Buscar el desarrollo del ser humano contemplando una sola de sus dimensiones ha resultado ser una empresa bastante dañina. Los extremos se tocan, decía Pirrón. Hemos tenido en la historia humana ideologías cuyo énfasis ha sido únicamente la dimensión material y la producción económica, y otras que le han apostado a una espiritualidad desencarnada. Las dos igualmente dañinas en tanto que desconocen la totalidad del ser humano y lo castran para su desarrollo integral.
En el principio del cristianismo existieron las llamadas tendencias gnósticas y docetas que veían la parte física de Jesús como una simple apariencia. Según estas corrientes religiosas, Jesús aparentemente comió, pero no comió. Aparentemente sufrió, pero no sufrió, pues su sufrimiento en la cruz fue una apariencia. Aparentemente murió, pero no murió, porque su cuerpo era una apariencia.
Los evangelistas tenían muy claro que Jesús era plenamente humano en todo el sentido de la palabra. Era el hijo de Dios hecho carne: “Y El Verbo se hizo carne y puso su morada entre nosotros” (Jn 1,14). La segunda carta de Juan llama anticristos a quienes niegan la dimensión humana de Jesús y espiritualizan la fe: “Se han presentado muchos seductores, que no reconocen a Jesús como el Mesías venido en carne. En eso mismo se reconoce al impostor y al anticristo” (2Jn 7).
Por la misma línea, el evangelio de hoy quiere contradecir la ideología gnóstica que veía a Jesús como un fantasma o una apariencia. “Miren mis manos y mis pies: ¡Soy yo en persona! Tóquenme y verán: un fantasma no tiene carne y huesos, como ven que tengo yo”.
Es muy importante aclarar nuestra visión de Jesús. Hoy más que ayer hay muchas imágenes de Jesús. Hoy más que ayer tenemos el riesgo de confundirlo con un fantasma. Hoy, cuando se ha despertado un mercado religioso que ofrece “jesuses” y “cristos” para todos los gustos, energías y poderes sanadores. Un negocio que, según Wall Street Journal, mueve millones y millones de dólares al año. Hoy los grupos agnósticos y docetas han cambiado de ropaje y siguen mostrando a un Jesús fantasma y desencarnado de la historia. Hoy los encontramos en algunos grupos de autoayuda, de nueva era, en el mundo de la magia psicorreligiosa y la cultura de los horóscopos ampliamente difundidos por los medios propagandísticos. Hoy los vemos en diversos grupos pseudoreligiosos que ofrecen esta vida y la otra, explotan la sensibilidad humana y se aprovechan de las necesidades de la gente, que en su ignorancia busca respuestas a sus interrogantes existenciales. Por fuera o por dentro de nuestro patio aparecen múltiples mediadores, guías espirituales y gurús, y personas que los siguen con una credulidad acrítica, muy propio de una masa alienada. Constituyendo lo que llama Juan José Tamayo, una de las más graves manifestaciones de la perversión de lo sagrado. ¡Tengamos cuidado!
Necesitamos aclarar quién es Jesús para nosotros como seguidores y seguidoras, dónde y de qué manera lo encontramos y lo vivimos. Necesitamos comprender que ni el Jesús histórico, ni el resucitado son un fantasma; son una realidad. Jesús vivó de verdad y murió de verdad; todo su ser participó del ciclo de todo ser viviente incluida la muerte. Así mismo, todo su ser participó de la resurrección: cuerpo, alma y espíritu, todo su ser con toda su historia.
El Resucitado era el mismo Jesús pero no lo mismo, pues estaba glorificado; por eso los discípulos no lo pudieron reconocer a simple vista. Al Jesús histórico lo pudo ver todo aquel que estuvo cerca de él físicamente, inclusive los que atentaron contra su vida. Pero al Cristo glorificado sólo lo pudieron ver con los ojos de la fe. No obstante, su experiencia no fue una apariencia, fue tan real que transformó toda la vida de los discípulos y les hizo comprender las escrituras.
Fue así como unos campesinos y pescadores miedosos y sin mucha formación, después de vivir el acontecimiento pascual, se convirtieron en testigos del triunfo de la vida. Ese acontecimiento los envolvió de tal manera que lo entregaron todo por la causa del resucitado. Era imposible callar semejante noticia, tan definitiva para el ser humano, aún con las prohibiciones y persecuciones de las autoridades.
