Escuchemos una vez más la gran y alegre noticia de la Navidad: ¡Ha aparecido la gracia de Dios! ¡Nos ha nacido un Salvador! ¡Dios ha venido a visitarnos! El objeto de nuestros anhelos y deseos más profundos y auténticos se ha hecho presente entre nosotros. En una palabra, ha nacido Jesús, el Salvador y, por Él, Dios mismo se ha hecho accesible y cercano.
Sin embargo, esta gran noticia tiene el peligro de sonar en nuestros oídos como una fórmula hueca, una frase retórica, que de tantas veces repetida ya no nos dice nada. Y es que, en verdad, podríamos preguntarnos, después de más de dos mil años del nacimiento de Cristo (de celebrar la navidad y anunciar esa alegre noticia), ¿qué ha cambiado realmente? ¿Dónde está ese Sol que nace de lo alto (Lc 1, 78)? ¿No resulta que, tras dos mil años de “era cristiana”, seguimos viviendo en tinieblas y oscuridad? Porque lo cierto es que en nuestro mundo siguen reinando la injusticia y la violencia, la pobreza y el hambre, la guerra y la opresión. Las tinieblas tienen muchos rostros, nos rodean de múltiples formas. A la gran escala, la de las grandes tragedias de la humanidad, y a la pequeña escala de nuestros pequeños dramas, dolores, frustraciones e insatisfacciones (que para nosotros no son en absoluto pequeños, ya que están hechos a nuestra medida), parece que las tinieblas tienen las de ganar. Porque es así: tras dos mil años de celebraciones navideñas seguimos caminando en las tinieblas. Y los fuegos de artificio que hemos ido inventando con la ilusión de sustituir a la luz nacida en Belén (la ciencia, la revolución social, el progreso…) aunque al principio nos han deslumbrado, tampoco nos han traído la salvación prometida y han provocado al final más frustración todavía.
Sin embargo, tenemos que decir que, aun reconociendo su parte de verdad, si nos limitamos a quedarnos en estas críticas y esta protesta, es que no hemos entendido bien el mensaje de navidad. Escuchémoslo, pues, de nuevo: “El pueblo que caminaba en tinieblas vio una luz grande”. No se dice ni se anuncia que ya no hay, ni habrá, más tinieblas, sino que en medio de ellas brilla una luz grande, de manera que el pueblo que caminaba sin rumbo en la oscuridad (todos nosotros) ha encontrado la posibilidad de orientarse, de dar con el camino, de salir de su extravío y dirigirse a la meta. En verdad, en medio de la oscuridad basta una pequeña luz para no perder el rumbo. Y nosotros, en esta noche, hemos recibido no una pequeña, sino una gran luz, la luz de Jesucristo, que brilla en medio de la noche.
Es una luz grande, capaz de iluminar a todo el mundo, a toda la historia. Por eso, Lucas sitúa el nacimiento de Cristo en el conjunto del cosmos y de la historia universal: “salió un decreto del emperador Augusto, ordenando hacer un censo del mundo entero”. Pero su modo de aparición no es deslumbrante ni cegador: esta gran luz está encerrada en la humanidad de un niño recién nacido. De este modo nos dice Dios (y ya con esto nos ilumina no poco) quiénes somos nosotros, los seres humanos, para Él. Si Dios mismo adopta la humanidad y se hace hombre en Jesús, es que ser hombre no es algo insignificante, ni un azar ciego, sino dotado de enorme importancia: le importamos a Dios.
Pero esta apariencia humana que encierra la luz divina requiere por nuestra parte un acto de fe. Para ver en la oscuridad y caminar en pos de la luz hay que abrir los ojos, hay que creer y confiar. Ahora podemos entender que creer no es andar a ciegas, sino ir en pos de la luz.
Aquí, en Murmansk, en medio de la noche polar que pone aprueba nuestra paciencia y despierta incluso físicamente el deseo de luz, uno entiende lo que significa creer. No vemos el sol, que se niega a asomar en el horizonte. Pero existen signos que hablan de él: a mediodía y durante un par de horas la noche se atenúa con un resplandor (similar a la aurora y al atardecer) que anuncia que existe el sol del que brota esa tenue luz. Y, a veces, en medio de la noche sucede un milagro, aparece una gran luz, que sin el sol no sería posible: una aurora boreal.
En realidad, de las tinieblas de nuestra historia somos responsables nosotros, los seres humanos. No es Dios, sino nosotros, quienes declaramos guerras (aunque algunos usen abusivamente el nombre de Dios para justificarlas), nosotros los que nos comportamos injustamente, lo que nos servimos de la violencia o de la mentira. La historia y el mundo son nuestro campo, y Dios respeta nuestra libertad. Pero ese respeto que le prohíbe entrometerse en nuestras tomas de decisión (lo que destruiría nuestra libertad y nos haría marionetas, no sé si felices, pero, desde luego, no con una felicidad humana), no significa que permanezca indiferente y nos abandone a nuestra suerte. Dios viene a visitarnos para ofrecernos su luz, para enseñarnos el camino de la verdadera felicidad, del bien, de la salvación.
