluido", "No es para mí". Jesucristo es el don del Padre para toda la humanidad.
2. Un don en plenitud. Son hermosas las imágenes que utiliza el Sirácida para comunicarnos esa plenitud: la sabiduría, recurriendo a imágenes vegetales, dice de sí misma que es como un cedro del Líbano, como palmera de Engadí, como un rosal de Jericó o un frondoso terebinto. También echa mano de imágenes aromáticas para describir, con distintos lenguajes, la misma plenitud: el aroma del laurel indiano (cinamomo), el perfume del bálsamo o de la mirra, el olor penetrante del gálbano, ónice y el estacte; sobre todo, el incienso que humea en el templo, y en cuya composición entran todos los aromas aquí mencionados. La belleza y elegancia de los árboles, la frescura y colorido del rosal, la intensidad de los perfumes se aúnan para subrayar la plenitud del don divino de la sabiduría. El Evangelio es más sobrio en imágenes, pero más rico en significado. Habla de la "gloria del Hijo único del Padre, LLENO de gracia y de verdad" y, poco después, "de su PLENITUD todos hemos recibido gracia sobre gracia". Y el himno de la carta a los efesios, ¿no se refiere a la plenitud del hombre cuando dice que "Dios nos ha destinado a ser adoptados como hijos suyos por medio de Jesucristo? La grandeza y plenitud del don nos remiten a la grandeza y plenitud del Donante. ¡Nobleza obliga a agradecer!
Sugerencias pastorales
1. Un don venido de lejos. No son los astros distantes los que, después de muchos años o siglos, nos regalan sus rayos de luz; no es la tierra la que, en rincones tan diversos y lejanos, ofrece al hombre la prodigalidad de sus minerales o de sus frutos vegetales; no es el hombre quien nos dona su creatividad, su trabajo, su genio. Todas estas realidades pertenecen al mundo creado. El Don nos viene del mundo y de la distancia increados, del más allá de toda creatura, del Dios trascendente. Jesucristo, el Don de Dios, viene de lejos, pero se introduce en el corazón de los acontecimientos y del ser humano hasta el punto de ser uno más entre los hombres. Aquí radica nuestra perplejidad. Lo vemos tan igual a nosotros, que se nos puede ocurrir pensar que no viene desde el mundo de Dios. En brazos de su Madre nada hay que lo muestre divino. Y desgraciadamente en no pocas ocasiones los hombres, del hecho de no aparecer como Dios, concluimos que ni puede serlo ni lo es. Diremos que es un gran personaje de la historia, que su personalidad es enormemente seductora, que su moral es de una altura y nobleza grandiosas, que su capacidad de arrastre es imponente, que es una paradoja viviente al ser el más amado y el más odiado de los nacidos de mujer... Pero en nuestro razonamiento no podemos llegar a la afirmación fundamental: "Es un Don de Dios, venido del mismo mundo de Dios". Al venir al mundo y hacerse hombre, ha venido a quedarse con nosotros; a la vez, estando con nosotros, pero proviniendo del mundo de Dios, ha venido a llevarnos con Él al mundo lejano del cual ha salido, el mundo desconocido, pero que es nuestra patria verdadera y definitiva. ¿Aceptamos con fe y con amor este Don cercano, como lo es un niño, pero trascendente, como el mismo Dios?
2. Testigos del don divino. Juan, el Bautista, es llamado en el Evangelio "testigo de la luz, a fin de que todos crean por Él". Testigo Juan, de esa luz, de esa sabiduría divina que es Jesucristo. Siguiendo al Bautista, todos en cierta manera estamos llamados a ser testigos del don divino, Jesucristo. El mundo creerá si aumentan los testigos de Cristo. Y si la fe disminuye en nuestro país, ¿no será porque han disminuido los testigos? Los maestros pueden aclarar la verdad del Don divino, mas los testigos hacen la verdad, y haciéndola la acreditan y garantizan. Cristo, Don de Dios para el hombre, necesita de testigos. Niños, testigos de Cristo para los niños y para los mayores; jóvenes, testigos de Cristo para los jóvenes y los no tan jóvenes; adultos, testigos de Cristo para los adultos, y para los niños y jóvenes. Testigos convencidos y audaces, al estilo del Papa Juan Pablo II. Cristo necesita padres de familia que no tengan miedo de entregar la antorcha de su testimonio cristiano a sus hijos; educadores que sean testigos de Cristo para sus alumnos; párrocos que testimonien con su vida santa el Don de Cristo a todos sus feligreses. ¿Soy un auténtico testigo de Jesucristo? ¿Qué hago ya y qué más puedo hacer para que mi testimonio sea creíble y Dios lo haga eficaz?
