Una oveja más
Mientras se celebraba la solemne misa de medianoche, he tenido la impresión de que el belén se había enriquecido con una oveja más.
A decir verdad, se podían contar bastantes ovejas que normalmente no enfilan el camino de la iglesia. Pero una, no sé por qué, ha llamado mi atención particularmente. Yo estaba en un lugar estratégico y la he visto inmediatamente, aunque se fue a colocar en un puesto protegido, no demasiado a la vista, detrás de una columna. En concreto, presente sí, pero casi clandestina.
Conozco bastante bien su trayectoria, estoy al corriente de sus itinerarios habituales, que no son precisamente los más recomendables, sé lo que piensa respecto a asuntos religiosos. Se trata de pensamientos y razonamientos enmarañados, confusos, contradictorios, en los que el gusto por la salida cínica esconde quizás una añoranza secreta. Está seguro solamente de sus dudas. Desde hace tiempo yo he renunciado a discutir con él, sabiendo que sólo Dios logra leer en aquel embrollo.
El cura, la noche de navidad, a mi entender, estaba dividido entre dos sentimientos opuestos: el consuelo de ver la iglesia insólitamente llena, y la irritación porque cierta gente sólo viene a misa aquella noche. Después durante todo el año desaparecen de la circulación.
Censo imposible
El evangelio de Lucas habla del censo decretado por el emperador Augusto; lo estamos oyendo desde el tiempo del primer catecismo (que para muchos de nosotros es también el último). Pero creo que a ningún párroco, dotado de un mínimo de sentido común, se le ocurra hacer un censo de su grey en navidad, porque se da cuenta de que esas cifras serían engañosas, y que quedan muy reducidas a partir del día después. Hoy todos aquí. Y mañana emigrados a otra parte. En una palabra, navidad no representa un test creíble. Pero, quizás, es mejor para todos, para evitar sufrimientos de alma e ilusiones, remitir todo al censo final.
El momento crítico es el de la predicación. No quiero ser irreverente, pero el cura entonces me parece un perro (¡sí, el pastor que se transforma en un perro pastor!), y me hago esta pregunta: ¿moverá festivamente la cola, o más bien se pondrá a ladrar furiosamente, o incluso clavará los colmillos en las piernas de las ovejas... mal-aventuradas?
Con otras palabras: ¿lamentos o satisfacción? ¿rabia o tonos pacatos? ¿postura conciliadora o agresividad?
En años anteriores, nuestro párroco oscilaba, como un péndulo, entre dos posturas, con un ligero predominio de la negativa. De vez en cuando se dejaba escapar un «me complazco». Pero con frecuencia no podía resistir a la tentación de comentar: «Veo bastantes caras desconocidas, y me alegraría encontrarlas también en otras ocasiones».
Este año he deseado ardientemente, no sé por qué, que no se dejase llevar por la diatriba. Habría aumentado todavía más la confusión que ocupa la cabeza de la oveja perdida, caída clandestinamente en el redil y, tengo que decir, sin intervención alguna del pastor, que incluso la había considerado «irrecuperable».
En un momento me he sorprendido soñando que el pastor se echaba sobre sus hombros la oveja reencontrada (¡en la iglesia!), y que se asomaba, todo contento, con la oveja sobre los hombros, a la entrada de la cabaña. Entre tantos pastores de escayola, revestidos de trapos, no estaría mal en el belén un pastor con vestiduras litúrgicas que lleva a quien corresponde una carga preciosa.
Siguiendo con mis sueños, pondría en el nacimiento incluso una oveja que lleva sobre la grupa al pastor y lo acompaña hasta allí donde nace la esperanza.
Solamente sueños. De todos modos no puedo excluir que, esta noche, antes de apagar las luces en la iglesia ya desierta, nuestro párroco presente, ante el Niño, en una oración sentida, las caras desconocidas descubiertas durante la misa.
