Por Inmaculada SOLER GIMÉNEZ*
Publicado por Pastoral SJ
Publicado por Pastoral SJ
«Derramaré mi espíritu sobre todos, y vuestros hijos y vuestras hijas profetizarán».
– Hch 2,17
Lo primero que pensé cuando me propusieron este artículo fue: ¿por qué a mí? En la Iglesia hay mujeres muchísimo más preparadas que yo y con más autoridad intelectual para hablar sobre la situación de la mujer en la iglesia. Quienes me invitaron a escribir este artículo ya lo sabían, así que me lancé a ello. No soy experta ni me dedico a la teología, pero soy mujer, mujer creyente y parte de esta Iglesia nuestra. Desde ahí, reconociendo mi pequeñez y el lugar desde el que escribo –una ciudad de España y una comunidad de vida consagrada compartida con mujeres en situación de pobreza y exclusión–, me atrevo a decir una palabra.
Nuestra mirada no es neutral. «Todo es según el dolor con que se mire», afirma M. Benedetti. Puede que algunos de los lectores no sientan el dolor de las mujeres o les sea ajeno su punto de vista; puede que tampoco les llegue ni les afecte el dolor de los pobres ni de los que sufren las injusticias estructurales. La cuestión fundamental no es si lo sentimos o no, porque lo que está en juego no es nuestra sensibilidad personal, sino la esencia de nuestra fe cristiana. No es una cuestión de afinidad, sino de fraternidad/sororidad. No es una cuestión meramente ética, sino teologal, que nos remite al Dios al que rezamos.
1. En la Iglesia desde abajo
Si caminamos con los ojos abiertos, percibiremos que las desigualdades de género siguen marcando las relaciones entre hombres y mujeres en pleno siglo XXI. Amnistía Internacional recuerda que 36 países mantienen en nuestros días leyes que discriminan a las mujeres por el hecho de serlo1.
Si no cerramos los ojos, percibiremos también que algo de esto acontece en nuestra iglesia; las mujeres ocupamos el último lugar, el más bajo dentro de la estructura eclesial: primero, el papa; después, los obispos; les siguen los sacerdotes y religiosos; después, las religiosas, los laicos y, por último, las mujeres laicas.
¿Cómo se ve la vida desde abajo? ¿Cómo se vive desde ahí la fe y la pertenencia a la Iglesia? ¿Podemos denunciar esta injusta desigualdad de género y experimentar a la vez que la Iglesia nos sostiene en la fe y nos da vida? ¿Es posible estar abajo y experimentar el gozo del Evangelio?
El lugar eclesial que nos sitúa injustamente por debajo puede ser plataforma privilegiada para ver y oír: «¡Dichosos vuestros ojos porque ven, y vuestros oídos porque oyen! Porque os digo que muchos profetas y reyes quisieron ver lo que vosotras veis, pero no lo vieron, y oír lo que vosotras oís, pero no lo oyeron» (Mt 13,16; Lc 10,23-24).
El mismo Señor Jesús, a quien seguimos, ¿no eligió vivir desde abajo? ¿No se gesta lo importante del Reino desde dentro y desde abajo?
Estar abajo nos hermana con todos, especialmente con los olvidados y pobres de la tierra (es importante recordar que las mujeres constituyen la mayoría de los analfabetos, los refugiados, los maltratados...). Estar abajo nos acerca a su impotencia, a su dolor, a su clamor, pero también a sus cantos, a su capacidad de fiesta y de lucha para sobrevivir día a día. Cerca de los excluidos se desenmascaran nuestras comodidades y privilegios, los de la iglesia jerárquica y también los nuestros.
Junto a ellos y ellas se ensanchan las entrañas, se aprende misericordia, se hace más fácil mirar con bondad a las personas y comprender las debilidades de nuestra Iglesia... ¡y maravillarnos también por lo que Dios hace con ella a pesar de ella! A su lado, las grandes discusiones teológicas y morales se viven de forma distinta, los problemas toman otra dimensión: el rostro del hermano concreto, herido, vulnerado en su dignidad, necesitado, nos reclama y nos resitúa siempre, apeándonos de nuestras «elevaciones» ideológicas, doctrinales, espirituales («Tuve hambre y me diste de comer, tuve sed y me diste de beber, fui forastero y me hospedaste, estuve desnudo y me vestiste, enfermo y me visitaste, en la cárcel y viniste a verme»; Mt 25).
Desde abajo, lejos de la «pompa» y sin el peso de los protocolos, se percibe la gran cantidad de miedos que paralizan y atenazan a nuestra Iglesia, entre otros el miedo a la mujer. Se percibe «el machismo» incorporado como «lo natural» a lo largo de los años, como casi el único modo de mirar la realidad, interpretar la Palabra, hacer teología, celebrar la fe, organizar la Iglesia y pensar el lugar que tiene la mujer en ella. Desde abajo se vive con dolor.
En la Iglesia, desde abajo se respira más sencillez y libertad, se aprende a vivir agradecidos con poco, a no «quejarse» de la vida ni «hacer problema» de lo que no lo es, a celebrar la vida de cada día como un regalo y a experimentar el don de la fraternidad, la alegría de tener hermanas y hermanos para el camino, hombres y mujeres que con su vida y su fe nos sostienen. ¡Cuántas mujeres han gestado y alumbrado caminos nuevos en nuestra Iglesia haciéndola más evangélica...!
Desde el último lugar, todos nos necesitamos. Quizá sólo desde abajo se puede vivir la fraternidad/sororidad que rezamos cada día en el Padre Nuestro, dar gloria a nuestro Padre/Madre, ayudarnos a buscar Su voluntad, ser fieles a Sus llamadas, amar a todos sin dejar a nadie fuera ¿No fue este el lugar de encarnación de nuestro Dios?
2. Testigos privilegiadas del Evangelio
Estar abajo nos posibilita ser testigos privilegiadas del Evangelio: «lo que existía desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que contemplamos y palparon nuestras manos acerca de la Palabra de vida –pues la Vida se manifestó, y nosotros damos testimonio» (1 Jn, 1,1-2). Testigos privilegiadas para descubrir y alentar pequeños brotes de vida y esperanza en medio de las situaciones aparentemente sin salida, de las noches y los inviernos de tantos hombres y mujeres. Testigos de la presencia misteriosa de nuestro Dios, que cuida de los pequeños y no abandona a sus pobres. Quien está arriba se lo pierde.
