I Domingo de Adviento (Mc 13,33-37) - Ciclo B
Con este primer domingo del tiempo de Adviento, se inicia un nuevo “año litúrgico” –Ciclo B-, en el que se vuelve a leer el evangelio de Marcos. Realmente, hay cosas que no se modifican –lo que tiene que ver con la situación histórico-religiosa de la Palestina del siglo I, o con la misma estructura del escrito-, pero no es menos cierto que, cuando lo leemos desde el presente, el texto siempre nos “sabe” a nuevo, porque es “nueva” nuestra aproximación a él.
En el breve texto evangélico que se lee hoy, se juega con la doble imagen del sueño y el despertar. Por eso, la palabra más repetida es: “velad”, “vigilad”.
Se trata de una imagen muy querida para todas las tradiciones espirituales, que quieren ofrecer “instrucciones” para sacarnos de la oscuridad del sueño, posibilitando así el despertar a nuestra verdadera identidad.
Jesús lo presenta en forma de parábola: el dueño de casa se va de viaje, dejando tareas encomendadas. Es necesario velar porque no se sabe cuándo será su vuelta (la parábola hace alusión a las cuatro vigilias, o cuatro cuartos, de tres horas casa uno, en las que se dividía la noche: anochecer, medianoche, canto del gallo, amanecer).
En una lectura mítica de la parábola, podría entenderse que da pie a una religión guiada por la idea del mérito/recompensa, sobre una base heterónoma: Dios sería ese Señor separado que nos va a premiar o castigar según hayamos obedecido o no sus mandatos.
Tal lectura, que nos “sonaba” familiar en nuestra infancia, como lo ha sido durante siglos para muchas generaciones –mientras la humanidad se hallaba en un nivel mítico de conciencia-, resulta hoy incomprensible para la cultura contemporánea. Y ello, fundamentalmente, por dos motivos: la idea de la heteronomía y la imagen de un dios separado.
La autonomía parece un logro irreversible de la modernidad. Gracias a esta nueva percepción, el ser humano descubre la trampa de la heteronomía, que no hace justicia ni a la imagen divina –dios aparecía como un ser intervencionista y arbitrario, rival e incluso celoso y vengativo-, ni a la dignidad humana, por cuanto la persona parecía reducida al rol de una simple marioneta.
Por decirlo brevemente, y tal como lo ha expresado un filósofo contemporáneo, la autonomía supuso la renuncia, por parte de los humanos, a ser “juguetes en manos de la divinidad”. Nuestra vida no está dirigida por unos “hilos” ajenos; tendremos que abrirnos a otra comprensión que nos resulte más coherente.
Pero todo lo humano implica riesgos y puede resultar equívoco. La heteronomía supuso entender la religión en clave de rivalidad, sobre la base del mérito y la recompensa y la imagen de un dios creado a nuestra propia imagen.
La autonomía, por su parte, se transforma en autosuficiencia y soberbia, en el momento mismo en que el ego se la apropia. Y esto es lo que le ha ocurrido a cierta modernidad y postmodernidad.
Hace apenas tres meses, asistí a una ponencia en que la que se propugnaba el laicismo como “la forma de vida” más adecuada para nuestra sociedad. Aun compartiendo la mayoría de los postulados sociopolíticos que allí se defendían, no pude menos de sentir pena cuando, en la encendida proclama que hacía el ponente, me pareció percibir una “nueva religión” (o pseudo-religión), con dos grandes mitos: el individuo y la razón, como valores absolutos e incuestionables.
Sentí pena porque, si bien considero que se trata, efectivamente, de dos grandes valores, me parece que de ningún modo son absolutos, si no queremos caer en la ignorancia más grave, con sus secuelas de sufrimiento.
La razón crítica es irrenunciable, pero no todo es “razón”: existe un modo de conocer previo al pensar. El individuo es un valor sagrado, pero la “individualidad” no es nuestra identidad más profunda. Por tanto, si no queremos empobrecer al ser humano, tenemos que trascender esos planteamientos, y abrirnos a reconocer y afirmar la dimensión transpersonal o espiritual: la inteligencia racional queda integrada y trascendida en la inteligencia espiritual.
En realidad, las trampas se superan en la medida en que salimos del engaño de la dualidad, en el que nos encierra la mente.
Como ha escrito Marià Corbí, “el mundo que los humanos percibimos y sentimos sólo está en la mente. El mundo de colores, de formas, de objetos, relaciones, interpretaciones y valoraciones está en nuestra mente, no en la realidad de lo que hay… Por tanto, una cosa es el mundo que construye nuestra necesidad, y otra distinta es lo que hay.
El mundo de nuestras construcciones no está ahí fuera, está en nuestra mente individual y colectiva… El rasgo más fundamental del mundo construido por cualquier especie de vivientes es la dualidad. El viviente, que es un ser necesitado, para poder satisfacer sus necesidades, tiene que hacer una lectura de la realidad que contraponga:
· a sí mismo, como estructura de necesidades e instrumentos de acción,
· y al medio, el mundo, como campo donde satisfacer las necesidades, actuando;
· a sí mismo, como entidad separada,
· y al campo, el mundo, donde actuar y sobrevivir.
