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sábado, 14 de mayo de 2011

IV Domingo de Pascua (Jn 10,1-10) - Ciclo A: Por el contrario, se rebajó



Situación

El tema de la autoridad es delicado a nivel familiar, laboral, civil o eclesial. Porque nuestra cultura democrática se rebela contra la autoridad que se impone y porque la historia nos ha puesto alerta sobre el abuso de poder.
Jesús ha dado por supuesta la necesidad de la autoridad; pero la ha desacralizado radicalmente y la ha puesto siempre al servicio del hombre, no del Sistema.
Por eso nos sentimos tan incómodos cuando miramos a la Iglesia en cuanto institución, pues la autoridad tiene en ella un carácter muy monárquico y clerical.


Contemplación

A la luz de la Palabra, especialmente del Evangelio, queremos reflexionar sobre la autoridad de Jesús, el Señor resucitado, criterio definitivo de toda autoridad para los cristianos.

Jesús afirma su autoridad, la que ha recibido del Padre. Es la puerta y el pastor. No es ladrón ni mercenario. ¿En qué se le nota? En que ama y sirve desinteresadamente. En que establece una relación interpersonal, puesto que «conoce a sus ovejas y éstas le conoces a El». En que El va por delante, en el doble sentido: de que hace lo que dice a los suyos y de que se compromete enteramente a cumplir la tarea que se le ha encomendado.
Los Hechos nos presentan a Pedro con la autoridad del Evangelio, la autoridad de la Palabra, para ser testigo; elegido para este servicio, el primero y esencial en la Iglesia. Pero su autoridad consiste en afirmar el señorío de Jesús, la Salvación en el nombre de Jesús. Lo cual conlleva bautizar, es decir, celebrar los sacramentos, reunir y presidir la comunidad cristiana, sin duda; pero en función de congregar al Pueblo de Dios, cuya Cabeza es Cristo.
Es esto lo que celebra el salmo 22: la dicha de ser el Pueblo de Dios, de tener a Dios mismo como su Pastor, líder y guía. La autoridad ya no es una amenaza, sino presencia de amor, paz.


Reflexión

La Eucaristía, en cuanto acto social y religioso del Pueblo de Dios, refleja la realidad ambivalente de la Iglesia respecto a la autoridad y sus funciones. Por un lado, todo se concreta en los varones célibes, los clérigos, con una concepción patriarcal y jerárquica, que no manifiesta precisamente el espíritu de servicio, minoridad y fraternidad que Jesús inculcó a los suyos. Por otra parte, a la luz de la fe y de lo que se dice verbalmente, el centro de la celebración es Jesús, el Señor, única autoridad.
En la Eucaristía se realiza cumplidamente cómo Jesús ejerce su autoridad en la Iglesia: como Buen Pastor que entrega su vida por sus ovejas. No se afirma en poder; se da en alimento y bebida. No se distancia para proteger su autoridad, como hacemos los clérigos (sacralizamos nuestra autoridad reforzando nuestro rol de salvadores y mediadores, disponiendo de poderes espirituales exclusivos, teniendo la última palabra sobre las conciencias...), sino que nos da su espíritu, estableciendo una relación íntima de amor: «Ya no os llamo siervos, sino amigos» (Jn 15).

La madurez de la fe no está en hacer de la autoridad en la Iglesia algo intocable, justificado por el poder específico que tienen los, sacerdotes en la Eucaristía, sino en actualizar, unos y otros, las actitudes de Jesús, «que no se apropió su dignidad divina; por el contrario, se rebajó» (cf. Flp 2).


Praxis

En este tema, todos tenemos mucho que revisarnos.

Comencemos por el ámbito en que tenemos alguna autoridad sobre los demás (familia o trabajo). Es verdad que no hay que ser ingenuos y pensar que cabe transponer literalmente la humildad de Jesús a los conflictos de autoridad en la sociedad; pero, ¡que fácilmente justificamos nuestra necesidad de poder o nuestros mecanismos de autoafirmación!
Comencemos por posibilitar cauces reales de diálogo que no sean meras tretas de estrategia democrática.
Pasemos a la Iglesia. Los clérigos, que tenemos autoridad explícita en ella, hemos de ser los primeros en revisar no sólo actitudes, sino también medios prácticos que favorezcan progresivamente la participación de los seglares. Nos queda un camino largo, pero urgente. En este punto, la Iglesia resulta un escándalo grave para muchos creyentes y, por descontado, para los no creyentes.

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