Por Fr. Santiago Agrelo Martínez
Arzobispo de Tánge
Arzobispo de Tánge
Hace dos mil años, leyes y tribunales se confabularon para crucificar a un nazareno llamado Jesús. Algo terrible debía de esconder la vida de aquel hombre que curaba enfermos e invitaba a los excluidos a que entrasen como hijos en el Reino de Dios.
Ahora, leyes y tribunales vuelven a unirse para que la imagen de aquel crucificado sea retirada de los espacios reservados a la laicidad, pues su sola presencia conculca derechos humanos fundamentales.
Aquel Cristo del coro conventual lo esculpieron las manos del valenciano Ignacio Vergara. Avezado a convocar la verdad y la belleza en la madera, el artista puso en el rostro de aquel crucificado el alma del Nazareno, y tú, si aún eres capaz de acoger la intimidad de quien te habla, si con los ojos del corazón te fijas en aquella imagen, te habrás asomado a la intimidad del Crucificado, al misterio de su última mirada.
Los brazos abiertos; las manos clavadas y bendiciendo. Evangelio en carne viva: El que tanto mal recibe, sólo está diciendo bien.
En su rostro descubres una sonrisa, y tu primera impresión cuando la ves, puede que sea la de haber sorprendido algo que no encaja en la tragedia.
Luego te fijas en su pecho, en la hendedura de la que nace un río. De sangre y agua, dijo el testigo que lo vio correr. De sacramentos, dijo el místico, que vio nacer de aquel pecho una humanidad nueva. Tú podrías recordar el río que el profeta había visto correr al lado derecho del templo; sus aguas llegaban hasta el mar de las aguas salobres, y a donde el río llegaba, llegaba en abundancia la vida.
Entonces intuyes la razón de la sonrisa misteriosa que te había parecido fuera de lugar: El Crucificado mira hacia la fuente de su pecho, y, sonriendo, manifiesta complacencia por la riqueza del manantial, alegría por la tarea cumplida, plenitud por la vida que sale a raudales de la hondura del corazón.
La bendición que las manos indicaban, corre desde el pecho hasta la tierra agostada. Los brazos quedaron abiertos para que esté siempre abierta la fuente, del todo abierta. Y los pies quedaron clavados al leño, porque la fuente esté fijada donde siempre la puedas hallar.
No temas, hermano, creyente o no creyente: un crucifijo es sólo una señal humilde y discreta que, al borde del camino, indica a los sedientos dónde está la Fuente en la que, si lo desean, pueden beber el agua de la vida.
Ahora, leyes y tribunales vuelven a unirse para que la imagen de aquel crucificado sea retirada de los espacios reservados a la laicidad, pues su sola presencia conculca derechos humanos fundamentales.
Aquel Cristo del coro conventual lo esculpieron las manos del valenciano Ignacio Vergara. Avezado a convocar la verdad y la belleza en la madera, el artista puso en el rostro de aquel crucificado el alma del Nazareno, y tú, si aún eres capaz de acoger la intimidad de quien te habla, si con los ojos del corazón te fijas en aquella imagen, te habrás asomado a la intimidad del Crucificado, al misterio de su última mirada.
Los brazos abiertos; las manos clavadas y bendiciendo. Evangelio en carne viva: El que tanto mal recibe, sólo está diciendo bien.
En su rostro descubres una sonrisa, y tu primera impresión cuando la ves, puede que sea la de haber sorprendido algo que no encaja en la tragedia.
Luego te fijas en su pecho, en la hendedura de la que nace un río. De sangre y agua, dijo el testigo que lo vio correr. De sacramentos, dijo el místico, que vio nacer de aquel pecho una humanidad nueva. Tú podrías recordar el río que el profeta había visto correr al lado derecho del templo; sus aguas llegaban hasta el mar de las aguas salobres, y a donde el río llegaba, llegaba en abundancia la vida.
Entonces intuyes la razón de la sonrisa misteriosa que te había parecido fuera de lugar: El Crucificado mira hacia la fuente de su pecho, y, sonriendo, manifiesta complacencia por la riqueza del manantial, alegría por la tarea cumplida, plenitud por la vida que sale a raudales de la hondura del corazón.
La bendición que las manos indicaban, corre desde el pecho hasta la tierra agostada. Los brazos quedaron abiertos para que esté siempre abierta la fuente, del todo abierta. Y los pies quedaron clavados al leño, porque la fuente esté fijada donde siempre la puedas hallar.
No temas, hermano, creyente o no creyente: un crucifijo es sólo una señal humilde y discreta que, al borde del camino, indica a los sedientos dónde está la Fuente en la que, si lo desean, pueden beber el agua de la vida.
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