Todo viviente se interpreta en esta dualidad fundamental. Nosotros estamos sometidos a esta ley. Pero esa dualidad no es lo que realmente hay, es sólo lo que los vivientes necesitamos ver, es sólo lo que los vivientes nos vemos precisados a construir. Lo que realmente hay es “no dos”, “eso no-dual”...
Para todos los vivientes, y también para nosotros, la realidad es dual, está compuesta de sujetos de necesidad y objetos. Sin embargo, la realidad en si misma no sabe nada de dualidades ni de sujetos y objetos; lo real es no dual” (M. CORBÍ, Silencio desde la mente. Prácticas de meditación, Bubok, Barcelona 2011, pp.9.12.13).
Por eso decía que de la trampa –del “sueño”- únicamente podemos salir cuando escapamos al engaño de la dualidad.
Y empezamos a percibir que, desde la no-dualidad, todo encaja admirablemente. Caen, simultáneamente, tanto la imagen de un dios separado –una especie de gran “individuo” antropomórfico-, como la autosuficiencia y soberbia del ego, siempre pronto a ocupar el lugar del dios recién destronado.
Se descubre la vaciedad del yo y se deja de vivir para él. Se descubre que no hay nada “fuera”, porque no existe nada separado de nada. Lo que existe es “Eso no-dual”, que es Consciencia, Plenitud y Gozo.
Ese descubrimiento es “despertar”: estamos dormidos cuando nos reducimos al ego y, debido a esa creencia de identificación, vivimos para él; despertamos cuando reconocemos nuestra identidad no-dual y compartida.
La reiterada invitación de Jesús –“vigilad, velad”- nos pone en guardia frente a nuestra tendencia a adormecernos y vivir entontecidos en la pequeña celda del yo, donde sólo puede haber confusión y sufrimiento.
La no-dualidad es luz y gozo: todo es “Eso no-dual”, que trasciende la mente, pero que se halla presente en todo, más cerca de nosotros que nosotros mismos. Por eso, el despertar es una experiencia luminosa y alegre: todo está ahí. Todo forma parte y está constituido por ese Misterio. Basta detener la mente, contemplar y rendirse.
Es la experiencia mística a la que, en un lenguaje religioso, se refería el filósofo, teólogo y cardenal Nicolás de Cusa, allá por el siglo XV: “Dios no es otro de nada. Dios, en tanto que no-otro, no es otro respecto a la criatura. Nada es otro para el no-otro… Dios es todo en todas las cosas, aunque no sea ninguna de ellas”.
Como quizás sepáis, he publicado un comentario extenso a este evangelio: Sabiduría para despertar. Una lectura transpersonal del evangelio de Marcos, Desclée de Brouwer, Bilbao 2011
En el breve texto evangélico que se lee hoy, se juega con la doble imagen del sueño y el despertar. Por eso, la palabra más repetida es: “velad”, “vigilad”.
Se trata de una imagen muy querida para todas las tradiciones espirituales, que quieren ofrecer “instrucciones” para sacarnos de la oscuridad del sueño, posibilitando así el despertar a nuestra verdadera identidad.
Jesús lo presenta en forma de parábola: el dueño de casa se va de viaje, dejando tareas encomendadas. Es necesario velar porque no se sabe cuándo será su vuelta (la parábola hace alusión a las cuatro vigilias, o cuatro cuartos, de tres horas casa uno, en las que se dividía la noche: anochecer, medianoche, canto del gallo, amanecer).
En una lectura mítica de la parábola, podría entenderse que da pie a una religión guiada por la idea del mérito/recompensa, sobre una base heterónoma: Dios sería ese Señor separado que nos va a premiar o castigar según hayamos obedecido o no sus mandatos.
Tal lectura, que nos “sonaba” familiar en nuestra infancia, como lo ha sido durante siglos para muchas generaciones –mientras la humanidad se hallaba en un nivel mítico de conciencia-, resulta hoy incomprensible para la cultura contemporánea. Y ello, fundamentalmente, por dos motivos: la idea de la heteronomía y la imagen de un dios separado.
La autonomía parece un logro irreversible de la modernidad. Gracias a esta nueva percepción, el ser humano descubre la trampa de la heteronomía, que no hace justicia ni a la imagen divina –dios aparecía como un ser intervencionista y arbitrario, rival e incluso celoso y vengativo-, ni a la dignidad humana, por cuanto la persona parecía reducida al rol de una simple marioneta.
Por decirlo brevemente, y tal como lo ha expresado un filósofo contemporáneo, la autonomía supuso la renuncia, por parte de los humanos, a ser “juguetes en manos de la divinidad”. Nuestra vida no está dirigida por unos “hilos” ajenos; tendremos que abrirnos a otra comprensión que nos resulte más coherente.
Pero todo lo humano implica riesgos y puede resultar equívoco. La heteronomía supuso entender la religión en clave de rivalidad, sobre la base del mérito y la recompensa y la imagen de un dios creado a nuestra propia imagen.