Joy atravesó África con veinte años para llegar hasta una calle central de Madrid donde ejerce la prostitución. Es víctima de una red de trata y le debe a la mafia 50.000 euros. Llora su destino: «no quiero estar aquí», pero ¿qué puedo hacer?». Tiene siete hermanos más pequeños que dependen de ella. «No puedo escapar; si me marcho de aquí o denuncio a la mafia, harán daño a mi familia...». Pero desde su impotencia y oscuridad expresa una Cercanía Misteriosa: «Todos los días le rezo, Él siempre está conmigo. Dios es el único que me puede ayudar».
María, casada a los 14 años para poder escapar de casa, sin padre y con una madre que la maltrataba (no recuerda que alguien la haya querido alguna vez). Cuando nació su primer hijo, empezaron las palizas, y así durante todo su matrimonio. Al final no pudo más, se vino a España a buscar un futuro mejor para sus hijos y acabó, después de varios trabajos fallidos, en la prostitución. Lleva siete años y está cansada; ahora tiene 42. Muchos días está bebida («esto no se puede aguantar a pelo»). Sus hijos son su única ilusión (los tres están en su tierra natal, Colombia), pero eligieron el camino equivocado («sólo me dan disgustos»: drogas, violencia, cárcel, amenazas, la presión de las “maras”... ¿Para qué ha servido entonces tanto sacrificio?», se pregunta. Su día a día es muy duro: está envuelta en problemas y no encuentra salida, pero en su boca y en su corazón no reniega de Dios: «mi diosito no me abandona»; «Él me da fuerzas cada día para seguir».
Somos testigos privilegiadas del Evangelio, de la presencia misteriosa de Dios entre los pobres, presencia que siempre sobrecoge.
Testigos de muchos procesos de resurrección como el de José. Lo conocimos en la calle, recogiendo las patatas fritas que sobraban de las mesas de un burger. Tenía 35 años y un aspecto descuidado y sucio; vivía en la calle y no tenía a nadie; consumía drogas y parecía un muerto viviente, ante quien se vuelve el rostro. Le invitamos a darse una vuelta por un espacio de acogida de Villa Teresita, y al día siguiente apareció, y así todos los días: nunca dejaba de venir, casi siempre en malas condiciones, pero venía, se sentía persona (éramos su familia, decía). Al poco tiempo, entró preso (tenía causas pendientes), y continuamos acompañándole y buscando junto a él alternativas. Poco a poco, se fue consolidando en él el deseo de vivir (antes sólo sobrevivía), y La Vida en él, sin borrar las huellas de la cruz, se fue manifestando con toda su fuerza... Ahora lleva seis años fuera de la cárcel, sin consumir, trabajando y viviendo una relación de pareja. José pasó de la muerte a la vida.
Para mucha gente sencilla, la Iglesia que aparece en los medios de comunicación casi siempre representada por el rostro de un varón célibe, hierático y vestido de negro, les resulta distante, fría, demasiado alejada de las dificultades de la «vida real». Para muchos existe una Iglesia casi invisible en los medios de comunicación, pero cercana a sus vidas. Una Iglesia humana, cálida, acogedora, que se desvive y da vida (no es otra Iglesia, sino la misma). ¡Que le pregunten por ella a los pobres y excluidos! ¡Que le pregunten a los presos, a los enfermos de sida, a las mujeres en situación de prostitución y víctimas de trata, a los niños abandonados, a los sin hogar, a los que tienen una enfermedad mental, a los inmigrantes sin papeles, a los hambrientos de este mundo...! ¿Quién ha estado cerca?; ¿quién les visitaba cuando estaban en la cárcel?; ¿quién les acompañaba en el hospital como a uno más de su familia?; ¿quién les escuchaba y les hacía sentir únicos e importantes?; ¿con quién han celebrado las pequeñas alegrías de la vida?; ¿quién ha batallado por sus derechos?; ¿quién les ha abierto su casa, su mesa, su amistad?; ¿con quién han compartido su fe? Para la mayoría de ellos, esta Iglesia tiene rostro de mujer. Es la Iglesia samaritana, la Iglesia servidora que pone en práctica lo que celebramos: «Danos entrañas de misericordia ante toda miseria humana, inspíranos el gesto y la palabra oportuna frente a la hermana y el hermano solo y desamparado, ayúdanos a mostrarnos disponibles ante quien se siente explotado y deprimido. Que tu iglesia, Señor, sea un recinto de verdad y de amor, de libertad, de justicia y de paz, para que todos encuentren en ella un motivo para seguir esperando» (Plegaria eucarística V/b).
Que no se ofendan los varones: quien haya bajado a los contextos de exclusión y pobreza sabrá que las mujeres casi siempre les han precedido.
Los signos de la presencia del Reino ya están entre nosotros: «Id y contad a Juan lo que habéis visto y oído: los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios, los sordos oyen, los muertos resucitan, se anuncia a los pobres la Buena Nueva, y ¡dichoso aquel que no se escandalice de mi!» (Lc 7,22-23).
No se habla de templos llenos, ni de una iglesia influyente en la sociedad, ni de grandes concentraciones de cristianos para ser signos visibles del Reino, ni de problemas litúrgicos... Las señales son claras para quien quiera ver. ¿Habremos desenfocado la mirada?
3. Recuperando la palabra. «Ve a mis hermanos y diles...»
Con esta petición, el Señor Resucitado envió a María Magdalena a la comunidad cristiana. ¿No ha llegado el momento de recuperar la palabra de la mujer en la Iglesia? ¿No es el mismo Señor Jesús quien nos envía? ¿Acaso hemos olvidado el comportamiento de Jesús con las mujeres y su protagonismo en las comunidades primitivas?2
Sabemos que muy pronto, influenciados por el mundo griego y la cultura patriarcal, el protagonismo emergente de las mujeres quedó relegado a un segundo, tercer o cuarto plano3.
Sabemos también que, aunque la mujer muy pronto quedó invisibilizada en los órganos de decisión de la Iglesia, no quedó fuera de la mirada de Dios. Muchas mujeres fieles a la acción del Espíritu han impulsado y renovado la Iglesia desde dentro, sufriendo en sus carnes la incomprensión y la soledad que acompaña a los profetas. Algunas son recordadas y nombradas al estudiar la Historia de la Iglesia; otras (la mayoría) son olvidadas, pero sus vidas anónimas han sostenido a la Iglesia sin que la Iglesia lo supiera. Su voz silenciada no se ha podido acallar, porque el altavoz lo pone Otro. Como dice la canción de Ain Karem, «sin que hablen, sin que pronuncien, sin que resuene su voz, a toda la tierra alcanza su pregón y hasta los límites del orbe su lenguaje». ¡Cuánto de Dios se ha acallado...!
