Publicado por Fundación Epsilon
«De modo que ya no eres esclavo, sino hijo.» Así se expresa Pablo en la carta a los Gálatas: lo que, en ultimo término, nos da el derecho a ser libres es que somos hijos de Dios, hermanos del hijo de Dios. Por eso, porque él quiso ser hermano nuestro en María y porque ella siempre fue fiel al Dios de la liberación, podemos llamarla María de la Liberación.
EL SEÑOR SE FIJE EN TI
En medio de una serie de instrucciones para los sacerdotes, el libro de los Números, que sitúa a los israelitas al pie del monte Sinaí, aún reciente la experiencia de la Alianza, indica cómo deberá ser bendecido el pueblo: «El Señor te bendiga y te proteja, ilumine su rostro sobre ti y te conceda su favor; el Señor se fije en ti y te conceda la paz.» La paz, el resumen de todos los bienes que puede desear un hombre, el conjunto de todos los beneficios que puede el hombre recibir de Dios, la meta última de todo lo que Dios está haciendo por su pueblo: un hombre en paz consigo mismo y con sus semejantes; un pueblo en el que reina la paz entre sus miembros y que vive en paz con sus vecinos.
El pueblo de Israel tendrá que completar un largo proceso que empezó con la salida de Egipto y la liberación de la esclavitud, llegar a la tierra que Dios le va a entregar, organizar una sociedad en la que nadie sea esclavo de nadie y establecer unas relaciones de amistad con sus vecinos.
La paz es, por tanto, la meta; pero en nombre de la paz no se puede eludir el proceso: para llegar a la meta no hay más remedio que recorrer todo el camino. El fin último no es la liberación, sino la paz, pero la paz es incompatible con la opresión y la injusticia.
CUANDO SE CUMPLIO EL PLAZO
Esta bendición tiene al menos dos mil cuatrocientos años de antigüedad y sigue siendo una aspiración presente en el corazón de todos los hombres de buena voluntad, una aspiración tristemente frustrada en tantas y tantas ocasiones. Su fracaso empezó a configurarse cuando lo que Dios había querido que fuera una garantía de libertad y justicia se convirtió en instrumento de opresión y de esclavitud: la Ley. Los mandamientos de Dios habían sido dados para que sirvieran al hombre (Lc 6,5; véase Mc 2,27); pero los funcionarios de la religión, traicionando su función y su fe, habían puesto al hombre al servicio de las normas; de ahí el rechazo de Jesús a la ley como medio de relación entre Dios y los hombres: a través de Jesús, Dios nos dice que, para los que quieran ser sus hijos, ya no hay leyes, sino sólo su Espíritu, que es vida y amor: «Y la prueba de que sois hijos es que Dios envió a vuestro interior al Espíritu de su Hijo, que grita: ¡Abba! ¡ Padre! »
En la organización patriarcal de la familia, vigente en la Palestina de los tiempos de Jesús, convivían en la misma casa, en la casa del padre, tanto los hijos como los siervos. Todos estaban sometidos a la autoridad del padre, pero mientras unos, los hijos, eran considerados hombres libres, otros, los siervos, tenían un grado de libertad prácticamente inexistente. A estos últimos, a los siervos, compara Pablo los hombres sometidos a la Ley -se refiere a la Ley de Moisés-, y a los hijos, los que ya no están sometidos a ella; el paso de una situación a otra coincide con la adopción de la fe cristiana, con el don del Espíritu, con el ser recibidos como hijos en la casa del Padre Dios: el Espíritu, recibido y aceptado libremente, convierte al hombre en hijo de Dios, llevando así a término la tarea de Jesús: «rescatar a los que estaban sometidos a la Ley, para que recibiéramos la condición de hijos».
MADRE DE LOS HIJOS DE DIOS
Para realizar esta misión, dice Pablo, «envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que estaban bajo la ley, para que recibiéramos el ser hijos por adopción». Pablo quiere subrayar que esta tarea quiso realizarla el Padre desde abajo, haciéndose presente, en un hombre, en el mundo de los hombres. Jesús no fue un dios disfrazado de hombre: la suya era carne nacida de una mujer, de una mujer pobre y sencilla en la que se fijó de manera especial la mirada de Dios (Lc 1,48), centrando en ella el cumplimiento de todas las promesas del Señor a su pueblo.
Ella fue una mujer que, como todos los seres humanos, tuvo que someterse a un proceso, a veces difícil, con momentos de especial dureza, como algunos de los episodios que comentábamos el domingo pasado, para ir alcanzando con la plenitud de la fe su propia liberación, para ir incorporando a su papel de madre su vocación de hermana. Seguro que le resultó difícil tener que dar a luz en un establo y acostar a su hijo en un pesebre; sin duda que se sintió sorprendida al ver a los pastores que llegaban buscando a su hijo recién nacido... Ella, «María, por su parte, conservaba el recuerdo de todo esto, meditándolo en su interior».
