Por Eloy Roy
Las revelaciones recientes sobre los Ben Ali, Mubarak, Gadafi y otros, dan una idea de la rapacidad con que esos personajes han acumulado fortunas colosales y de su ferocidad para resguardarlas. Teniendo esa realidad como telón de fondo, pregunto al Evangelio de Jesús de Nazaret si se puede a la vez ser bueno y muy rico.
Mateo 19, 16-24.
Joven rico, tu encuentro con Jesús te dejó un sabor amargo en la boca. Tal vez ibas a él con la ilusión de que te tomara como discípulo, porque eras un buen muchacho. No sabías mentir, no sabías robar, jamás habías matado a nadie ni cometido el adulterio. Además sabías dar limosna a los pobres y cumplir con todos los requisitos de la religión. Eras rico y así con tu dinero podías contribuir al mantenimiento de los discípulos y a sus buenas obras.
Tus intenciones eran límpidas. Por eso le caíste bien a Jesús; él te miró con cariño y te habló con dulzura. Pero fue para ti como un electroshock.
Él te dijo que no bastaba ser bueno, sino que también hacía falta ser justo.
Eso de ser justo no te sorprendió porque siempre supiste apreciar la honradez. Pero Jesús te mató cuando te hizo ver que nada de lo que tenías era tuyo. Esa fortuna tuya no la habías ganado con el sudor de tu frente ya que eras muy joven; por lo tanto, la tenías que haber heredado.
Efectivamente te venía de un ancestro de varias generaciones, cómplice de un dictador que había alegremente saqueado a su país, dejándolo en la miseria. Plata sucia, manchada de sangre, pues. ¿No lo sabías? Claro que no. Esas historias no te interesaban. Te bastaba con ser bueno.
Y, como otros muchos «buenos», separabas la bondad de la justicia.
Eras rico pero no te sentías responsable del hambre de los pobres, de sus enfermedades, de sus vergüenzas, de su desamparo, ni de los dramas, delincuencia y muerte de muchos de ellos.
Eras rico y no veías que la miseria venía de la riqueza acumulada gracias a las matanzas, asesinatos, guerras, dictaduras, monopolios, extorsiones, fraudes y explotación de multitudes indefensas por parte de hombres y mujeres que, como tú, creían en Dios y pretendían cumplir sus mandamientos.
Pues sí, tu riqueza venía de los pobres y a los pobres debía volver. Por eso, joven rico, Jesús te dijo: «Ve, vende todo lo que posees y dáselo a los pobres». Tienes que vender tus cuatro yates, tu jet privado, tus miles de hectáreas de tierra, tus pisos en Paris, Buenos Aires, Las Vegas, Hong Kong y Dubái. Deshacerte de tu cadena de hoteles. Liquidar tus acciones en la bolsa. Sacar la plata que tienes escondida en paraísos fiscales. Renunciar a tu proyecto de turismo espacial y devolver al pueblo todo lo que tu tío tatarabuelo le había robado.
Cuenta el evangelio que «el joven se marchó triste, porque tenía grandes propiedades».
El electroshock fue inútil…
Con un suspiro Jesús pronunció entonces la famosa sentencia con la que muchos «buenos» se siguen atragantando: «Es más fácil para un camello pasar por el ojo de una aguja que para un rico entrar en el mundo tal como Dios lo quiere».
¿Cómo es eso? Si Dios nos ama, ¿no va a querer que seamos ricos?... Sí, lo va a querer, pero que todos sean ricos y no sólo unos pocos. En otras palabras, lo que Dios quiere es la justicia, o sea que todos y todas tengan la parte de riquezas necesaria para poder vivir como seres humanos.
Pero ¿no sería mejor que el rico invierta para producir más riqueza y así tener más para repartir...? Precisamente, esto es lo que hemos practicado hasta hoy, con los estupendos resultados que todos sabemos: ricos más ricos y pobres más pobres…
Pues los ricos son así: mientras más tienen, más quieren. Su adicción es incurable. Pretender que cambien es como pedir a las moscas que paran elefantes. Jesús, sin embargo, no pierde la esperanza. Sabe que «para Dios todo es posible». Así ocurrió con Zaqueo.
Zaqueo era un cobrador de impuestos «muy rico», que se aprovechaba de su cargo para llenarse los bolsillos. El pueblo lo odiaba. Pero, un día, en circunstancias bastante divertidas, Zaqueo abrió la puerta a Jesús. En eso se produjo un verdadero seísmo.
El hombre cayó de su torre de marfil, tomó conciencia de que era una basura y decidió cambiar. Dio la mitad de sus bienes a los pobres y a las víctimas de sus extorsiones les devolvió todo lo que les había robado, ¡hasta cuatro veces más! (Lucas 19, 1-10)
Esto es lo que llamo el «zaqueísmo». Se entiende que Ben Ali, Mubarak, Gadafi y otros líderes del mundo árabe no practiquen ese deporte extremo porque no son cristianos… Los cristianos ricos, por otra parte, no tienen que practicarlo tampoco porque no hay ladrones entre ellos; todos son buenos…
Mateo 19, 16-24.