En el siglo XXI, las mujeres en la Iglesia seguimos escuchando una llamada que no es nuestra, un envío que no parte de nosotras. Ponerlo en cuestión es poner en cuestión al mismo Señor que llama4.
La Iglesia del siglo XXI ya no puede concebir y pensar la realidad de la mujer en su seno como si ésta se pensase a sí misma como una mujer del siglo XVII, XVIII o incluso de primeros del XX. Las cosas han cambiado, la realidad ha cambiado, las leyes han cambiado, y la conciencia social también. En nuestra sociedad «desarrollada» la mujer ha ido adquiriendo cuotas de poder político, económico, cultural, laboral... difícilmente imaginables hace unas décadas. En la actualidad, ¿entenderíamos una familia en la que sólo los varones tuvieran la palabra y el poder de decisión? ¿No sigue siendo así en nuestra Iglesia? Como dice Lucía Ramón, ¿cómo explicar a nuestras hijas que su condición de mujeres las inhabilita para la cercanía al altar –ni tan siquiera como monaguillas–, precisamente porque son mujeres, cuando sus hermanos –a los que en algunos casos admiran y tratan de emular– sí pueden?5.
Hay caminos abiertos por la acción del Espíritu que ya no tienen marcha atrás. Y este movimiento no puede ser ignorado por la Iglesia, obligada a ser fiel al Espíritu que sigue actuando en la historia. No olvidemos que creemos en un Dios que actúa dentro de ella.
La cuestión del empoderamiento de la mujer no es para repetir un esquema ni un modelo de iglesia de poder, vertebrado sobre el clero, ni para que podamos llegar las mujeres al ministerio ordenado, tal y como lo viven muchos varones en la actualidad. El empoderamiento no es para ascender, sino para descender; no es para medrar, sino para servir. La cuestión de fondo es teologal: reconocer a la mujer como mujer (creada a imagen y semejanza de Dios: Gn 1,27) y reconocer a la mujer como bautizada e hija de Dios (a veces parece que no creemos de verdad en el bautismo).
Como dijo Cristina Kaufmann, a la Iglesia le falta «lo femenino», y esto produce un «grave desequilibrio que no deja brillar la verdad en la Iglesia en todo su esplendor, ni deja fluir toda la corriente de vida para bien de todos»6.
¡Cuánto podemos aportar las mujeres...! ¡Y cuánto sesgo se ha hecho a la acción del Espíritu...!
4. En la Iglesia desde dentro
La vida de la Iglesia está transida y apoyada en la fe y el testimonio de muchas mujeres. La gracia no está mediatizada por el género.
Mujeres dóciles al Espíritu, que acogen la Palabra y la dan a luz desde lo pequeño de cada día. Mujeres que, como Jesús, se ciñen la cintura y lavan los pies, friegan la iglesia, preparan los manteles, atienden las Caritas parroquiales, sirven y distribuyen los bienes a los pobres aunque no se las considere diaconisas. Mujeres en contacto directo con el cuerpo herido y sufriente de Cristo, aunque no se las considere dignas de «dar la comunión», y mucho menos de plantear su vocación sacerdotal7; mujeres al pie de la cama de los enfermos terminales, acompañando a los ancianos hasta el final, aunque no puedan ungirles con el óleo sagrado; mujeres aliviando las cargas de la existencia y posibilitando la reconciliación con Dios, aunque no puedan absolver con la autoridad de la Iglesia; mujeres que ayudan a crecer en la fe y a buscar y discernir la voluntad de Dios en los acompañamientos personales, aunque no serán invitadas ni consideradas capaces de discernir las mociones del Espíritu en los grupos de decisión eclesial; mujeres teólogas, con el don de la palabra, estudiosas de la Sagrada Escritura, que no podrán predicar en el altar ni hacerse voz de Su Palabra, sólo por el hecho de ser mujeres.
Desde dentro, la Iglesia duele. ¡Estamos tan lejos del Evangelio que predicamos...! ¿Qué le pasa a nuestra Iglesia? ¿Por qué tantos miedos? ¿Por qué no despertamos ante el clamor de nuestro mundo? Se hace necesario abrir nuevos caminos y denunciar con cariño y libertad todo «sábado», toda ley, toda estructura de poder, toda ideología que se convierta en sistema seguridad y ahogue la Vida (que es vida concreta, con rostros concretos). Agradecer el Evangelio recibido por la Iglesia y empujar con toda nuestra vida para que la Iglesia camine hacia el Evangelio.
Se hace necesario volver a la Fuente, ir a lo esencial para no perdernos en lo accesorio, dejarnos acompañar y sostenernos en comunidad unas a otros para vivir de la fe.
Desde dentro es importante aprender a vivir a varios niveles: lo que se ve y lo oculto; lo que en apariencia no cambia y lo germinal; lo que se mueve por fuera y lo que se gesta por debajo. Amar a la Iglesia y sentirnos parte de ella, aunque no estemos de acuerdo con todo lo que ella hace; agradecer la mediación humana de la Iglesia, aunque en tantos momentos las mediaciones sean motivo de «escándalo»; vivir en comunión con la Iglesia sin comulgar con lo que no nos parece cristiano; beber de su corriente de vida, la que mana por dentro, y posibilitar con nuestra vida y nuestra palabra que el Espíritu de la sinagoga de Nazaret (Lc 4,16-20), vaya empapando las estructuras eclesiales y haciéndolas más permeables a Su Palabra.
Desde dentro, con los ojos de la fe, se experimenta la Vida del Resucitado, el Señorío de Jesús, la comunión de los santos y santas que nos preceden y acompañan, la vida del Espíritu, el triunfo de la Vida. Desde dentro, muchas mujeres dan paso a Dios con su vida. Y en el interior, en lo más profundo, la mujer María es quien sostiene a la Iglesia y le sigue dando vida con su respuesta fiel.
5. Alumbrando el Reino desde dentro y desde abajo
Empujamos, como en un parto, para alumbrar la novedad que trae Dios a nuestra Iglesia; y empujamos con dolor (no hay alumbramiento sin él), con tensión y con paz, con contracciones y con profundo amor, con alegría y con esperanza, conscientes de que la Vida que nos empuja por dentro no es nuestra, sino de Aquel que ensancha nuestras entrañas.