El tiempo litúrgico de la Navidad cuenta con este segundo domingo, terminada ya su octava, y antes de celebrar la Epifanía del Señor. Es como si Jesús quisiera prolongar unos días más su presencia en nuestro Nacimiento, en el Belén de cada casa para que podamos seguir contemplándolo antes de la celebración de su manifestación a todos los pueblos. Los días de la primera semana de enero, previos a la solemnidad de la Epifanía, resultan un poco sosos, como si la Navidad ya hubiera pasado pero que espera para cuanto antes la fiesta de Reyes y poder dar sus últimos coletazos. Son unos días como vacíos, como de resaca de la fiesta de fin de año. El hecho de que haya un segundo domingo entre las dos grandes solemnidades nos permite profundizar un poquito más en el misterio de la Navidad y nos permite volver a reunirnos en la celebración eucarística y volver a hacer presente entre nosotros a Jesucristo, a quien celebramos en este tiempo nacido de María, la Virgen. Así, ponemos también de manifiesto la conexión íntima entre la encarnación del Hijo de Dios, su nacimiento entre nosotros y el misterio pascual. La Eucaristía de estos días trae, precisamente, el misterio de la Navidad en la clave del misterio de la muerte y resurrección del Señor. Todo comienza con la encarnación; el nacimiento es el acontecimiento necesario por el que pasa la misión que Jesús ha recibido del Padre; pero apunta en todo momento al acontecimiento culminante de esa misión: la muerte y resurrección como fuente de Vida eterna para nosotros, como acontecimiento que obra nuestra salvación y redención.
La adopción filial
Este himno cristológico que nos pone la segunda lectura de hoy, tomada de la carta a los efesios, es una reflexión del apóstol San Pablo acerca de nuestra filiación divina. En Cristo, todos nosotros hemos recibido un caudal inestimable de bendiciones y de bienes espirituales. En la persona de Jesucristo, que existe con el Padre desde antes de la creación del mundo, hemos sido elegidos por Dios para ser santos en su presencia por el amor. Jesucristo, la Palabra encarnada del Padre, ha asumido en sí mismo a la humanidad entera; en Él, el Hijo, estamos nosotros por el misterio de su encarnación, de modo que el amor y la obediencia de Jesús al Padre es nuestra valedora para vivir en el amor y para ser santos en su presencia. En Jesucristo, el Unigénito, somos nosotros también hijos de Dios. La adopción de la humanidad por parte de Jesucristo nos obtiene a nosotros la adopción como hijos. Así, somos hijos en el Hijo, de modo que Jesucristo es la meta última a la que se dirige nuestra existencia y en la que únicamente puede encontrar su plena realización. El reconocimiento de todo esto por nuestra parte, no puede otra cosa sino ser fuente de profundo agradecimiento al Padre y al Hijo, de modo que, por la acción del Espíritu, obremos continuamente según la Palabra que el Hijo nos ha manifestado de parte del Padre.
Sabiduría y revelación para conocerlo
Es lo que San Pablo nos desea para conocer al Padre de la gloria, manifestado en su Hijo Jesucristo. La revelación es la manifestación de lo oculto y escondido, y es iniciativa única, unilateral, de Dios. Es Él quien decide darse a conocer como lo ha hecho, por su propia voluntad. El espíritu de sabiduría exige algo más por nuestra parte. Llegar al conocimiento de las cosas de Dios es una gracia suya pero es también un camino que nosotros tenemos por recorrer, una senda en la que avanzar, un proceso en el que progresar. Las cosas de Dios sólo nos resultan alcanzables desde la sabiduría de Dios, desde las actitudes que nacen de la mirada profunda y de la comprensión de lo trascendente. El propio Jesús dará gracias al Padre por haber escondido estas cosas a los sabios y entendidos y haberlas revelado a la gente sencilla. Porque la sabiduría y el conocimiento humanos no son suficientes para la comprensión de lo que trasciende lo humano; el sencillo, el que está abierto a mirar más allá sin acotación de los límites que impone la ciencia de los hombres, ése es capaz de aceptar con sencillez la revelación de Dios, de penetrar en su pensamiento conducido por la eficaz acción del Espíritu Santo. Serán los sencillos, los que están capacitados para acoger la revelación de Dios, los que únicamente podrán comprender la esperanza a la que os llama y la riqueza de gloria que da en herencia a los santos. La comprensión de la Navidad pasa, pues, por la sencillez del corazón.
