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martes, 22 de febrero de 2011

VIII Domingo del T.O. (Mt 6,24-34) - Ciclo A: Las cosas tienen que cambiar



¿Qué esperaba Jesús en concreto? ¿Cómo se imaginaba la implantación del reino de Dios? ¿Qué tenía que suceder para que, de verdad, el reino de Dios se concretara en algo bueno para los pobres? ¿Pensaba solo en la conversión de los que le escuchaban para que Dios transformara sus corazones y reinara en un número cada vez mayor de seguidores? ¿Buscaba sencillamente la purificación de la religión judía? ¿Pensaba en una transformación social y política profunda en Israel, en el Imperio romano y, en definitiva, en el mundo entero? Ciertamente, el reino de Dios no era para Jesús algo vago o etéreo. La irrupción de Dios está pidiendo un cambio profundo. Si anuncia el reino de Dios es para despertar esperanza y llamar a todos a cambiar de manera de pensar y de actuar . Hay que «entrar» en el reino de Dios, dejarse transformar por su dinámica y empezar a construir la vida tal como la quiere Dios.

¿En qué se podía ir concretando el reino de Dios? Al parecer, Jesús quería ver a su pueblo restaurado y transformado según el ideal de la Alianza: un pueblo donde se pudiera decir que reinaba Dios. Para los judíos, volver a la Alianza era volver a ser enteramente de Dios: un pueblo libre de toda esclavitud extranjera y donde todos pudieran disfrutar de manera justa y pacífica de su tierra, sin ser explotados por nadie.

Los profetas soñaban con un «pueblo de Dios» donde los niños no morirían de hambre, los ancianos vivirían una vida digna, los campesinos no conocerían la explotación. Así dice uno de ellos: «No habrá allí jamás niño que viva pocos días o viejo que no llene sus días... Edificarán casas y las habitarán, plantarán viñas y comerán su fruto. No edificarán para que otro habite, no plantarán para que otro coma». En tiempos de Jesús, algunos pensaban que el único camino para vivir como «pueblo de la Alianza» era expulsar a los romanos, ocupantes impuros e idólatras: no tener alianza alguna con el César; desobedecerle y negarse a pagar los tributos. Los esenios de Qumrán pensaban de otra manera: era imposible ser el «pueblo santo de Dios» en medio de aquella sociedad corrompida; la restauración de Israel debía empezar creando en el desierto una «comunidad separada», compuesta por hombres santos y puros. La posición de los fariseos era diferente: levantarse contra Roma y negarse a pagar los impuestos era un suicidio; retirarse al desierto, un error. El único remedio era sobrevivir como pueblo de Dios insistiendo en la pureza ritual que los separaba de los paganos.

Por lo que podemos saber, Jesús nunca tuvo en su mente una estrategia concreta de carácter político o religioso para ir construyendo el reino de Dios. Lo importante, según él, es que todos reconozcan a Dios y «entren» en la dinámica de su reinado. No es un asunto meramente religioso, sino un compromiso de profundas consecuencias de orden político y social. La misma expresión «reino de Dios», elegida por Jesús como símbolo central de todo su mensaje y actuación, no deja de ser un término político que no puede suscitar sino expectación en todos, y también fuerte recelo en el entorno del gobernador romano y en los círculos herodianos de Tiberíades. El único imperio reconocido en el mundo mediterráneo y más allá era el «imperio del César». ¿Qué está sugiriendo Jesús al anunciar a la gente que está llegando el «imperio de Dios»? Es el emperador de Roma el que, con sus legiones, establece la paz e impone su justicia en el mundo entero, sometiendo a los pueblos a su imperio. Él les proporciona bienestar y seguridad, al mismo tiempo que les exige una implacable tributación. ¿Qué pretende ahora Jesús al tratar de convencer a todos de que hay que entrar en el «imperio de Dios», que, a diferencia de Tiberio, que solo busca honor, riqueza y poder, quiere ante todo hacer justicia precisamente a los más pobres y oprimidos del Imperio?