No empujamos para que la Iglesia esté gobernada por mujeres ni con el único fin de que las mujeres sean sacerdotes, obispos, cardenales... No hablamos de reivindicaciones estadísticas, de paridad de número ni de cuotas de poder; es algo mucho más importante: no sesgar la acción del Espíritu por razones de género; ser dóciles a Su fuerza renovadora, que sigue actuando en nuestros días.
Estamos en un momento privilegiado para vivirnos como Iglesia con más humildad y menos protagonismo, más necesitados unos de otros, en búsqueda y diálogo permanente. Un momento privilegiado para aprender a ser resto de Israel, pequeña semilla, levadura en medio del mundo, un destello de luz y esperanza en medio de la oscuridad en la que habitan tantos seres humanos.
El riesgo en este tiempo de crisis es para muchos mirar atrás, añorar tiempos pasados, replegarse y parapetarse del mundo (como si Dios no estuviese en él); para otros, el riesgo es la crítica amarga, la desesperanza, olvidar la ambigüedad de lo real (que el trigo crece con la cizaña), perder la fe y la capacidad de captar los signos del Resucitado en la vida cotidiana y en nuestra Iglesia. Éste es el tiempo oportuno. No tenemos que esperar otro. Éste es el único que tenemos para jugarnos la vida.
El Reino crece. Con nosotros y a pesar nuestro. A través de la Iglesia como mediadora privilegiada de salvación, y también a pesar de ella. El Reino es más grande que la Iglesia, y su eficacia no se puede medir con nuestros criterios: un grano de mostaza, una pizca de sal, un trocito de levadura, una comida compartida, un niño que nace... Dios conduce la historia; la última Palabra y la decisiva es Suya. ¿Confiamos en Él?
¿No actúa Dios desde abajo, desde lo débil y pequeño? (1 Co 1,17ss). Como recuerda Dolores Aleixandre, tenemos que «hacernos decididamente creyentes y partidarias de esa «revolución de adverbios» inaugurada por Jesús en el Reino: el arriba/abajo, el primero/último, el más/menos, el dentro/fuera, que no suelen coincidir con nuestros criterios, y precisamente es una mujer quien nos lo anuncia en su Magnificat»8.
Es hora de creer y llevar a la práctica lo que celebramos en el bautismo: hombres y mujeres revestidos de Cristo (Ga 3,26-29), bautizados y bautizadas, crismados, creados a imagen de Dios, llamados a crecer en el amor hasta alcanzar la plenitud a semejanza de Cristo, profeta, sacerdote y rey.
Es hora de encarnar e inculturar el Evangelio con un lenguaje del siglo XXI9. Es hora de abordar sin miedos una profunda reforma teológica y catequética, pastoral y espiritual (muchas voces lo están reclamando con urgencia) y buscar otros modelos de organización más fraternos. Es tiempo de que las mujeres estudiemos y nos preparemos igual que los varones para poder hablar con la misma autoridad intelectual (las mujeres seguimos siendo minoría en los centros de estudio teológico); tiempo de utilizar antropologías más integrales (no androcéntricas ni dualistas), incorporando la reflexión teológica y la exégesis bíblica hecha por mujeres, evangelizando con los cinco sentidos (también con el sexto), soltando rigideces, para que nuestros cuerpos de varones y mujeres puedan ser cauces de amor y misericordia. Es tiempo de transformar la tierra extranjera en hogar para todos, cuidando la acogida y calidez en nuestras celebraciones comunitarias (también en ellas falta lo femenino), creando espacios de respiro y de vida para los abatidos, los que andan perdidos como ovejas que no tienen pastor, entretejiendo relaciones de cariño y amistad para que ninguna criatura se sienta fuera, sin familia, sin hogar, huérfana de Dios. Así seremos testimonio de vida y esperanza en nuestro mundo. Sólo podremos anunciar al Dios Amor si nuestra vida lo hace creíble.
La Ruah empuja. Ha llegado la hora de repartir la misión evangelizadora de la Iglesia según carismas, y no según el género de quien predica, de quien da testimonio, de quien toma las decisiones... Es hora de reconocer y agradecer la diversidad para el bien común: «diversidad de carismas con un mismo Espíritu; diversidad de ministerios, pero un mismo Señor; diversidad de actuaciones, pero un mismo Dios que obra todo en todos (y en todas). A cada cual (varón o mujer) se le otorga la manifestación del Espíritu para provecho común. Porque a uno (o a una) se le da por el Espíritu palabra de sabiduría; a otro (o a otra), palabra de ciencia según el mismo Espíritu; a otro (o a otra), fe en el mismo Espíritu; a otro (o a otra), carisma de curaciones en el único Espíritu; a otro (o a otra), poder de milagros; a otro (o a otra), profecía; a otro (o a otra), discernimiento de espíritus; a otro (o a otra), diversidad de lenguas; a otro (o a otra), don de interpretarlas. Pero todas estas cosas las obra un mismo y único Espíritu, distribuyéndolas a cada uno (y cada una) en particular según Su voluntad» (1 Co 12,4-11).
Ha llegado la hora de creer en el Señor Jesús, el Resucitado, el Señor de nuestra Iglesia, en quien ya no hay diferencias entre judío o no judío, esclavo o libre, varón o mujer (Ga 3,28).
El parto ha comenzado, no hay marcha atrás. ¿Quién podrá detener la fuerza del Espíritu?
* De la Comunidad «Villa Teresita». Licenciada en Estudios Eclesiásticos. Trabaja en marginación. Madrid..
1. R.M. BELDA MORENO, Mujeres. Gritos de sed, semillas de esperanza, Madrid 2009, 41.
2. Ver J.P. MEIER, Un judío marginal. Nueva visión del Jesús histórico. III: Compañeros y competidores, Verbo Divino, Estella (Navarra) 2003; E. SCHÜSSLER FIORENZA, En memoria de ella, Desclée de Brouwer, Bilbao 1989; A.M. TEPEDINO, Las discípulas de Jesús, Narcea, Madrid 1995; S. TUNC, También las mujeres seguían a Jesús, Sal Terrae, Santander 1999.
3. Ver F. RIVAS, Desterradas hijas de Eva, Universidad Pontificia Comillas / San Pablo, Madrid 2008.
4. No digo que no tenga que ser discernido, como todo lo de Dios, venga de parte de un varón o de una mujer.
5. L. RAMÓN CARBONELL, «El bautismo como proceso de alumbramiento espiritual: la metáfora del parto» en Mª.J. ARANA (Ed.), Cuando los sacramentos se hacen vida. En clave de mujer, Desclée de Brouwer, Bilbao 2008, 32.
