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sábado, 1 de octubre de 2011

XXVII Domingo del T.O. (Mt 21,33-43) - Ciclo A: No Matarás



José Luis Martín Descalzo, cuenta algo muy bello. Se trata del conocido escritor “José María Gironella”, quien el 6 de enero de 1936, siendo todavía un muchacho, debió de huir de su querida Gerona, atravesando los pirineos que separan a Francia y España. Su mismo padre le acompañó hasta la frontera. Al pasar, la gerdarmería francesa le detiene y le registra.
Con gran sorpresa, José María se encuentra con un papelito escrito por su padre y metido a hurtadillas en el bolsillo del pantalón. Sólo contenía una frase: “No mates a nadie, hijo. Tu padre, Joaquín”.

Martín Descalzo comenta el hecho diciendo “Aquel hombre sabía la verdad: matar es mucho más mortal que morir. Se mueren mucho más los que matan que los que caen muertos. “Joaquín no quería que su hijo regresara con el alma muerta y el corazón convertido en quién sabe que piedra”.

Me viene el recuerdo de esta historia, hoy que leemos este Evangelio de los “viñadores homicidas”. Y hasta se me ocurre que, al bautizarnos, en vez de esas velas de recuerdo, a todos nos debieran meter un papelito en el bolsillo del corazón que dijese solamente esto: “Hijo, no mates a Dios en tu corazón”. No sólo los hombres corremos el peligro de que nos maten. También Dios hoy está en peligro. Y desde que F. Nietsche se atrevió a ponerle ya el epitafio de muerto todos le seguimos matando de una manera u otra.



Es la gran tentación de la cultura actual. Matar a Dios. Silenciar a Dios. Porque sólo así el hombre y el mundo podrán lograr su verdadera libertad e independencia. Desde que el hombre descubre su libertad y autonomía, su gran tentación es la de eliminar a Dios. Para ellos, Dios es el gran enemigo del hombre y de su libertad. Matar a Dios para que viva el hombre.



Pero, como decía Martín Descalzo, más muere el que mata que el que muere. Y cuando matamos a Dios, terminamos por morirnos nosotros mismos. Porque sin Dios ¿qué es y qué sentido tiene el hombre?” Destruida la brújula y destruido el faro, ¿a dónde nos dirigimos?



Hay muchas maneras de matar a Dios.

La primera, el silencio sobre Dios.

¿Se puede hablar de Dios hoy en la vía pública: en política, en economía, en la vida social? ¿Se puede hablar de Dios hoy en las reuniones de amigos, en las reuniones sociales? La segunda, es la indiferencia. El no ver que Dios tenga sentido en nuestras vidas y vivir como si no existiese. ¿Acaso el silencio y la indiferencia no matan más que las mismas armas?

Cuando siento que nadie habla de mí o cuando siento la indiferencia de los demás, siento que no existo para nadie.

El silencio sobre Dios es una de las formas de “matar a Dios” de nuestra cultura contemporánea… Pero silencio sobre Dios no sólo en la vía pública sino en el seno de las familias que se dicen cristianas…





En muchos hogares ya no se habla de Dios. Los niños no pueden aprender a ser creyentes junto a sus padres.

Nadie en casa les inicia en la fe. Sus preguntas religiosas resultan embarazosas y son pronto desviadas hacia cosas más prácticas. Lo que se transmite de padres a hijos no es fe, sino indiferencia y silencio religioso.

No es, pues, extraño que encontremos entre nosotros un número cada vez más elevado de niños sin fe. ¿Cómo van a creer en Aquel de quien no han oído hablar? ¿Cómo se va a despertar su fe religiosa en un hogar indiferente?

La actuación de los padres es diversa. Hay algunos a los que no les preocupa en absoluto la fe de sus hijos. Hace tiempo que ellos mismos se instalaron en la indiferencia. Hoy no saben si creen o no creen.¿Qué pueden transmitir a sus hijos?

Hay también padres que, aun sintiéndose creyentes, dimiten fácilmente de su propia responsabilidad y lo dejan todo en manos de los colegios y catequistas. Parecen ignorar que nada puede sustituir el ambiente de fe del propio hogar y el testimonio vivo de unos padres creyentes.

Pero hay también padres preocupados, que no saben qué hacer en concreto. Padres que buscan apoyo y orientación y no siempre lo encuentran. Puede ser oportuno recordar algunas cosas sencillas pero básicas.

Lo más importante es que los hijos puedan comprobar que sus padres se sienten creyentes.

Que puedan intuir que Dios es alguien importante en su vida, que la fe les anima a vivir de manera positiva y les sostiene en los momentos de sufrimiento y prueba.

Pero no es posible transmitir lo que no se vive. No se puede enseñar a rezar al hijo cuando uno no reza nunca. No se le puede explicar por qué el domingo es fiesta si en casa no se celebra ese día de manera cristiana. No se le puede hablar en serio de Jesucristo si el hijo nunca nos va a ver leer el Evangelio.

La fe o la increencia de las nuevas generaciones se juega en buena parte en la familia. En el Evangelio se nos hace una invitación que los cristianos no debiéramos olvidar nunca: «Este es mi Hijo amado. Escuchadlo».

Quizá necesitemos recordar que ser cristiano es vivir escuchando a Jesús.

También los niños están llamados a escucharlo. Pero difícilmente lo podrán hacer si nadie les habla de El. No “matemos” la posibilidad de que Dios sea conocido y querido por nuestros pequeños, pues seguro que es el mejor compañero y la mejor herencia que les podemos dejar…

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