Con la sola razón difícilmente podremos entender, de manera clara y distinta, este acontecimiento. Pero sin la razón seremos presa fácil de mercaderes de lo religioso. Lo comprenderemos si nos abrimos a una experiencia nueva con aquel que murió y resucitó por la causa humana; si nos arriesgamos a ser sus discípulos y a poner nuestra vida en sus manos generosas.
Es preciso experimentar su resurrección de manera personal (como María Magdalena – Jn 20,11-18) y colectiva (como el evangelio de hoy (Lc 24,1ss). Que Jesús resucite en mi vida y en nuestra vida. Ni el individualismo asocial que hace de nosotros seres solitarios y rapaces, ni el colectivismo que hace perder nuestra propia identidad individual, para ser uno más entre la masa.
El evangelio de hoy nos invita a experimentar a Jesús al partir el pan, es decir en la vida cotidiana, con nuestros compañeros de camino. No se trata de una experiencia de éxtasis espiritual o extrasensorial ocurrida con frecuencia por alteraciones de la conciencia, por falta de alimento o de algún componente elemental en el cuerpo humano, o por algún desajuste emocional. Se trata del encuentro cuerpo a cuerpo con el otro, del roce continuo de la vida, con sus trabajos y quehaceres diarios, con los choques y conflictos, asumidos como una vivencia crística, es decir, desde una experiencia con Jesús el Cristo resucitado y glorificado.
El Jesús glorificado que nos presenta el evangelio no es un placebo que calma todos los dolores y ofrece “solución a tu problema”, de manera individualista y alejada de un compromiso ético religioso con nuestro contexto humano. A los discípulos les pidió algo de comer: “Entonces les preguntó: ¿Tienen algo de comer? Ellos le ofrecieron un pedazo de pescado asado. Jesús lo tomó y comió con ellos”. ¿Qué nos pide hoy el Señor por medio de nuestros compañeros de camino? Tal vez cariño, compañía y comprensión, apoyo y alimento para su cuerpo, alma o espíritu, amor afectivo y efectivo…
Lo que nos ofrece Jesús resucitado no es precisamente la solución inmediata y fácil de todos nuestros problemas, el éxito en todas nuestras empresas y la prosperidad individual. Lo primero que hace el resucitado es pedirnos algo, porque como dijo San Francisco: “es perdonando, como soy perdonando, es amando, como soy amado…” Nos ofrece su paz, que no equivale necesariamente a la ausencia de conflicto y menos a las voces calladas por el miedo o silenciadas con las armas. Es la paz de la serenidad y de la confianza que nos da saber que no estamos solos, que Él venció el poder de la muerte, que él venció el bajo mundo del egoísmo, de la corrupción y del engaño. Que Él venció las cadenas del pecado y de la muerte, y que con Él triunfamos por la fuerza de amor. Su paz es sinónimo de confianza, esperanza y energía en el camino. Su paz implica a su vez el envío para anunciar esa Buena Noticia: “… en su nombre se hará en todo el mundo un llamado al arrepentimiento para obtener el perdón de los pecados. Comenzando desde Jerusalén, deben dar testimonio de estas cosas”.
Estamos invitados a vivir estas experiencias con el resucitado. Abramos nuestra vida a la gracia de Jesucristo vivo. Dejemos que Él aclare todas nuestras dudas, nos haga conocedores de su plan de salvación y portadores de la Buena Noticia para todo el mundo, empezando por nosotros mismos.
Jesús
(Tomado de B. Caballero: La Palabra cada domigno, San Pablo, España, 1993, p. 281)
Te bendecimos, Padre, porque Cristo resucitado
viene a romper los cerrojos de nuestras puertas y corazones,
cerrados por el miedo y la duda, la apatía y el desánimo.
Nos cuesta creer de verdad que Cristo está vivo hoy como ayer,
y que comparte con nosotros la mesa y el pan de la esperanza.
Y sin embargo, es cierto: ¡Jesús es el Señor resucitado!
Él hace brillar en la noche la aurora de su resurrección
para los que creen a pesar de la oscuridad y del miedo.