Posiblemente concluyendo: «Pero para ti no son desconocidas, jamás las pierdes de vista, ni siquiera cuando están en otra parte, y también yo estoy en otra parte...».
Y quizás caerá en la cuenta de que, después de todo, es un despropósito hacer la guerra (aunque sea sólo verbal) «a los hombres que Dios ama».
El canto de los ángeles, además de despertar a los pastores, esta noche ha quitado el sueño a una oveja. A lo mejor pronto vuelve a dormirse plácidamente, y el sueño será largo, hasta la próxima navidad (pero nunca se sabe). Lo importante es que el pastor permanezca despierto y que esté siempre dispuesto, además de a vigilar, también a acoger.
Pequeñas señales para reencontrar el camino
En la predicación el comentario ha caído sobre dos palabras, «claridad» y «alegría», ambas precedidas del adjetivo «grande». Yo miraba de reojo en dirección a aquel hombre apostado junto a la gran pilastra. He tenido la impresión de que inspeccionaba las caras de los que nos llamamos «fieles», a la búsqueda al menos de un «pequeña claridad» y de una «pequeña alegría».
Espero que, todos juntos, incluido el cura, hayamos logrado suministrarle una llamita y algún minúsculo fragmento de alegría. Pequeñas señales, que quizás le sirvan para reencontrar el camino de la iglesia. Ojalá antes del vencimiento de la próxima navidad.
Y, si no precisamente el camino de la iglesia, al menos un camino secreto, que lleve hacia el corazón (a la cabeza, no, sería muy peligroso; en aquel cerebro ya hay demasiada confusión, y existe el peligro de perderse definitivamente).
Deseo, además, que el pastor encuentre siempre el camino que lo lleve hacia la grey dispersa. Y no para regañar; para indicar su presencia, que se ponga a escuchar el silencio implorante de alguien que, lejano, siente el deseo inconfesable de estar cercado.
Para mí pido seguir soñando. Sé que los ángeles de navidad se preocuparán de despertarme, para hacerme volver a la realidad de un sueño aún más grande.
A decir verdad, se podían contar bastantes ovejas que normalmente no enfilan el camino de la iglesia. Pero una, no sé por qué, ha llamado mi atención particularmente. Yo estaba en un lugar estratégico y la he visto inmediatamente, aunque se fue a colocar en un puesto protegido, no demasiado a la vista, detrás de una columna. En concreto, presente sí, pero casi clandestina.
Conozco bastante bien su trayectoria, estoy al corriente de sus itinerarios habituales, que no son precisamente los más recomendables, sé lo que piensa respecto a asuntos religiosos. Se trata de pensamientos y razonamientos enmarañados, confusos, contradictorios, en los que el gusto por la salida cínica esconde quizás una añoranza secreta. Está seguro solamente de sus dudas. Desde hace tiempo yo he renunciado a discutir con él, sabiendo que sólo Dios logra leer en aquel embrollo.
El cura, la noche de navidad, a mi entender, estaba dividido entre dos sentimientos opuestos: el consuelo de ver la iglesia insólitamente llena, y la irritación porque cierta gente sólo viene a misa aquella noche. Después durante todo el año desaparecen de la circulación.
Censo imposible
El evangelio de Lucas habla del censo decretado por el emperador Augusto; lo estamos oyendo desde el tiempo del primer catecismo (que para muchos de nosotros es también el último). Pero creo que a ningún párroco, dotado de un mínimo de sentido común, se le ocurra hacer un censo de su grey en navidad, porque se da cuenta de que esas cifras serían engañosas, y que quedan muy reducidas a partir del día después. Hoy todos aquí. Y mañana emigrados a otra parte. En una palabra, navidad no representa un test creíble. Pero, quizás, es mejor para todos, para evitar sufrimientos de alma e ilusiones, remitir todo al censo final.
