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sábado, 14 de mayo de 2011

IV Domingo de Pascua (Jn 10,1-10) - Ciclo A: De puntillas


Se le define ordinariamente como el «domingo del buen Pastor». ¿Y si, por el contrario, fuese sobre todo el domingo de las ovejas? Todos están de acuerdo en reconocer que Cristo es el verdadero Pastor, lo contrario del mercenario, ya que dio su vida por sus ovejas, porque es su único guía seguro, que se pone delante de ellas abriéndoles el camino.
Pero hemos de convencernos, más bien, de que lo más importante de todo son las ovejas.
Que no forman un rebaño... de borregos, muchos y todos iguales. Que no constituyen una masa de mano de obra.
Que no deben ser explotadas de ninguna forma, ni para el prestigio propio, ni para el propio consuelo.
Que deben ser conocidas y llamadas por su nombre y amadas una a una.
La forma con que Cristo habla del redil casi evoca la imagen del templo.
Y en el centro, esta vez, no está la presencia de Dios, sino la presencia del hombre. Una realidad sagrada que respetar.
El redil no es el lugar de encierro o el dormitorio de las ovejas. Es el lugar del encuentro, del reconocimiento.
Jesús, además de definirse como «Buen Pastor», se sitúa como la única puerta de entrada en el redil. Quien se ocupe de las ovejas debe «pasar» obligatoriamente por él, dejar en aquella puerta toda su vanidad, sus ambiciones de hacer carrera, su cartera, sus pretensiones de poder, sus cálculos oportunistas, su orgullo de saber.
Hay que dejar en aquella puerta el bastón y el código. El pastor sólo va armado con su voz.
El que no entra por la puerta que es Cristo, es decir, el que no adopta su mismo estilo, ése es «ladrón y bandido», aunque hable en nombre de Cristo.
Sí, por la puerta de acceso al redil sólo se entra de puntillas. Sería oportuno, en las ceremonias de la ordenación, añadir un rito especial invitando perentoriamente al futuro ministro de la comunidad a quitarse los zapatos, «porque el lugar que pisas es sagrado» (Ex 3, 6).

Con la punta de la lengua
Pero sobre todo se entra con «la punta de la lengua». La catequesis fundamental es la de la voz.
Más que doctrina, las ovejas tienen que recibir de su pastor una vocación, es decir, deben sentirse llamadas por su nombre.
«Las ovejas escuchan su voz; él llama a las suyas por su nombre y las saca fuera del redil»
Muchos pastores se quejan, con acento lastimero, de que su rebaño no les escucha.
En algunos casos, ¿no será porque las personas no han logrado oír la voz de su pastor?
¿O por qué el pastor emite una voz que, en vez de hacerlo reconocer, lo esconde?
El mercenario, el funcionario, «invisible» por haberse disfrazado de celoso o atareado pastor, se traiciona, se descubre por un detalle minúsculo: la voz.
Al contrario, es también la voz la que hace «visible» al verdadero pastor.
El tono, el timbre de la voz, la pasión, la convicción, explican también el fenómeno que se verificó con ocasión del sermón de Pedro (primera lectura): «Estas palabras les traspasaron el corazón».
Entonces es natural que salte la pregunta:
-¿Qué tenemos que hacer?
Demasiados predicadores, por el contrario, pretenden imponer enseguida a sus oyentes lo que tienen que hacer. Sin preocuparse antes de abrir un portillo en su corazón.
La lista de «las cosas por hacer» puede causar fastidio o indiferencia, si la palabra no ha provocado antes una herida, si no ha removido los entresijos del alma, si no ha suscitado un deseo acuciante.
No basta proclamar a gritos que Cristo ha sido constituido Señor. Resulta decisivo el «modo» con que se hace esta afirmación.
Es importante que de las palabras del pastor se pueda intuir qué es lo que provoca ese hecho en su vida.


El oficio en vez del amor
Hoy puede haber una doble deformación de la figura del pastor, respecto al modelo original.
La primera es la de la «compostura», la de la fría profesionalidad. Algunos profesionales de rostros apagados, de sonrisas heladas, de apretones de mano que son una invitación a mantener las distancias, de gestos calculados, de palabras pesadas, de miradas apagadas (porque anda por medio la pantalla de las páginas de un código), de bocas que mastican fórmulas, de manos sentenciosas, de cabezas solemnes, de pasos acompasados, de actitudes esterotipadas, no cuadran ciertamente con la figura del pastor en que todos pensamos al leer las palabras de Cristo.
No tienen la fuerza de un momento de debilidad, de abandono. Parece que se avergüenzan de poseer un corazón, de dejar filtrar un sentimiento.
No consiguen prescindir, al menos por un momento, de su papel, dejando libre a la persona atrapada dentro del personaje, a la humanidad aprisionada en aquella amargura oficial.
Sólo producen palabras contadas, previsibles, que se sienten obligados a decir.
«Conozco a mis ovejas y mis ovejas me conocen a mí».
Pero, para hacerse conocer, Cristo no vaciló en llorar, en manifestar cariño, en dejarse conmover (es decir, «acoger en las entrañas») por todo tipo de miseria, en pedir y en dar amistad, en manifestar sus propios gustos (¡incluido el perfume!), en pedir aliento en el momento de la angustia.
El buen pastor puso sobre la mesa (podríamos decir) todo su amor. Y siempre a la mesa, hizo partícipes a los discípulos de sus secretos, llegando a las confidencias más íntimas.
Algunos pastores, por el contrario, se lamentan de que no son comprendidos. Pero no se arriesgan a darse a conocer de veras, a abandonar el refugio tranquilizante de su función, a quitarse la careta de la seriedad y de la rigidez (el despojo más necesario, la pobreza más obligatoria).
Ciertamente, el pastor está revestido de autoridad.
Pero más que reivindicar la autoridad (que a veces se confunde con el poder) que viene del Pastor, hay que reivindicar (¡y manifestar!) el amor y la delicadeza y la capacidad de entrega que vienen de ese mismo Pastor.
Uno no se hace amar porque tenga autoridad. Tiene autoridad sólo en la medida en que es capaz de «amar como él amó».
La función, ciertamente, está garantizada por el código.
...Pero se trata de otro código. Del que llevó a Cristo a morir en la cruz.