La gente percibió que Jesús ponía en cuestión la soberanía absoluta y exclusiva del emperador. No es extraño que, en una ocasión, «herodianos» del entorno de Antipas y «fariseos» le plantearan una de las cuestiones más delicadas y debatidas: «¿Es lícito pagar tributo al César o no?». Jesús pidió un denario y preguntó de quién era la imagen acuñada y la inscripción. Naturalmente, la imagen era de Tiberio y la inscripción decía: Tiberius, Caesar, Divi Augusti Filius, Augustus. Aquel denario era el símbolo más universal del poder «divino» del emperador. Jesús pronunció entonces unas palabras que quedaron profundamente grabadas en el recuerdo de sus seguidores: «Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios». Nadie está por encima de Dios, ni Tiberio. Devolvedle al César este signo de su poder, pero no le deis nunca a ningún César lo que solo le pertenece a Dios: la dignidad de los pobres y la felicidad de los que sufren. Ellos son de Dios, su reino les pertenece. Jesús se expresó de forma más clara al hablar de los ricos terratenientes. Su riqueza es «injusta», pues el único modo de enriquecerse en aquella sociedad era explotando a los campesinos, único colectivo que producía riqueza. El reino de Dios exige terminar con esa inicua explotación: «No podéis servir a Dios y al Dinero». No es posible entrar en el reino acogiendo como señor a Dios, defensor de los pobres, y seguir al mismo tiempo acumulado riqueza precisamente a costa de ellos. Hay que cambiar. «Entrar» en el reino de Dios quiere decir construir la vida no como quiere Tiberio, las familias herodianas o los ricos terratenientes de Galilea, sino como quiere Dios. Por eso, «entrar» en su reino es «salir» del imperio que tratan de imponer los «jefes de las naciones» y los poderosos del dinero.

Jesús no solo denuncia lo que se opone al reino de Dios. Sugiere además un estilo de vida más de acuerdo con el reino del Padre. No busca solo la conversión individual de cada persona. Habla en los pueblos y aldeas tratando de introducir un nuevo modelo de comportamiento social. Los ve angustiados por las necesidades más básicas: pan para llevarse a la boca y vestido con que cubrir su cuerpo. Jesús entiende que, entrando en la dinámica del reino de Dios, esa situación puede cambiar: «No andéis preocupados por vuestra vida, qué comeréis, ni por vuestro cuerpo, con qué os vestiréis... Buscad más bien el reino de Dios y esas cosas se os darán por añadidura». No apela con ello a una intervención milagrosa de Dios, sino a un cambio de comportamiento que pueda llevar a todos a una vida más digna y segura. Lo que se vive en aquellas aldeas no puede ser del agrado de Dios: riñas entre familias, insultos y agresiones, abusos de los más fuertes, olvido de los más indefensos. Aquello no es vivir bajo el reinado de Dios. Jesús invita a un estilo de vida diferente y lo ilustra con ejemplos que todos pueden entender: hay que terminar con los odios entre vecinos y adoptar una postura más amistosa con los adversarios y con aquellos que hieren nuestro honor. Hay que superar la vieja «ley del talión»: Dios no puede reinar en una aldea donde los vecinos viven devolviendo mal por mal, «ojo por ojo y diente por diente». Hay que contener la agresividad ante el que te humilla golpeándote el rostro: «Al que te hiera en una mejilla, preséntale también la otra». Hay que dar con generosidad a los necesitados que viven mendigando ayuda por las aldeas: «Da a todo el que te pida, y al que tome lo tuyo, no se lo reclames». Hay que comprender incluso al que, urgido por la necesidad, se lleva tu manto; tal vez necesita también tu túnica: «Al que te quite el manto, no le niegues la túnica». Hay que tener un corazón grande con los más pobres.

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