6. C. KAUFMANN, «Renacer desde la Contemplación». Entrevista grabada en video para la XIX Semana de Vida Religiosa de Bilbao, Abril 2001.
7. Pregunta Joan Chittister: «¿Hemos de creer que el Dios que eligió una mujer para transformar a Dios en cuerpo y sangre de Cristo no quiere de ninguna manera que una mujer haga lo mismo con el pan?». Véase J. CHITTISTER, Odres Nuevos, Sal Terrae, Santander 2002, 188.
8. D. ALEIXANDRE, «Mujeres en la hora undécima», en Mujeres en Camino, Ed. Popular, Madrid 1992, 64.
9. Nuestro lenguaje no es neutral. Baste un ejemplo: en el oficio de liturgia de las horas, excepto en las fiestas de alguna mujer, sólo se usa un lenguaje masculino. Podríamos pensar que es un lenguaje genérico, pero no. ¡Cuál no será la sorpresa al comprobar que, al pedir por la virginidad, siempre se cambia al femenino...! ¿Es que ellos no son vírgenes?
– Hch 2,17
Lo primero que pensé cuando me propusieron este artículo fue: ¿por qué a mí? En la Iglesia hay mujeres muchísimo más preparadas que yo y con más autoridad intelectual para hablar sobre la situación de la mujer en la iglesia. Quienes me invitaron a escribir este artículo ya lo sabían, así que me lancé a ello. No soy experta ni me dedico a la teología, pero soy mujer, mujer creyente y parte de esta Iglesia nuestra. Desde ahí, reconociendo mi pequeñez y el lugar desde el que escribo –una ciudad de España y una comunidad de vida consagrada compartida con mujeres en situación de pobreza y exclusión–, me atrevo a decir una palabra.
Nuestra mirada no es neutral. «Todo es según el dolor con que se mire», afirma M. Benedetti. Puede que algunos de los lectores no sientan el dolor de las mujeres o les sea ajeno su punto de vista; puede que tampoco les llegue ni les afecte el dolor de los pobres ni de los que sufren las injusticias estructurales. La cuestión fundamental no es si lo sentimos o no, porque lo que está en juego no es nuestra sensibilidad personal, sino la esencia de nuestra fe cristiana. No es una cuestión de afinidad, sino de fraternidad/sororidad. No es una cuestión meramente ética, sino teologal, que nos remite al Dios al que rezamos.
1. En la Iglesia desde abajo
Si caminamos con los ojos abiertos, percibiremos que las desigualdades de género siguen marcando las relaciones entre hombres y mujeres en pleno siglo XXI. Amnistía Internacional recuerda que 36 países mantienen en nuestros días leyes que discriminan a las mujeres por el hecho de serlo1.
Si no cerramos los ojos, percibiremos también que algo de esto acontece en nuestra iglesia; las mujeres ocupamos el último lugar, el más bajo dentro de la estructura eclesial: primero, el papa; después, los obispos; les siguen los sacerdotes y religiosos; después, las religiosas, los laicos y, por último, las mujeres laicas.
¿Cómo se ve la vida desde abajo? ¿Cómo se vive desde ahí la fe y la pertenencia a la Iglesia? ¿Podemos denunciar esta injusta desigualdad de género y experimentar a la vez que la Iglesia nos sostiene en la fe y nos da vida? ¿Es posible estar abajo y experimentar el gozo del Evangelio?
El lugar eclesial que nos sitúa injustamente por debajo puede ser plataforma privilegiada para ver y oír: «¡Dichosos vuestros ojos porque ven, y vuestros oídos porque oyen! Porque os digo que muchos profetas y reyes quisieron ver lo que vosotras veis, pero no lo vieron, y oír lo que vosotras oís, pero no lo oyeron» (Mt 13,16; Lc 10,23-24).
El mismo Señor Jesús, a quien seguimos, ¿no eligió vivir desde abajo? ¿No se gesta lo importante del Reino desde dentro y desde abajo?
Estar abajo nos hermana con todos, especialmente con los olvidados y pobres de la tierra (es importante recordar que las mujeres constituyen la mayoría de los analfabetos, los refugiados, los maltratados...). Estar abajo nos acerca a su impotencia, a su dolor, a su clamor, pero también a sus cantos, a su capacidad de fiesta y de lucha para sobrevivir día a día. Cerca de los excluidos se desenmascaran nuestras comodidades y privilegios, los de la iglesia jerárquica y también los nuestros.
Junto a ellos y ellas se ensanchan las entrañas, se aprende misericordia, se hace más fácil mirar con bondad a las personas y comprender las debilidades de nuestra Iglesia... ¡y maravillarnos también por lo que Dios hace con ella a pesar de ella! A su lado, las grandes discusiones teológicas y morales se viven de forma distinta, los problemas toman otra dimensión: el rostro del hermano concreto, herido, vulnerado en su dignidad, necesitado, nos reclama y nos resitúa siempre, apeándonos de nuestras «elevaciones» ideológicas, doctrinales, espirituales («Tuve hambre y me diste de comer, tuve sed y me diste de beber, fui forastero y me hospedaste, estuve desnudo y me vestiste, enfermo y me visitaste, en la cárcel y viniste a verme»; Mt 25).
Desde abajo, lejos de la «pompa» y sin el peso de los protocolos, se percibe la gran cantidad de miedos que paralizan y atenazan a nuestra Iglesia, entre otros el miedo a la mujer. Se percibe «el machismo» incorporado como «lo natural» a lo largo de los años, como casi el único modo de mirar la realidad, interpretar la Palabra, hacer teología, celebrar la fe, organizar la Iglesia y pensar el lugar que tiene la mujer en ella. Desde abajo se vive con dolor.
En la Iglesia, desde abajo se respira más sencillez y libertad, se aprende a vivir agradecidos con poco, a no «quejarse» de la vida ni «hacer problema» de lo que no lo es, a celebrar la vida de cada día como un regalo y a experimentar el don de la fraternidad, la alegría de tener hermanas y hermanos para el camino, hombres y mujeres que con su vida y su fe nos sostienen. ¡Cuántas mujeres han gestado y alumbrado caminos nuevos en nuestra Iglesia haciéndola más evangélica...!