Todo esto debemos agradecérselo a María: la aceptación de la tarea que Dios le propuso abrió para todos el camino del encuentro con un Dios que quiere ser Padre de todos los que acepten ser sus hijos. Y si el ser hijos equivale a ser libres, con toda justicia podemos llamar a María, María de la liberación... y de la paz.
EL SEÑOR SE FIJE EN TI
En medio de una serie de instrucciones para los sacerdotes, el libro de los Números, que sitúa a los israelitas al pie del monte Sinaí, aún reciente la experiencia de la Alianza, indica cómo deberá ser bendecido el pueblo: «El Señor te bendiga y te proteja, ilumine su rostro sobre ti y te conceda su favor; el Señor se fije en ti y te conceda la paz.» La paz, el resumen de todos los bienes que puede desear un hombre, el conjunto de todos los beneficios que puede el hombre recibir de Dios, la meta última de todo lo que Dios está haciendo por su pueblo: un hombre en paz consigo mismo y con sus semejantes; un pueblo en el que reina la paz entre sus miembros y que vive en paz con sus vecinos.
El pueblo de Israel tendrá que completar un largo proceso que empezó con la salida de Egipto y la liberación de la esclavitud, llegar a la tierra que Dios le va a entregar, organizar una sociedad en la que nadie sea esclavo de nadie y establecer unas relaciones de amistad con sus vecinos.
La paz es, por tanto, la meta; pero en nombre de la paz no se puede eludir el proceso: para llegar a la meta no hay más remedio que recorrer todo el camino. El fin último no es la liberación, sino la paz, pero la paz es incompatible con la opresión y la injusticia.
CUANDO SE CUMPLIO EL PLAZO
Esta bendición tiene al menos dos mil cuatrocientos años de antigüedad y sigue siendo una aspiración presente en el corazón de todos los hombres de buena voluntad, una aspiración tristemente frustrada en tantas y tantas ocasiones. Su fracaso empezó a configurarse cuando lo que Dios había querido que fuera una garantía de libertad y justicia se convirtió en instrumento de opresión y de esclavitud: la Ley. Los mandamientos de Dios habían sido dados para que sirvieran al hombre (Lc 6,5; véase Mc 2,27); pero los funcionarios de la religión, traicionando su función y su fe, habían puesto al hombre al servicio de las normas; de ahí el rechazo de Jesús a la ley como medio de relación entre Dios y los hombres: a través de Jesús, Dios nos dice que, para los que quieran ser sus hijos, ya no hay leyes, sino sólo su Espíritu, que es vida y amor: «Y la prueba de que sois hijos es que Dios envió a vuestro interior al Espíritu de su Hijo, que grita: ¡Abba! ¡ Padre! »
En la organización patriarcal de la familia, vigente en la Palestina de los tiempos de Jesús, convivían en la misma casa, en la casa del padre, tanto los hijos como los siervos. Todos estaban sometidos a la autoridad del padre, pero mientras unos, los hijos, eran considerados hombres libres, otros, los siervos, tenían un grado de libertad prácticamente inexistente. A estos últimos, a los siervos, compara Pablo los hombres sometidos a la Ley -se refiere a la Ley de Moisés-, y a los hijos, los que ya no están sometidos a ella; el paso de una situación a otra coincide con la adopción de la fe cristiana, con el don del Espíritu, con el ser recibidos como hijos en la casa del Padre Dios: el Espíritu, recibido y aceptado libremente, convierte al hombre en hijo de Dios, llevando así a término la tarea de Jesús: «rescatar a los que estaban sometidos a la Ley, para que recibiéramos la condición de hijos».
MADRE DE LOS HIJOS DE DIOS
Para realizar esta misión, dice Pablo, «envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que estaban bajo la ley, para que recibiéramos el ser hijos por adopción». Pablo quiere subrayar que esta tarea quiso realizarla el Padre desde abajo, haciéndose presente, en un hombre, en el mundo de los hombres. Jesús no fue un dios disfrazado de hombre: la suya era carne nacida de una mujer, de una mujer pobre y sencilla en la que se fijó de manera especial la mirada de Dios (Lc 1,48), centrando en ella el cumplimiento de todas las promesas del Señor a su pueblo.
Ella fue una mujer que, como todos los seres humanos, tuvo que someterse a un proceso, a veces difícil, con momentos de especial dureza, como algunos de los episodios que comentábamos el domingo pasado, para ir alcanzando con la plenitud de la fe su propia liberación, para ir incorporando a su papel de madre su vocación de hermana. Seguro que le resultó difícil tener que dar a luz en un establo y acostar a su hijo en un pesebre; sin duda que se sintió sorprendida al ver a los pastores que llegaban buscando a su hijo recién nacido... Ella, «María, por su parte, conservaba el recuerdo de todo esto, meditándolo en su interior».
Todo esto debemos agradecérselo a María: la aceptación de la tarea que Dios le propuso abrió para todos el camino del encuentro con un Dios que quiere ser Padre de todos los que acepten ser sus hijos. Y si el ser hijos equivale a ser libres, con toda justicia podemos llamar a María, María de la liberación... y de la paz.





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