También de nosotros depende acogerlo o rechazarlo. ¿Por qué después de más de 2000 años de celebrar la Navidad seguimos en la oscuridad? Porque “no tenían sitio en la posada”. Como dice también San Juan en el Evangelio del día 25, “la luz verdadera que con su venida ilumina a todo hombre vino a los suyos, pero los suyos no la recibieron” (Jn 1, 9. 11).
Sin embargo, el mismo Juan nos recuerda que no es cierto que nadie la recibió y, por tanto, que nada ha cambiado desde entonces: “A cuantos la recibieron… les dio el poder para ser hijos de Dios” (Jn 1, 12). Lucas identifica en los pastores a aquellos que lo recibieron. Los pastores son los pobres, los que viven a la intemperie, los que están abiertos, los que velan. Según cómo leamos la canción del coro celestial, podemos entender que los pastores son “los hombres de buena voluntad”, o, mejor, aquellos “a los que ama el Señor”; y, por tanto, en principio todos los seres humanos. Los pastores son los que se ponen en camino, los que caminan en la oscuridad porque reconocen la luz. De manera especial, los pastores son hoy los niños, que no están maleados por la rutina y son capaces de percibir la novedad alegre del mensaje de los ángeles; los niños y los que son como ellos: José y María, los Magos de oriente, Pedro y Pablo y los demás Apóstoles, Justino, Ignacio de Alejandría, Agustín, Francisco, Domingo, Teresa y un largo etcétera de nombres la mayoría para nosotros desconocidos (pero en el que estamos incluidos) pertenecen a esa estirpe de pastores, gentes en vela, niños.
Dios nos ha dado la luz de Jesucristo: significa que la oscuridad (el mal del mundo en todas sus formas) no es una excusa: podemos ir a adorarlo, podemos, si queremos, caminar en su seguimiento, podemos acoger su palabra y vivir según ella. Tal vez, de esta manera, no disiparemos del todo las tinieblas a nuestro alrededor pero, al menos, veremos la luz que ha nacido en Belén y podremos no sólo caminar, sino ser nosotros mismos, por medio de las buenas obras, pequeñas luminarias que alumbran reflejando la luz recibida de Jesús, dan esperanza y ayudan a otros a caminar.
Será, pues, cierto, que hay oscuridad. Pero hoy nosotros descubrimos que también hay luz, que hay, sobre todo, luz.
Sin embargo, esta gran noticia tiene el peligro de sonar en nuestros oídos como una fórmula hueca, una frase retórica, que de tantas veces repetida ya no nos dice nada. Y es que, en verdad, podríamos preguntarnos, después de más de dos mil años del nacimiento de Cristo (de celebrar la navidad y anunciar esa alegre noticia), ¿qué ha cambiado realmente? ¿Dónde está ese Sol que nace de lo alto (Lc 1, 78)? ¿No resulta que, tras dos mil años de “era cristiana”, seguimos viviendo en tinieblas y oscuridad? Porque lo cierto es que en nuestro mundo siguen reinando la injusticia y la violencia, la pobreza y el hambre, la guerra y la opresión. Las tinieblas tienen muchos rostros, nos rodean de múltiples formas. A la gran escala, la de las grandes tragedias de la humanidad, y a la pequeña escala de nuestros pequeños dramas, dolores, frustraciones e insatisfacciones (que para nosotros no son en absoluto pequeños, ya que están hechos a nuestra medida), parece que las tinieblas tienen las de ganar. Porque es así: tras dos mil años de celebraciones navideñas seguimos caminando en las tinieblas. Y los fuegos de artificio que hemos ido inventando con la ilusión de sustituir a la luz nacida en Belén (la ciencia, la revolución social, el progreso…) aunque al principio nos han deslumbrado, tampoco nos han traído la salvación prometida y han provocado al final más frustración todavía.
Sin embargo, tenemos que decir que, aun reconociendo su parte de verdad, si nos limitamos a quedarnos en estas críticas y esta protesta, es que no hemos entendido bien el mensaje de navidad. Escuchémoslo, pues, de nuevo: “El pueblo que caminaba en tinieblas vio una luz grande”. No se dice ni se anuncia que ya no hay, ni habrá, más tinieblas, sino que en medio de ellas brilla una luz grande, de manera que el pueblo que caminaba sin rumbo en la oscuridad (todos nosotros) ha encontrado la posibilidad de orientarse, de dar con el camino, de salir de su extravío y dirigirse a la meta. En verdad, en medio de la oscuridad basta una pequeña luz para no perder el rumbo. Y nosotros, en esta noche, hemos recibido no una pequeña, sino una gran luz, la luz de Jesucristo, que brilla en medio de la noche.