No permitas, Señor, que nos resistamos a creer en ti.
Danos tu Espíritu que nos haga, ante nuestros hermanos,
testigos valientes de tu salvación y de tu amor de Padre. Amén.
En el principio del cristianismo existieron las llamadas tendencias gnósticas y docetas que veían la parte física de Jesús como una simple apariencia. Según estas corrientes religiosas, Jesús aparentemente comió, pero no comió. Aparentemente sufrió, pero no sufrió, pues su sufrimiento en la cruz fue una apariencia. Aparentemente murió, pero no murió, porque su cuerpo era una apariencia.
Los evangelistas tenían muy claro que Jesús era plenamente humano en todo el sentido de la palabra. Era el hijo de Dios hecho carne: “Y El Verbo se hizo carne y puso su morada entre nosotros” (Jn 1,14). La segunda carta de Juan llama anticristos a quienes niegan la dimensión humana de Jesús y espiritualizan la fe: “Se han presentado muchos seductores, que no reconocen a Jesús como el Mesías venido en carne. En eso mismo se reconoce al impostor y al anticristo” (2Jn 7).
Por la misma línea, el evangelio de hoy quiere contradecir la ideología gnóstica que veía a Jesús como un fantasma o una apariencia. “Miren mis manos y mis pies: ¡Soy yo en persona! Tóquenme y verán: un fantasma no tiene carne y huesos, como ven que tengo yo”.
Es muy importante aclarar nuestra visión de Jesús. Hoy más que ayer hay muchas imágenes de Jesús. Hoy más que ayer tenemos el riesgo de confundirlo con un fantasma. Hoy, cuando se ha despertado un mercado religioso que ofrece “jesuses” y “cristos” para todos los gustos, energías y poderes sanadores. Un negocio que, según Wall Street Journal, mueve millones y millones de dólares al año. Hoy los grupos agnósticos y docetas han cambiado de ropaje y siguen mostrando a un Jesús fantasma y desencarnado de la historia. Hoy los encontramos en algunos grupos de autoayuda, de nueva era, en el mundo de la magia psicorreligiosa y la cultura de los horóscopos ampliamente difundidos por los medios propagandísticos. Hoy los vemos en diversos grupos pseudoreligiosos que ofrecen esta vida y la otra, explotan la sensibilidad humana y se aprovechan de las necesidades de la gente, que en su ignorancia busca respuestas a sus interrogantes existenciales. Por fuera o por dentro de nuestro patio aparecen múltiples mediadores, guías espirituales y gurús, y personas que los siguen con una credulidad acrítica, muy propio de una masa alienada. Constituyendo lo que llama Juan José Tamayo, una de las más graves manifestaciones de la perversión de lo sagrado. ¡Tengamos cuidado!
Necesitamos aclarar quién es Jesús para nosotros como seguidores y seguidoras, dónde y de qué manera lo encontramos y lo vivimos. Necesitamos comprender que ni el Jesús histórico, ni el resucitado son un fantasma; son una realidad. Jesús vivó de verdad y murió de verdad; todo su ser participó del ciclo de todo ser viviente incluida la muerte. Así mismo, todo su ser participó de la resurrección: cuerpo, alma y espíritu, todo su ser con toda su historia.
El Resucitado era el mismo Jesús pero no lo mismo, pues estaba glorificado; por eso los discípulos no lo pudieron reconocer a simple vista. Al Jesús histórico lo pudo ver todo aquel que estuvo cerca de él físicamente, inclusive los que atentaron contra su vida. Pero al Cristo glorificado sólo lo pudieron ver con los ojos de la fe. No obstante, su experiencia no fue una apariencia, fue tan real que transformó toda la vida de los discípulos y les hizo comprender las escrituras.
Fue así como unos campesinos y pescadores miedosos y sin mucha formación, después de vivir el acontecimiento pascual, se convirtieron en testigos del triunfo de la vida. Ese acontecimiento los envolvió de tal manera que lo entregaron todo por la causa del resucitado. Era imposible callar semejante noticia, tan definitiva para el ser humano, aún con las prohibiciones y persecuciones de las autoridades.
