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lunes, 29 de diciembre de 2008

Salvados por un Niño

Publicado por Alfa y Omega

La salvación nos ha llegado del Niño de Dios, del mismo Dios hecho hombre, que, ya adulto, nos enseñó que el camino hacia la vida eterna pasa por volver a nacer; hacernos de nuevo niños y permanecer siempre, como Él, en el seno del Padre, confiados y abandonados a su Amor, y por eso gozosamente libres. Hans Urs von Baltasar profundiza en este misterio, en Si no os hacéis, como este niño, del que recogemos algunos extractos. Es una de las joyas que acaba de llevar a las librerías Ediciones San Juan, junto a otras selectas obras del genial teólogo suizo, de su amigo y colaborador Joseph Ratzinger y del autor que tanto influyó en ambos, Adrienne von Speyr:

El Evangelio en su conjunto trata de un misterio profundísimo, fundamentado en el ser de Cristo, que es inseparable de su ser niño en el seno del Padre y, por tanto, inseparable de lo que Jesús llama «nacer del Espíritu», y que Él, de modo expreso, eleva como condición de ingreso en el reino de Dios: «El que no nazca de nuevo, no puede ver el reino de Dios». Para Jesús, evidentemente, el estado de la primera infancia nunca es algo moralmente indiferente. Más bien, los modos de ser del niño muestran y miran hacia una zona originaria en la que todo acontece hacia lo correcto, lo verdadero y lo bueno, en un estado de protección escondida que no se puede devaluar como pre-ético, sino que manifiesta en realidad una esfera del originario ser sano e íntegro, e incluso -dado que el niño no puede distinguir entre el amor de los padres y el amor de Dios- contiene un momento de santidad.
Jesús sabe cuán profundamente amenazada está esa zona originaria, porque el niño es débil, y los que lo cuidan, en vez de guiarlo, pueden seducirlo, engañarlo, y hasta perderlo. De ahí su espantosa amenaza: «Sería mejor que le cuelguen al cuello una piedra de molino y lo tiren al mar, antes que escandalizar a uno de estos pequeñuelos».
En el momento en que el niño comienza a percibir un oscurecimiento -entre los padres o entre uno de los padres y el niño-, para él se confunde y se nubla a la vez el horizonte del Ser absoluto y con ello también su don, el ser creado universal como regalo de Dios, porque para el niño ese don es comprensible únicamente en la situación concreta de las relaciones de amor con sus padres, en el ámbito lleno de paz del espacio íntimo y familiar. Toda discordia en ese dominio santo abre heridas en el corazón del niño que, en la mayoría de los casos, no son curables. Siempre son los niños los que llevan el luto en los divorcios. Los adultos raramente notan los daños que ocasionan a los niños, y cuán cerca están de la más espantosa de las maldiciones de Jesús.

Jesús, siempre niño
Si no os hacéis como niños no entraréis en el Reino de los Cielos

En la mayoría de los hombres, que pronto hacen la experiencia del pecado en el mundo, el recuerdo de la experiencia originaria se sumerge en lo más hondo. Para Jesús, por el contrario, el fundamento que todo lo gobierna y lo unifica conserva siempre la realidad personal y concreta del Padre. Esto muestra precisamente hasta qué punto Él, también siendo adulto, permanece niño.
Dios Padre da poder a su Hijo para hacer que nosotros seamos nacidos de Dios. Esto es gracia pura e inconcebible, pero también exigencia suprema, pues ahora el Espíritu de Cristo grita incesantemente desde lo más íntimo de nosotros: «Abbá, Padre», y toda nuestra existencia de hijos-niños ha de corresponder a esa exclamación. En modo alguno como infantilismo, pero sí en la disponibilidad del amor del Hijo eterno al mandamiento del Padre. En los grandes santos puede verse y comprobarse que pueden convivir sin tensión alguna la inocencia filial e infantil cristiana y la plena madurez. Ellos conservan hasta su edad más avanzada una juventud extraordinaria y maravillosa.
Los rasgos esenciales del hombre que vive y encarna, como adulto, la filiación divina, se vuelven claros y legibles en Cristo. Él conservó intactos todos los trazos del ser niño-hijo Dios. Todas sus palabras y acciones delatan que Él contempla al Padre en un eterno asombro de niño.
Conservar el asombro infantil en el mundo de los hombres no es tarea fácil, y se hace, quizá, tanto más difícil cuanto más el hombre técnico intenta configurarlo y gobernarlo todo. Ser niño significa agradecer-se, agradecer su propio ser, porque en nuestra vida adulta nunca llegamos a no tener que agradecer más nuestro ser-yo. Y junto con esta obligación de agradecer-nos, nunca nos libramos de la necesidad de suplicar, del abandonarnos, de concedernos. Los hombres olvidan esto. Sólo la religión cristiana, que es transmitida esencialmente por el Niño de Dios, mantiene viva en sus fieles, durante toda la vida, la conciencia infantil de tener que suplicar y agradecerse.

Hans Urs von Balthasar

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