Es una luz grande, capaz de iluminar a todo el mundo, a toda la historia. Por eso, Lucas sitúa el nacimiento de Cristo en el conjunto del cosmos y de la historia universal: “salió un decreto del emperador Augusto, ordenando hacer un censo del mundo entero”. Pero su modo de aparición no es deslumbrante ni cegador: esta gran luz está encerrada en la humanidad de un niño recién nacido. De este modo nos dice Dios (y ya con esto nos ilumina no poco) quiénes somos nosotros, los seres humanos, para Él. Si Dios mismo adopta la humanidad y se hace hombre en Jesús, es que ser hombre no es algo insignificante, ni un azar ciego, sino dotado de enorme importancia: le importamos a Dios.
Pero esta apariencia humana que encierra la luz divina requiere por nuestra parte un acto de fe. Para ver en la oscuridad y caminar en pos de la luz hay que abrir los ojos, hay que creer y confiar. Ahora podemos entender que creer no es andar a ciegas, sino ir en pos de la luz.
Aquí, en Murmansk, en medio de la noche polar que pone aprueba nuestra paciencia y despierta incluso físicamente el deseo de luz, uno entiende lo que significa creer. No vemos el sol, que se niega a asomar en el horizonte. Pero existen signos que hablan de él: a mediodía y durante un par de horas la noche se atenúa con un resplandor (similar a la aurora y al atardecer) que anuncia que existe el sol del que brota esa tenue luz. Y, a veces, en medio de la noche sucede un milagro, aparece una gran luz, que sin el sol no sería posible: una aurora boreal.
En realidad, de las tinieblas de nuestra historia somos responsables nosotros, los seres humanos. No es Dios, sino nosotros, quienes declaramos guerras (aunque algunos usen abusivamente el nombre de Dios para justificarlas), nosotros los que nos comportamos injustamente, lo que nos servimos de la violencia o de la mentira. La historia y el mundo son nuestro campo, y Dios respeta nuestra libertad. Pero ese respeto que le prohíbe entrometerse en nuestras tomas de decisión (lo que destruiría nuestra libertad y nos haría marionetas, no sé si felices, pero, desde luego, no con una felicidad humana), no significa que permanezca indiferente y nos abandone a nuestra suerte. Dios viene a visitarnos para ofrecernos su luz, para enseñarnos el camino de la verdadera felicidad, del bien, de la salvación.
También de nosotros depende acogerlo o rechazarlo. ¿Por qué después de más de 2000 años de celebrar la Navidad seguimos en la oscuridad? Porque “no tenían sitio en la posada”. Como dice también San Juan en el Evangelio del día 25, “la luz verdadera que con su venida ilumina a todo hombre vino a los suyos, pero los suyos no la recibieron” (Jn 1, 9. 11).
Sin embargo, el mismo Juan nos recuerda que no es cierto que nadie la recibió y, por tanto, que nada ha cambiado desde entonces: “A cuantos la recibieron… les dio el poder para ser hijos de Dios” (Jn 1, 12). Lucas identifica en los pastores a aquellos que lo recibieron. Los pastores son los pobres, los que viven a la intemperie, los que están abiertos, los que velan. Según cómo leamos la canción del coro celestial, podemos entender que los pastores son “los hombres de buena voluntad”, o, mejor, aquellos “a los que ama el Señor”; y, por tanto, en principio todos los seres humanos. Los pastores son los que se ponen en camino, los que caminan en la oscuridad porque reconocen la luz. De manera especial, los pastores son hoy los niños, que no están maleados por la rutina y son capaces de percibir la novedad alegre del mensaje de los ángeles; los niños y los que son como ellos: José y María, los Magos de oriente, Pedro y Pablo y los demás Apóstoles, Justino, Ignacio de Alejandría, Agustín, Francisco, Domingo, Teresa y un largo etcétera de nombres la mayoría para nosotros desconocidos (pero en el que estamos incluidos) pertenecen a esa estirpe de pastores, gentes en vela, niños.
Dios nos ha dado la luz de Jesucristo: significa que la oscuridad (el mal del mundo en todas sus formas) no es una excusa: podemos ir a adorarlo, podemos, si queremos, caminar en su seguimiento, podemos acoger su palabra y vivir según ella. Tal vez, de esta manera, no disiparemos del todo las tinieblas a nuestro alrededor pero, al menos, veremos la luz que ha nacido en Belén y podremos no sólo caminar, sino ser nosotros mismos, por medio de las buenas obras, pequeñas luminarias que alumbran reflejando la luz recibida de Jesús, dan esperanza y ayudan a otros a caminar.
Será, pues, cierto, que hay oscuridad. Pero hoy nosotros descubrimos que también hay luz, que hay, sobre todo, luz.
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