La autonomía, por su parte, se transforma en autosuficiencia y soberbia, en el momento mismo en que el ego se la apropia. Y esto es lo que le ha ocurrido a cierta modernidad y postmodernidad.
Hace apenas tres meses, asistí a una ponencia en que la que se propugnaba el laicismo como “la forma de vida” más adecuada para nuestra sociedad. Aun compartiendo la mayoría de los postulados sociopolíticos que allí se defendían, no pude menos de sentir pena cuando, en la encendida proclama que hacía el ponente, me pareció percibir una “nueva religión” (o pseudo-religión), con dos grandes mitos: el individuo y la razón, como valores absolutos e incuestionables.
Sentí pena porque, si bien considero que se trata, efectivamente, de dos grandes valores, me parece que de ningún modo son absolutos, si no queremos caer en la ignorancia más grave, con sus secuelas de sufrimiento.
La razón crítica es irrenunciable, pero no todo es “razón”: existe un modo de conocer previo al pensar. El individuo es un valor sagrado, pero la “individualidad” no es nuestra identidad más profunda. Por tanto, si no queremos empobrecer al ser humano, tenemos que trascender esos planteamientos, y abrirnos a reconocer y afirmar la dimensión transpersonal o espiritual: la inteligencia racional queda integrada y trascendida en la inteligencia espiritual.
En realidad, las trampas se superan en la medida en que salimos del engaño de la dualidad, en el que nos encierra la mente.
Como ha escrito Marià Corbí, “el mundo que los humanos percibimos y sentimos sólo está en la mente. El mundo de colores, de formas, de objetos, relaciones, interpretaciones y valoraciones está en nuestra mente, no en la realidad de lo que hay… Por tanto, una cosa es el mundo que construye nuestra necesidad, y otra distinta es lo que hay.
El mundo de nuestras construcciones no está ahí fuera, está en nuestra mente individual y colectiva… El rasgo más fundamental del mundo construido por cualquier especie de vivientes es la dualidad. El viviente, que es un ser necesitado, para poder satisfacer sus necesidades, tiene que hacer una lectura de la realidad que contraponga:
· a sí mismo, como estructura de necesidades e instrumentos de acción,
· y al medio, el mundo, como campo donde satisfacer las necesidades, actuando;
· a sí mismo, como entidad separada,
· y al campo, el mundo, donde actuar y sobrevivir.
Todo viviente se interpreta en esta dualidad fundamental. Nosotros estamos sometidos a esta ley. Pero esa dualidad no es lo que realmente hay, es sólo lo que los vivientes necesitamos ver, es sólo lo que los vivientes nos vemos precisados a construir. Lo que realmente hay es “no dos”, “eso no-dual”...
Para todos los vivientes, y también para nosotros, la realidad es dual, está compuesta de sujetos de necesidad y objetos. Sin embargo, la realidad en si misma no sabe nada de dualidades ni de sujetos y objetos; lo real es no dual” (M. CORBÍ, Silencio desde la mente. Prácticas de meditación, Bubok, Barcelona 2011, pp.9.12.13).
Por eso decía que de la trampa –del “sueño”- únicamente podemos salir cuando escapamos al engaño de la dualidad.
Y empezamos a percibir que, desde la no-dualidad, todo encaja admirablemente. Caen, simultáneamente, tanto la imagen de un dios separado –una especie de gran “individuo” antropomórfico-, como la autosuficiencia y soberbia del ego, siempre pronto a ocupar el lugar del dios recién destronado.
Se descubre la vaciedad del yo y se deja de vivir para él. Se descubre que no hay nada “fuera”, porque no existe nada separado de nada. Lo que existe es “Eso no-dual”, que es Consciencia, Plenitud y Gozo.
Ese descubrimiento es “despertar”: estamos dormidos cuando nos reducimos al ego y, debido a esa creencia de identificación, vivimos para él; despertamos cuando reconocemos nuestra identidad no-dual y compartida.
La reiterada invitación de Jesús –“vigilad, velad”- nos pone en guardia frente a nuestra tendencia a adormecernos y vivir entontecidos en la pequeña celda del yo, donde sólo puede haber confusión y sufrimiento.
La no-dualidad es luz y gozo: todo es “Eso no-dual”, que trasciende la mente, pero que se halla presente en todo, más cerca de nosotros que nosotros mismos. Por eso, el despertar es una experiencia luminosa y alegre: todo está ahí. Todo forma parte y está constituido por ese Misterio. Basta detener la mente, contemplar y rendirse.
Es la experiencia mística a la que, en un lenguaje religioso, se refería el filósofo, teólogo y cardenal Nicolás de Cusa, allá por el siglo XV: “Dios no es otro de nada. Dios, en tanto que no-otro, no es otro respecto a la criatura. Nada es otro para el no-otro… Dios es todo en todas las cosas, aunque no sea ninguna de ellas”.
Como quizás sepáis, he publicado un comentario extenso a este evangelio: Sabiduría para despertar. Una lectura transpersonal del evangelio de Marcos, Desclée de Brouwer, Bilbao 2011
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