El comienzo de una nueva creación
En efecto, el nacimiento de Jesús, de la Palabra, marca un antes y un después en la relación de Dios con el hombre. El texto del prólogo al evangelio de Juan está escrito en clave de creación. La encarnación de la Palabra y su acampada entre nosotros dan un paso hacia delante en la tarea creadora de Dios. Jesús, con su nacimiento, da lugar a algo nuevo, que surge de lo anterior, pero que es una verdadera renovación. Dos son sobre todo las características, los atributos que acompañan esta nueva fase creadora por Jesús: la vida y la luz. Él estaba como Palabra antes de la primera creación y en cuanto tal es su artífice. Frente al rechazo de los suyos, la revelación se hace universal. Quien la acoge es capaz de contemplar en ella la gloria propia del Hijo único del Padre, lleno de gracia y de verdad.
RECURSOS PARA LA HOMILÍA
Nexo entre las lecturas
La Palabra encarnada, Jesucristo, es un don del Padre. En esta frase intento resumir el sentido de la liturgia de este segundo domingo después de Navidad. El Padre nos ha bendecido con toda clase de bienes espirituales, entre los que sobresale el don mesiánico, por medio de Cristo (segunda lectura). En la historia de las bendiciones divinas, que corresponde con la historia del hombre, Dios se ha dado como don de Sabiduría, primeramente al pueblo de Israel (primera lectura) y luego al pueblo cristiano, ya que Jesucristo es Sabiduría de Dios, el único que ha visto a Dios y que nos lo puede revelar (Evangelio). En esa misma larga historia, Dios se nos ha dado como Palabra eterna, que ha tomado carne mortal en Jesús de Nazaret (Evangelio).
Mensaje doctrinal
1. Don para Israel, don para el mundo. Nada hay más extraordinario que el hecho de que Dios haya querido ser don para el hombre. No se trata de darle cosas, objetos materiales. Eso ya sería grande, pero se queda chico ante la maravilla de un Dios, don de Sí mismo. En la historia de las relaciones de Dios con el hombre, primeramente es un don que se encarna bajo la forma de sabiduría. Es una sabiduría divina, la que hallamos en la primera lectura. Preexistía cerca de Dios y ha salido de su boca, y a la vez ha puesto su tienda en Jerusalén y tiene su lugar de reposo en Israel. Es decir, en medio de la sabiduría humana, tan extraordinaria, de los pueblos circunvecinos, como Mesopotamia y Egipto, Israel goza de una sabiduría superior, por la que Dios le revela sus designios y proyectos y le manifiesta el sentido de las cosas y de la historia. Con el paso de los siglos, al llegar el momento culminante de toda la historia, se verifica un cambio singular: Dios no se da sólo como don espiritual (sabiduría), sino personal (encarnación del Verbo, de la Palabra de Dios). Ningún signo de admiración es capaz de expresar este don excepcional. Que Dios rasgue el misterio de su trascendencia, entre en la historia y se nos dé en una creatura humana recién nacida, ¿quién lo podrá comprender? (Evangelio). No bastará la eternidad para sorprendernos ante este gran misterio. No es una "necesidad" de Dios; no se siente obligado por nadie; no le perfecciona en su divinidad. Sólo el amor lo explica, el amor que es difusivo y generoso. Además no sólo es un don personal, es también un don universal, mundial. "Luz para todas las naciones". Mientras exista la historia, Dios será un don para todos, sin distinción alguna. Los hombres podrán decir: "No lo quiero", "No lo necesito", pero jamás podrán pronunciar con sus labios: "Estoy excluido", "No es para mí". Jesucristo es el don del Padre para toda la humanidad.