Desde el último lugar, todos nos necesitamos. Quizá sólo desde abajo se puede vivir la fraternidad/sororidad que rezamos cada día en el Padre Nuestro, dar gloria a nuestro Padre/Madre, ayudarnos a buscar Su voluntad, ser fieles a Sus llamadas, amar a todos sin dejar a nadie fuera ¿No fue este el lugar de encarnación de nuestro Dios?
2. Testigos privilegiadas del Evangelio
Estar abajo nos posibilita ser testigos privilegiadas del Evangelio: «lo que existía desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que contemplamos y palparon nuestras manos acerca de la Palabra de vida –pues la Vida se manifestó, y nosotros damos testimonio» (1 Jn, 1,1-2). Testigos privilegiadas para descubrir y alentar pequeños brotes de vida y esperanza en medio de las situaciones aparentemente sin salida, de las noches y los inviernos de tantos hombres y mujeres. Testigos de la presencia misteriosa de nuestro Dios, que cuida de los pequeños y no abandona a sus pobres. Quien está arriba se lo pierde.
Joy atravesó África con veinte años para llegar hasta una calle central de Madrid donde ejerce la prostitución. Es víctima de una red de trata y le debe a la mafia 50.000 euros. Llora su destino: «no quiero estar aquí», pero ¿qué puedo hacer?». Tiene siete hermanos más pequeños que dependen de ella. «No puedo escapar; si me marcho de aquí o denuncio a la mafia, harán daño a mi familia...». Pero desde su impotencia y oscuridad expresa una Cercanía Misteriosa: «Todos los días le rezo, Él siempre está conmigo. Dios es el único que me puede ayudar».
María, casada a los 14 años para poder escapar de casa, sin padre y con una madre que la maltrataba (no recuerda que alguien la haya querido alguna vez). Cuando nació su primer hijo, empezaron las palizas, y así durante todo su matrimonio. Al final no pudo más, se vino a España a buscar un futuro mejor para sus hijos y acabó, después de varios trabajos fallidos, en la prostitución. Lleva siete años y está cansada; ahora tiene 42. Muchos días está bebida («esto no se puede aguantar a pelo»). Sus hijos son su única ilusión (los tres están en su tierra natal, Colombia), pero eligieron el camino equivocado («sólo me dan disgustos»: drogas, violencia, cárcel, amenazas, la presión de las “maras”... ¿Para qué ha servido entonces tanto sacrificio?», se pregunta. Su día a día es muy duro: está envuelta en problemas y no encuentra salida, pero en su boca y en su corazón no reniega de Dios: «mi diosito no me abandona»; «Él me da fuerzas cada día para seguir».
Somos testigos privilegiadas del Evangelio, de la presencia misteriosa de Dios entre los pobres, presencia que siempre sobrecoge.
Testigos de muchos procesos de resurrección como el de José. Lo conocimos en la calle, recogiendo las patatas fritas que sobraban de las mesas de un burger. Tenía 35 años y un aspecto descuidado y sucio; vivía en la calle y no tenía a nadie; consumía drogas y parecía un muerto viviente, ante quien se vuelve el rostro. Le invitamos a darse una vuelta por un espacio de acogida de Villa Teresita, y al día siguiente apareció, y así todos los días: nunca dejaba de venir, casi siempre en malas condiciones, pero venía, se sentía persona (éramos su familia, decía). Al poco tiempo, entró preso (tenía causas pendientes), y continuamos acompañándole y buscando junto a él alternativas. Poco a poco, se fue consolidando en él el deseo de vivir (antes sólo sobrevivía), y La Vida en él, sin borrar las huellas de la cruz, se fue manifestando con toda su fuerza... Ahora lleva seis años fuera de la cárcel, sin consumir, trabajando y viviendo una relación de pareja. José pasó de la muerte a la vida.
Para mucha gente sencilla, la Iglesia que aparece en los medios de comunicación casi siempre representada por el rostro de un varón célibe, hierático y vestido de negro, les resulta distante, fría, demasiado alejada de las dificultades de la «vida real». Para muchos existe una Iglesia casi invisible en los medios de comunicación, pero cercana a sus vidas. Una Iglesia humana, cálida, acogedora, que se desvive y da vida (no es otra Iglesia, sino la misma). ¡Que le pregunten por ella a los pobres y excluidos! ¡Que le pregunten a los presos, a los enfermos de sida, a las mujeres en situación de prostitución y víctimas de trata, a los niños abandonados, a los sin hogar, a los que tienen una enfermedad mental, a los inmigrantes sin papeles, a los hambrientos de este mundo...! ¿Quién ha estado cerca?; ¿quién les visitaba cuando estaban en la cárcel?; ¿quién les acompañaba en el hospital como a uno más de su familia?; ¿quién les escuchaba y les hacía sentir únicos e importantes?; ¿con quién han celebrado las pequeñas alegrías de la vida?; ¿quién ha batallado por sus derechos?; ¿quién les ha abierto su casa, su mesa, su amistad?; ¿con quién han compartido su fe? Para la mayoría de ellos, esta Iglesia tiene rostro de mujer. Es la Iglesia samaritana, la Iglesia servidora que pone en práctica lo que celebramos: «Danos entrañas de misericordia ante toda miseria humana, inspíranos el gesto y la palabra oportuna frente a la hermana y el hermano solo y desamparado, ayúdanos a mostrarnos disponibles ante quien se siente explotado y deprimido. Que tu iglesia, Señor, sea un recinto de verdad y de amor, de libertad, de justicia y de paz, para que todos encuentren en ella un motivo para seguir esperando» (Plegaria eucarística V/b).
Que no se ofendan los varones: quien haya bajado a los contextos de exclusión y pobreza sabrá que las mujeres casi siempre les han precedido.
Los signos de la presencia del Reino ya están entre nosotros: «Id y contad a Juan lo que habéis visto y oído: los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios, los sordos oyen, los muertos resucitan, se anuncia a los pobres la Buena Nueva, y ¡dichoso aquel que no se escandalice de mi!» (Lc 7,22-23).
No se habla de templos llenos, ni de una iglesia influyente en la sociedad, ni de grandes concentraciones de cristianos para ser signos visibles del Reino, ni de problemas litúrgicos... Las señales son claras para quien quiera ver. ¿Habremos desenfocado la mirada?
