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jueves, 16 de octubre de 2008

Todo es de Dios

Mateo 22, 15-21
XXIX DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO - CICLO A
Por Fernando Torres Pérez

En este mundo que presume de democrático y de derechos humanos, aunque la realidad sea a veces muchos menos lucida que las grandes declaraciones, hay quienes prefieren decir que ciertamente todos somos iguales pero unos más que otros. Y que, en la práctica, lo urgente no deja que nos fijemos en lo verdaderamente importante. Me explico, llevados por la necesidad de sobrevivir, terminamos respetando los derechos no de todos sino en primer lugar y sobre todo de los más poderosos. Es lo que se llama la comprensión asimétrica. O la aplicación asimétrica de los derechos humanos, civiles, etc. Y hacemos eso por la sencilla razón de que es mejor estar a buenas con los más poderosos que con los que no tienen ningún peso en la sociedad.
Esto ha sido siempre así a lo largo de los siglos. Basta ver la historia de los grandes imperios. Y también, por qué no reconocerlo, la misma historia de la iglesia. Las razones y las voces de los poderosos siempre han tenido más peso a la hora de tomar las grandes decisiones de la historia que las razones y las voces de los marginados, de los pobres, de los oprimidos. Todos somos iguales pero unos más que otros. Todos tenemos voz pero unos parecen tener un amplificador potentísimo y otros parecen estar siempre afónicos. Y la justicia no se aplica a todos por igual. Así ha sido siempre y, dicen algunos, siempre será.

Jesús, otra forma de ver las cosas

Pero Jesús vino a poner fuego en el mundo y a ponerlo todo patas arriba. En el Evangelio de este domingo le preguntan por el impuesto que hay que pagar y termina saliendo con una frase que quizá sus oyentes no entendieron del todo –más que otra cosa porque no hay peor ciego que el que no quiere ver–. Jesús les dice que hay que cumplir la justicia siempre. Por eso, hay que dar al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios. No se dieron cuenta los que escuchaban de la metralla que llevaban aquellas palabras. Porque ¿qué hay que sea del César y no sea de Dios? El Dios de que habla Jesús, ¿no es el Padre de todos, el Padre amante y misericordioso que se desvela por sus hijos e hijas y que ama de una manera especial a los que más sufren, a los más abandonados?
Hay que entender las palabras de Jesús en el contexto de toda su predicación. No nos podemos meter ahora a hacer disquisiciones entre lo que es exclusivamente del César y lo que es sólo de Dios. Todo lo que afecta a sus hijos e hijas, preocupa inmensamente a Dios, es de Dios en el mejor de los sentidos. Nada queda excluido. Si el pago del impuesto al César deja a los hijos en la miseria, Dios, el Padre, no queda indiferente.
Dar a Dios lo que le corresponde no es darle culto con mucho incienso y abundantes cánticos. El culto, por solemne y hermoso que sea, nunca da a Dios lo suyo. Porque lo suyo, así nos lo dejó dicho y testimoniado Jesús, no es recibir pleitesía sino acoger a sus hijos e hijas, a su familia, darles la dignidad que se merecen, hacer lo posible para que todos participen igualmente en el banquete de la vida. Eso es lo que hay que dar a Dios.
Y eso, hay que ser realistas, a veces, demasiadas veces, entra en contradicción con lo que es debido y justo dar al César según los criterios de este mundo, de la justicia de aquí. En este caso, cuando se produce el conflicto, los seguidores de Jesús no tenemos duda: la prioridad está del lado de Dios, del lado de los hijos. Dicho con otras palabras: la prioridad está en el derecho de los pobres, de la defensa de la dignidad de los oprimidos, del lado de los hermanos. Porque no otra cosa es dar a Dios lo suyo.

La verdadera justicia

Y aquí venimos a algo que hemos dicho al principio de este comentario y que no deberíamos olvidar. Decíamos que a veces lo urgente no nos deja ver lo importante. Es que tan preocupados estamos en cumplir con el César –porque el castigo o el premio es inmediato– que se nos olvida hacer lo que es verdaderamente importante: cumplir con nuestros hermanos, construir el Reino, reunir a la familia de Dios.
Haciendo esas cosas, quizá no veamos los resultados a corto plazo, quizá incluso tengamos algunos inconvenientes en nuestra vida. Pero a largo plazo seremos honestos seguidores de Jesús y haremos fraternidad para los demás y para nosotros, practicaremos justicia de la buena. No hay otra forma de entrar en el Reino. Y, la verdad, es lo único que vale la pena hacer con nuestra vida.

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