2. Un don en plenitud. Son hermosas las imágenes que utiliza el Sirácida para comunicarnos esa plenitud: la sabiduría, recurriendo a imágenes vegetales, dice de sí misma que es como un cedro del Líbano, como palmera de Engadí, como un rosal de Jericó o un frondoso terebinto. También echa mano de imágenes aromáticas para describir, con distintos lenguajes, la misma plenitud: el aroma del laurel indiano (cinamomo), el perfume del bálsamo o de la mirra, el olor penetrante del gálbano, ónice y el estacte; sobre todo, el incienso que humea en el templo, y en cuya composición entran todos los aromas aquí mencionados. La belleza y elegancia de los árboles, la frescura y colorido del rosal, la intensidad de los perfumes se aúnan para subrayar la plenitud del don divino de la sabiduría. El Evangelio es más sobrio en imágenes, pero más rico en significado. Habla de la "gloria del Hijo único del Padre, LLENO de gracia y de verdad" y, poco después, "de su PLENITUD todos hemos recibido gracia sobre gracia". Y el himno de la carta a los efesios, ¿no se refiere a la plenitud del hombre cuando dice que "Dios nos ha destinado a ser adoptados como hijos suyos por medio de Jesucristo? La grandeza y plenitud del don nos remiten a la grandeza y plenitud del Donante. ¡Nobleza obliga a agradecer!
Sugerencias pastorales
1. Un don venido de lejos. No son los astros distantes los que, después de muchos años o siglos, nos regalan sus rayos de luz; no es la tierra la que, en rincones tan diversos y lejanos, ofrece al hombre la prodigalidad de sus minerales o de sus frutos vegetales; no es el hombre quien nos dona su creatividad, su trabajo, su genio. Todas estas realidades pertenecen al mundo creado. El Don nos viene del mundo y de la distancia increados, del más allá de toda creatura, del Dios trascendente. Jesucristo, el Don de Dios, viene de lejos, pero se introduce en el corazón de los acontecimientos y del ser humano hasta el punto de ser uno más entre los hombres. Aquí radica nuestra perplejidad. Lo vemos tan igual a nosotros, que se nos puede ocurrir pensar que no viene desde el mundo de Dios. En brazos de su Madre nada hay que lo muestre divino. Y desgraciadamente en no pocas ocasiones los hombres, del hecho de no aparecer como Dios, concluimos que ni puede serlo ni lo es. Diremos que es un gran personaje de la historia, que su personalidad es enormemente seductora, que su moral es de una altura y nobleza grandiosas, que su capacidad de arrastre es imponente, que es una paradoja viviente al ser el más amado y el más odiado de los nacidos de mujer... Pero en nuestro razonamiento no podemos llegar a la afirmación fundamental: "Es un Don de Dios, venido del mismo mundo de Dios". Al venir al mundo y hacerse hombre, ha venido a quedarse con nosotros; a la vez, estando con nosotros, pero proviniendo del mundo de Dios, ha venido a llevarnos con Él al mundo lejano del cual ha salido, el mundo desconocido, pero que es nuestra patria verdadera y definitiva. ¿Aceptamos con fe y con amor este Don cercano, como lo es un niño, pero trascendente, como el mismo Dios?
2. Testigos del don divino. Juan, el Bautista, es llamado en el Evangelio "testigo de la luz, a fin de que todos crean por Él". Testigo Juan, de esa luz, de esa sabiduría divina que es Jesucristo. Siguiendo al Bautista, todos en cierta manera estamos llamados a ser testigos del don divino, Jesucristo. El mundo creerá si aumentan los testigos de Cristo. Y si la fe disminuye en nuestro país, ¿no será porque han disminuido los testigos? Los maestros pueden aclarar la verdad del Don divino, mas los testigos hacen la verdad, y haciéndola la acreditan y garantizan. Cristo, Don de Dios para el hombre, necesita de testigos. Niños, testigos de Cristo para los niños y para los mayores; jóvenes, testigos de Cristo para los jóvenes y los no tan jóvenes; adultos, testigos de Cristo para los adultos, y para los niños y jóvenes. Testigos convencidos y audaces, al estilo del Papa Juan Pablo II. Cristo necesita padres de familia que no tengan miedo de entregar la antorcha de su testimonio cristiano a sus hijos; educadores que sean testigos de Cristo para sus alumnos; párrocos que testimonien con su vida santa el Don de Cristo a todos sus feligreses. ¿Soy un auténtico testigo de Jesucristo? ¿Qué hago ya y qué más puedo hacer para que mi testimonio sea creíble y Dios lo haga eficaz?





Adelante
Muchos Más Artículos
INICIO
No hay comentarios:
Publicar un comentario