3. Recuperando la palabra. «Ve a mis hermanos y diles...»
Con esta petición, el Señor Resucitado envió a María Magdalena a la comunidad cristiana. ¿No ha llegado el momento de recuperar la palabra de la mujer en la Iglesia? ¿No es el mismo Señor Jesús quien nos envía? ¿Acaso hemos olvidado el comportamiento de Jesús con las mujeres y su protagonismo en las comunidades primitivas?2
Sabemos que muy pronto, influenciados por el mundo griego y la cultura patriarcal, el protagonismo emergente de las mujeres quedó relegado a un segundo, tercer o cuarto plano3.
Sabemos también que, aunque la mujer muy pronto quedó invisibilizada en los órganos de decisión de la Iglesia, no quedó fuera de la mirada de Dios. Muchas mujeres fieles a la acción del Espíritu han impulsado y renovado la Iglesia desde dentro, sufriendo en sus carnes la incomprensión y la soledad que acompaña a los profetas. Algunas son recordadas y nombradas al estudiar la Historia de la Iglesia; otras (la mayoría) son olvidadas, pero sus vidas anónimas han sostenido a la Iglesia sin que la Iglesia lo supiera. Su voz silenciada no se ha podido acallar, porque el altavoz lo pone Otro. Como dice la canción de Ain Karem, «sin que hablen, sin que pronuncien, sin que resuene su voz, a toda la tierra alcanza su pregón y hasta los límites del orbe su lenguaje». ¡Cuánto de Dios se ha acallado...!
En el siglo XXI, las mujeres en la Iglesia seguimos escuchando una llamada que no es nuestra, un envío que no parte de nosotras. Ponerlo en cuestión es poner en cuestión al mismo Señor que llama4.
La Iglesia del siglo XXI ya no puede concebir y pensar la realidad de la mujer en su seno como si ésta se pensase a sí misma como una mujer del siglo XVII, XVIII o incluso de primeros del XX. Las cosas han cambiado, la realidad ha cambiado, las leyes han cambiado, y la conciencia social también. En nuestra sociedad «desarrollada» la mujer ha ido adquiriendo cuotas de poder político, económico, cultural, laboral... difícilmente imaginables hace unas décadas. En la actualidad, ¿entenderíamos una familia en la que sólo los varones tuvieran la palabra y el poder de decisión? ¿No sigue siendo así en nuestra Iglesia? Como dice Lucía Ramón, ¿cómo explicar a nuestras hijas que su condición de mujeres las inhabilita para la cercanía al altar –ni tan siquiera como monaguillas–, precisamente porque son mujeres, cuando sus hermanos –a los que en algunos casos admiran y tratan de emular– sí pueden?5.
Hay caminos abiertos por la acción del Espíritu que ya no tienen marcha atrás. Y este movimiento no puede ser ignorado por la Iglesia, obligada a ser fiel al Espíritu que sigue actuando en la historia. No olvidemos que creemos en un Dios que actúa dentro de ella.
La cuestión del empoderamiento de la mujer no es para repetir un esquema ni un modelo de iglesia de poder, vertebrado sobre el clero, ni para que podamos llegar las mujeres al ministerio ordenado, tal y como lo viven muchos varones en la actualidad. El empoderamiento no es para ascender, sino para descender; no es para medrar, sino para servir. La cuestión de fondo es teologal: reconocer a la mujer como mujer (creada a imagen y semejanza de Dios: Gn 1,27) y reconocer a la mujer como bautizada e hija de Dios (a veces parece que no creemos de verdad en el bautismo).
Como dijo Cristina Kaufmann, a la Iglesia le falta «lo femenino», y esto produce un «grave desequilibrio que no deja brillar la verdad en la Iglesia en todo su esplendor, ni deja fluir toda la corriente de vida para bien de todos»6.
¡Cuánto podemos aportar las mujeres...! ¡Y cuánto sesgo se ha hecho a la acción del Espíritu...!
4. En la Iglesia desde dentro
La vida de la Iglesia está transida y apoyada en la fe y el testimonio de muchas mujeres. La gracia no está mediatizada por el género.
Mujeres dóciles al Espíritu, que acogen la Palabra y la dan a luz desde lo pequeño de cada día. Mujeres que, como Jesús, se ciñen la cintura y lavan los pies, friegan la iglesia, preparan los manteles, atienden las Caritas parroquiales, sirven y distribuyen los bienes a los pobres aunque no se las considere diaconisas. Mujeres en contacto directo con el cuerpo herido y sufriente de Cristo, aunque no se las considere dignas de «dar la comunión», y mucho menos de plantear su vocación sacerdotal7; mujeres al pie de la cama de los enfermos terminales, acompañando a los ancianos hasta el final, aunque no puedan ungirles con el óleo sagrado; mujeres aliviando las cargas de la existencia y posibilitando la reconciliación con Dios, aunque no puedan absolver con la autoridad de la Iglesia; mujeres que ayudan a crecer en la fe y a buscar y discernir la voluntad de Dios en los acompañamientos personales, aunque no serán invitadas ni consideradas capaces de discernir las mociones del Espíritu en los grupos de decisión eclesial; mujeres teólogas, con el don de la palabra, estudiosas de la Sagrada Escritura, que no podrán predicar en el altar ni hacerse voz de Su Palabra, sólo por el hecho de ser mujeres.
Desde dentro, la Iglesia duele. ¡Estamos tan lejos del Evangelio que predicamos...! ¿Qué le pasa a nuestra Iglesia? ¿Por qué tantos miedos? ¿Por qué no despertamos ante el clamor de nuestro mundo? Se hace necesario abrir nuevos caminos y denunciar con cariño y libertad todo «sábado», toda ley, toda estructura de poder, toda ideología que se convierta en sistema seguridad y ahogue la Vida (que es vida concreta, con rostros concretos). Agradecer el Evangelio recibido por la Iglesia y empujar con toda nuestra vida para que la Iglesia camine hacia el Evangelio.
Se hace necesario volver a la Fuente, ir a lo esencial para no perdernos en lo accesorio, dejarnos acompañar y sostenernos en comunidad unas a otros para vivir de la fe.
Desde dentro es importante aprender a vivir a varios niveles: lo que se ve y lo oculto; lo que en apariencia no cambia y lo germinal; lo que se mueve por fuera y lo que se gesta por debajo. Amar a la Iglesia y sentirnos parte de ella, aunque no estemos de acuerdo con todo lo que ella hace; agradecer la mediación humana de la Iglesia, aunque en tantos momentos las mediaciones sean motivo de «escándalo»; vivir en comunión con la Iglesia sin comulgar con lo que no nos parece cristiano; beber de su corriente de vida, la que mana por dentro, y posibilitar con nuestra vida y nuestra palabra que el Espíritu de la sinagoga de Nazaret (Lc 4,16-20), vaya empapando las estructuras eclesiales y haciéndolas más permeables a Su Palabra.