Con la sola razón difícilmente podremos entender, de manera clara y distinta, este acontecimiento. Pero sin la razón seremos presa fácil de mercaderes de lo religioso. Lo comprenderemos si nos abrimos a una experiencia nueva con aquel que murió y resucitó por la causa humana; si nos arriesgamos a ser sus discípulos y a poner nuestra vida en sus manos generosas.
Es preciso experimentar su resurrección de manera personal (como María Magdalena – Jn 20,11-18) y colectiva (como el evangelio de hoy (Lc 24,1ss). Que Jesús resucite en mi vida y en nuestra vida. Ni el individualismo asocial que hace de nosotros seres solitarios y rapaces, ni el colectivismo que hace perder nuestra propia identidad individual, para ser uno más entre la masa.
El evangelio de hoy nos invita a experimentar a Jesús al partir el pan, es decir en la vida cotidiana, con nuestros compañeros de camino. No se trata de una experiencia de éxtasis espiritual o extrasensorial ocurrida con frecuencia por alteraciones de la conciencia, por falta de alimento o de algún componente elemental en el cuerpo humano, o por algún desajuste emocional. Se trata del encuentro cuerpo a cuerpo con el otro, del roce continuo de la vida, con sus trabajos y quehaceres diarios, con los choques y conflictos, asumidos como una vivencia crística, es decir, desde una experiencia con Jesús el Cristo resucitado y glorificado.
El Jesús glorificado que nos presenta el evangelio no es un placebo que calma todos los dolores y ofrece “solución a tu problema”, de manera individualista y alejada de un compromiso ético religioso con nuestro contexto humano. A los discípulos les pidió algo de comer: “Entonces les preguntó: ¿Tienen algo de comer? Ellos le ofrecieron un pedazo de pescado asado. Jesús lo tomó y comió con ellos”. ¿Qué nos pide hoy el Señor por medio de nuestros compañeros de camino? Tal vez cariño, compañía y comprensión, apoyo y alimento para su cuerpo, alma o espíritu, amor afectivo y efectivo…
Lo que nos ofrece Jesús resucitado no es precisamente la solución inmediata y fácil de todos nuestros problemas, el éxito en todas nuestras empresas y la prosperidad individual. Lo primero que hace el resucitado es pedirnos algo, porque como dijo San Francisco: “es perdonando, como soy perdonando, es amando, como soy amado…” Nos ofrece su paz, que no equivale necesariamente a la ausencia de conflicto y menos a las voces calladas por el miedo o silenciadas con las armas. Es la paz de la serenidad y de la confianza que nos da saber que no estamos solos, que Él venció el poder de la muerte, que él venció el bajo mundo del egoísmo, de la corrupción y del engaño. Que Él venció las cadenas del pecado y de la muerte, y que con Él triunfamos por la fuerza de amor. Su paz es sinónimo de confianza, esperanza y energía en el camino. Su paz implica a su vez el envío para anunciar esa Buena Noticia: “… en su nombre se hará en todo el mundo un llamado al arrepentimiento para obtener el perdón de los pecados. Comenzando desde Jerusalén, deben dar testimonio de estas cosas”.
Estamos invitados a vivir estas experiencias con el resucitado. Abramos nuestra vida a la gracia de Jesucristo vivo. Dejemos que Él aclare todas nuestras dudas, nos haga conocedores de su plan de salvación y portadores de la Buena Noticia para todo el mundo, empezando por nosotros mismos.
Exhortación final:
Jesús
(Tomado de B. Caballero: La Palabra cada domigno, San Pablo, España, 1993, p. 281)
Te bendecimos, Padre, porque Cristo resucitado
viene a romper los cerrojos de nuestras puertas y corazones,
cerrados por el miedo y la duda, la apatía y el desánimo.
Nos cuesta creer de verdad que Cristo está vivo hoy como ayer,
y que comparte con nosotros la mesa y el pan de la esperanza.
Y sin embargo, es cierto: ¡Jesús es el Señor resucitado!
Él hace brillar en la noche la aurora de su resurrección
para los que creen a pesar de la oscuridad y del miedo.
No permitas, Señor, que nos resistamos a creer en ti.
Danos tu Espíritu que nos haga, ante nuestros hermanos,
testigos valientes de tu salvación y de tu amor de Padre. Amén.
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