Joven rico, tu encuentro con Jesús te dejó un sabor amargo en la boca. Tal vez ibas a él con la ilusión de que te tomara como discípulo, porque eras un buen muchacho. No sabías mentir, no sabías robar, jamás habías matado a nadie ni cometido el adulterio. Además sabías dar limosna a los pobres y cumplir con todos los requisitos de la religión. Eras rico y así con tu dinero podías contribuir al mantenimiento de los discípulos y a sus buenas obras.
Tus intenciones eran límpidas. Por eso le caíste bien a Jesús; él te miró con cariño y te habló con dulzura. Pero fue para ti como un electroshock.
Él te dijo que no bastaba ser bueno, sino que también hacía falta ser justo.
Eso de ser justo no te sorprendió porque siempre supiste apreciar la honradez. Pero Jesús te mató cuando te hizo ver que nada de lo que tenías era tuyo. Esa fortuna tuya no la habías ganado con el sudor de tu frente ya que eras muy joven; por lo tanto, la tenías que haber heredado.
Efectivamente te venía de un ancestro de varias generaciones, cómplice de un dictador que había alegremente saqueado a su país, dejándolo en la miseria. Plata sucia, manchada de sangre, pues. ¿No lo sabías? Claro que no. Esas historias no te interesaban. Te bastaba con ser bueno.
Y, como otros muchos «buenos», separabas la bondad de la justicia.
Eras rico pero no te sentías responsable del hambre de los pobres, de sus enfermedades, de sus vergüenzas, de su desamparo, ni de los dramas, delincuencia y muerte de muchos de ellos.
Eras rico y no veías que la miseria venía de la riqueza acumulada gracias a las matanzas, asesinatos, guerras, dictaduras, monopolios, extorsiones, fraudes y explotación de multitudes indefensas por parte de hombres y mujeres que, como tú, creían en Dios y pretendían cumplir sus mandamientos.
Pues sí, tu riqueza venía de los pobres y a los pobres debía volver. Por eso, joven rico, Jesús te dijo: «Ve, vende todo lo que posees y dáselo a los pobres». Tienes que vender tus cuatro yates, tu jet privado, tus miles de hectáreas de tierra, tus pisos en Paris, Buenos Aires, Las Vegas, Hong Kong y Dubái. Deshacerte de tu cadena de hoteles. Liquidar tus acciones en la bolsa. Sacar la plata que tienes escondida en paraísos fiscales. Renunciar a tu proyecto de turismo espacial y devolver al pueblo todo lo que tu tío tatarabuelo le había robado.
Cuenta el evangelio que «el joven se marchó triste, porque tenía grandes propiedades».
El electroshock fue inútil…
Con un suspiro Jesús pronunció entonces la famosa sentencia con la que muchos «buenos» se siguen atragantando: «Es más fácil para un camello pasar por el ojo de una aguja que para un rico entrar en el mundo tal como Dios lo quiere».
¿Cómo es eso? Si Dios nos ama, ¿no va a querer que seamos ricos?... Sí, lo va a querer, pero que todos sean ricos y no sólo unos pocos. En otras palabras, lo que Dios quiere es la justicia, o sea que todos y todas tengan la parte de riquezas necesaria para poder vivir como seres humanos.
Pero ¿no sería mejor que el rico invierta para producir más riqueza y así tener más para repartir...? Precisamente, esto es lo que hemos practicado hasta hoy, con los estupendos resultados que todos sabemos: ricos más ricos y pobres más pobres…
Pues los ricos son así: mientras más tienen, más quieren. Su adicción es incurable. Pretender que cambien es como pedir a las moscas que paran elefantes. Jesús, sin embargo, no pierde la esperanza. Sabe que «para Dios todo es posible». Así ocurrió con Zaqueo.
Zaqueo era un cobrador de impuestos «muy rico», que se aprovechaba de su cargo para llenarse los bolsillos. El pueblo lo odiaba. Pero, un día, en circunstancias bastante divertidas, Zaqueo abrió la puerta a Jesús. En eso se produjo un verdadero seísmo.
El hombre cayó de su torre de marfil, tomó conciencia de que era una basura y decidió cambiar. Dio la mitad de sus bienes a los pobres y a las víctimas de sus extorsiones les devolvió todo lo que les había robado, ¡hasta cuatro veces más! (Lucas 19, 1-10)
Esto es lo que llamo el «zaqueísmo». Se entiende que Ben Ali, Mubarak, Gadafi y otros líderes del mundo árabe no practiquen ese deporte extremo porque no son cristianos… Los cristianos ricos, por otra parte, no tienen que practicarlo tampoco porque no hay ladrones entre ellos; todos son buenos…
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