Desde dentro, con los ojos de la fe, se experimenta la Vida del Resucitado, el Señorío de Jesús, la comunión de los santos y santas que nos preceden y acompañan, la vida del Espíritu, el triunfo de la Vida. Desde dentro, muchas mujeres dan paso a Dios con su vida. Y en el interior, en lo más profundo, la mujer María es quien sostiene a la Iglesia y le sigue dando vida con su respuesta fiel.
5. Alumbrando el Reino desde dentro y desde abajo
Empujamos, como en un parto, para alumbrar la novedad que trae Dios a nuestra Iglesia; y empujamos con dolor (no hay alumbramiento sin él), con tensión y con paz, con contracciones y con profundo amor, con alegría y con esperanza, conscientes de que la Vida que nos empuja por dentro no es nuestra, sino de Aquel que ensancha nuestras entrañas.
No empujamos para que la Iglesia esté gobernada por mujeres ni con el único fin de que las mujeres sean sacerdotes, obispos, cardenales... No hablamos de reivindicaciones estadísticas, de paridad de número ni de cuotas de poder; es algo mucho más importante: no sesgar la acción del Espíritu por razones de género; ser dóciles a Su fuerza renovadora, que sigue actuando en nuestros días.
Estamos en un momento privilegiado para vivirnos como Iglesia con más humildad y menos protagonismo, más necesitados unos de otros, en búsqueda y diálogo permanente. Un momento privilegiado para aprender a ser resto de Israel, pequeña semilla, levadura en medio del mundo, un destello de luz y esperanza en medio de la oscuridad en la que habitan tantos seres humanos.
El riesgo en este tiempo de crisis es para muchos mirar atrás, añorar tiempos pasados, replegarse y parapetarse del mundo (como si Dios no estuviese en él); para otros, el riesgo es la crítica amarga, la desesperanza, olvidar la ambigüedad de lo real (que el trigo crece con la cizaña), perder la fe y la capacidad de captar los signos del Resucitado en la vida cotidiana y en nuestra Iglesia. Éste es el tiempo oportuno. No tenemos que esperar otro. Éste es el único que tenemos para jugarnos la vida.
El Reino crece. Con nosotros y a pesar nuestro. A través de la Iglesia como mediadora privilegiada de salvación, y también a pesar de ella. El Reino es más grande que la Iglesia, y su eficacia no se puede medir con nuestros criterios: un grano de mostaza, una pizca de sal, un trocito de levadura, una comida compartida, un niño que nace... Dios conduce la historia; la última Palabra y la decisiva es Suya. ¿Confiamos en Él?
¿No actúa Dios desde abajo, desde lo débil y pequeño? (1 Co 1,17ss). Como recuerda Dolores Aleixandre, tenemos que «hacernos decididamente creyentes y partidarias de esa «revolución de adverbios» inaugurada por Jesús en el Reino: el arriba/abajo, el primero/último, el más/menos, el dentro/fuera, que no suelen coincidir con nuestros criterios, y precisamente es una mujer quien nos lo anuncia en su Magnificat»8.
Es hora de creer y llevar a la práctica lo que celebramos en el bautismo: hombres y mujeres revestidos de Cristo (Ga 3,26-29), bautizados y bautizadas, crismados, creados a imagen de Dios, llamados a crecer en el amor hasta alcanzar la plenitud a semejanza de Cristo, profeta, sacerdote y rey.
Es hora de encarnar e inculturar el Evangelio con un lenguaje del siglo XXI9. Es hora de abordar sin miedos una profunda reforma teológica y catequética, pastoral y espiritual (muchas voces lo están reclamando con urgencia) y buscar otros modelos de organización más fraternos. Es tiempo de que las mujeres estudiemos y nos preparemos igual que los varones para poder hablar con la misma autoridad intelectual (las mujeres seguimos siendo minoría en los centros de estudio teológico); tiempo de utilizar antropologías más integrales (no androcéntricas ni dualistas), incorporando la reflexión teológica y la exégesis bíblica hecha por mujeres, evangelizando con los cinco sentidos (también con el sexto), soltando rigideces, para que nuestros cuerpos de varones y mujeres puedan ser cauces de amor y misericordia. Es tiempo de transformar la tierra extranjera en hogar para todos, cuidando la acogida y calidez en nuestras celebraciones comunitarias (también en ellas falta lo femenino), creando espacios de respiro y de vida para los abatidos, los que andan perdidos como ovejas que no tienen pastor, entretejiendo relaciones de cariño y amistad para que ninguna criatura se sienta fuera, sin familia, sin hogar, huérfana de Dios. Así seremos testimonio de vida y esperanza en nuestro mundo. Sólo podremos anunciar al Dios Amor si nuestra vida lo hace creíble.
La Ruah empuja. Ha llegado la hora de repartir la misión evangelizadora de la Iglesia según carismas, y no según el género de quien predica, de quien da testimonio, de quien toma las decisiones... Es hora de reconocer y agradecer la diversidad para el bien común: «diversidad de carismas con un mismo Espíritu; diversidad de ministerios, pero un mismo Señor; diversidad de actuaciones, pero un mismo Dios que obra todo en todos (y en todas). A cada cual (varón o mujer) se le otorga la manifestación del Espíritu para provecho común. Porque a uno (o a una) se le da por el Espíritu palabra de sabiduría; a otro (o a otra), palabra de ciencia según el mismo Espíritu; a otro (o a otra), fe en el mismo Espíritu; a otro (o a otra), carisma de curaciones en el único Espíritu; a otro (o a otra), poder de milagros; a otro (o a otra), profecía; a otro (o a otra), discernimiento de espíritus; a otro (o a otra), diversidad de lenguas; a otro (o a otra), don de interpretarlas. Pero todas estas cosas las obra un mismo y único Espíritu, distribuyéndolas a cada uno (y cada una) en particular según Su voluntad» (1 Co 12,4-11).
Ha llegado la hora de creer en el Señor Jesús, el Resucitado, el Señor de nuestra Iglesia, en quien ya no hay diferencias entre judío o no judío, esclavo o libre, varón o mujer (Ga 3,28).
El parto ha comenzado, no hay marcha atrás. ¿Quién podrá detener la fuerza del Espíritu?
* De la Comunidad «Villa Teresita». Licenciada en Estudios Eclesiásticos. Trabaja en marginación. Madrid.
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