El momento crítico es el de la predicación. No quiero ser irreverente, pero el cura entonces me parece un perro (¡sí, el pastor que se transforma en un perro pastor!), y me hago esta pregunta: ¿moverá festivamente la cola, o más bien se pondrá a ladrar furiosamente, o incluso clavará los colmillos en las piernas de las ovejas... mal-aventuradas?
Con otras palabras: ¿lamentos o satisfacción? ¿rabia o tonos pacatos? ¿postura conciliadora o agresividad?
En años anteriores, nuestro párroco oscilaba, como un péndulo, entre dos posturas, con un ligero predominio de la negativa. De vez en cuando se dejaba escapar un «me complazco». Pero con frecuencia no podía resistir a la tentación de comentar: «Veo bastantes caras desconocidas, y me alegraría encontrarlas también en otras ocasiones».
Este año he deseado ardientemente, no sé por qué, que no se dejase llevar por la diatriba. Habría aumentado todavía más la confusión que ocupa la cabeza de la oveja perdida, caída clandestinamente en el redil y, tengo que decir, sin intervención alguna del pastor, que incluso la había considerado «irrecuperable».
En un momento me he sorprendido soñando que el pastor se echaba sobre sus hombros la oveja reencontrada (¡en la iglesia!), y que se asomaba, todo contento, con la oveja sobre los hombros, a la entrada de la cabaña. Entre tantos pastores de escayola, revestidos de trapos, no estaría mal en el belén un pastor con vestiduras litúrgicas que lleva a quien corresponde una carga preciosa.
Siguiendo con mis sueños, pondría en el nacimiento incluso una oveja que lleva sobre la grupa al pastor y lo acompaña hasta allí donde nace la esperanza.
Solamente sueños. De todos modos no puedo excluir que, esta noche, antes de apagar las luces en la iglesia ya desierta, nuestro párroco presente, ante el Niño, en una oración sentida, las caras desconocidas descubiertas durante la misa.
Posiblemente concluyendo: «Pero para ti no son desconocidas, jamás las pierdes de vista, ni siquiera cuando están en otra parte, y también yo estoy en otra parte...».
Y quizás caerá en la cuenta de que, después de todo, es un despropósito hacer la guerra (aunque sea sólo verbal) «a los hombres que Dios ama».
El canto de los ángeles, además de despertar a los pastores, esta noche ha quitado el sueño a una oveja. A lo mejor pronto vuelve a dormirse plácidamente, y el sueño será largo, hasta la próxima navidad (pero nunca se sabe). Lo importante es que el pastor permanezca despierto y que esté siempre dispuesto, además de a vigilar, también a acoger.
Pequeñas señales para reencontrar el camino
En la predicación el comentario ha caído sobre dos palabras, «claridad» y «alegría», ambas precedidas del adjetivo «grande». Yo miraba de reojo en dirección a aquel hombre apostado junto a la gran pilastra. He tenido la impresión de que inspeccionaba las caras de los que nos llamamos «fieles», a la búsqueda al menos de un «pequeña claridad» y de una «pequeña alegría».
Espero que, todos juntos, incluido el cura, hayamos logrado suministrarle una llamita y algún minúsculo fragmento de alegría. Pequeñas señales, que quizás le sirvan para reencontrar el camino de la iglesia. Ojalá antes del vencimiento de la próxima navidad.
Y, si no precisamente el camino de la iglesia, al menos un camino secreto, que lleve hacia el corazón (a la cabeza, no, sería muy peligroso; en aquel cerebro ya hay demasiada confusión, y existe el peligro de perderse definitivamente).
Deseo, además, que el pastor encuentre siempre el camino que lo lleve hacia la grey dispersa. Y no para regañar; para indicar su presencia, que se ponga a escuchar el silencio implorante de alguien que, lejano, siente el deseo inconfesable de estar cercado.
Para mí pido seguir soñando. Sé que los ángeles de navidad se preocuparán de despertarme, para hacerme volver a la realidad de un sueño aún más grande.
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