Dar cosas en lugar de darse
La otra deformación es la del afán.
Pastores que trabajan mucho (demasiado), que se agitan, que siempre están atareados.
Totalmente metidos en sus obras, en sus actividades, en sus iniciativas, en la organización, acaban por no preocuparse ya de las personas.
Dan cosas. Pero de esta manera se dispensan de darse a sí mismos. Estar siempre corriendo no significa necesariamente guiar el rebaño.
Como tampoco desgañitarse quiere decir saber hablar a las ovejas (se las trastorna en vez de orientarlas).
No tener nunca tiempo no significa necesariamente gastarse por los demás.
Recuerdo la confesión sangrante de un misionero de Tanzania: «He realizado en mi misión una serie considerable de obras a costa de enormes sacrificios. Puedo asegurar que no he ahorrado esfuerzo alguno. Sin embargo... El otro día, en la inauguración oficial de mi última construcción, que fui levantando ladrillo a ladrillo, una mujer me echó en cara una amarga verdad:
- Has hecho mucho por nosotros, hemos de reconocerlo, en todos estos años. Pero, mira, no necesitamos tus cosas. ¡Te necesitamos a ti! ¡Y tú no estás nunca!
Me quedé aturdido. Luego, tuve que admitir que tenía razón. A fuerza de multiplicar las iniciativas, de trabajar como un condenado sin respiro, no me daba cuenta de que terminaba paradójicamente por negarme, por privar a la gente del regalo esencial que esperaban de mí... y al que tenían pleno derecho».

¿Voto de paciencia?
Entre las recomendaciones de Pedro, contenidas en la segunda lectura, me limito a subrayar una palabra: paciencia.
Precisamente en la jornada de las vocaciones, me gustaría parafrasearla así:
«A esto habéis sido llamados»: a la paciencia.
No existe vocación, si no hay vocación a la paciencia.
Un examen severo al que debería someterse todo candidato es el de la paciencia.
Creo incluso que podría añadirse un voto, o al menos una promesa solemne: el voto de paciencia.
La paciencia no debe residir solamente en la boca de los viejos que, después de haber perdido los sueños por el camino, los han sustituido por la paciencia (que en este caso no sería más que resignación cansina).
No. La paciencia sirve precisamente para no dejar que mueran los sueños.
Son los jóvenes los que deben equiparse de paciencia, para que sirva de cobertura a sus ideales más atrevidos.
Sin una buena dosis de paciencia deja uno de trabajar tras el primer fracaso, se pone uno a lamer sus heridas gimoteando tras el primer incidente, se hace uno ridículamente la víctima tras el primer rechazo o la primera incomprensión, se desinfla uno ante el menor obstáculo, ante la dificultad más modesta.
El rebaño camina, va creciendo, a la medida de la paciencia del pastor.
Y también, para el sacramento de la reconciliación, sólo se consigue «traspasar el corazón» de alguien (por seguir usando la expresión de los Hechos) cuando uno se muestra «ministro de la paciencia de Cristo».
Hay que decirlo con toda claridad y honradez. La misión no se resuelve en una serie brillante de éxitos, de empresas coronadas infaliblemente por resultados satisfactorios y apreciados «desde arriba» (que, por otro lado, siempre se quedan un poco cortos...).
Es más bien un prolongado ejercicio de paciencia, una serie interminable de paciencias.
La pasión, cuanto mayor y más devoradora sea, tanto más debe ir acompañada de la paciencia.
Todos nosotros, además de haber sido curados por las llagas de Cristo (como recuerda también Pedro en la segunda lectura) somos fruto de su paciencia infatigable.
Repitámoslo en toda ocasión, evitando peligrosos equívocos. Es inútil comenzar, si uno no está dispuesto a re-comenzar.
Siempre hay que comenzar de nuevo, desde el principio, después de los inevitables fallos, errores, desengaños.
Las cosas que se cree que «han acabado mal» no acaban realmente mal si alguien, a pesar de todo, se empeña en comenzar de nuevo como si fuera la primera vez.
«Cuando le insultaban, no devolvía el insulto; en su pasión no profería amenazas...».
Quizás un modo concreto de imitar la pasión del «Pastor y Guardián de vuestras almas» sea el de amenazar... paciencia, siempre que nuestros sueños y proyectos sufran los ultrajes de una realidad hostil.

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