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sábado, 1 de octubre de 2011

XXVII Domingo del T.O. (Mt 21,33-43) - Ciclo A: Una viña capaz de decepcionar


Por A. Pronzato
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También a Dios le pueden fallar las previsiones
«¿Por qué esperando que diera uvas, dio agrazones?...».
«...Por último les mandó a su hijo, diciéndose: 'Tendrán respeto a mi hijo'. Pero los labradores, al ver al hijo... agarrándolo, lo empujaron fuera de la viña y lo mataron».
Entran ganas de comentar: también a Dios le fallan las previsiones. Cuando anda el hombre por medio, siempre resulta un riesgo hacer previsiones. No hay nada seguro. Puede ocurrir cualquier cosa, lo mejor y lo peor.
Dios espera... y ordinariamente ve fallida su esperanza. Ofrece amor y recibe traición.
Multiplica las atenciones, el perdón, y recoge negativas.
Sueña en la alianza con un pueblo sobre el cual derramar todo su cariño y sus confidencias, con la esperanza de que la bondad y la misericordia, sembradas a manos llenas en aquel pueblo, crezcan y se difundan por el mundo, produciendo frutos de paz, de justicia, de reconciliación entre los hombres. Pero aquel pueblo elegido, educado e iluminado por su palabra, invitado a asumir compromisos por la voz vigorosa de los profetas, hace de la elección divina un motivo de superioridad orgullosa respecto a los demás, la considera como un privilegio intocable, toma actitudes altivas como señor del Reino, no reconoce e incluso quita brutalmente de en medio al Hijo enviado, no tanto a «cobrar la cosecha», sino a remachar un ofrecimiento de amor, a intentar una nueva sementera.

Y los viñadores, además de negar lo que habrían debido entregar, se mostraron incapaces de recibir.

Y de este modo Dios se ve expropiado de su propia casa. Queda «desheredado»

El hombre es «el riesgo de Dios».

El hombre es el ser capaz de desmentir las previsiones de Dios. «Esperó de ellos derecho, y ahí tenéis: asesinatos, esperó justicia, y ahí tenéis lamentos».

¡Cuántas previsiones equivocadas! ¡cuántas esperanzas fallidas! Si luego cada uno examinamos nuestra propia vida, podremos añadir nuevos elementos a la serie ya impresionante de los «infortunios» de Dios.

Lo malo es que no son «infortunios» de Dios, sino fallos nuestros clamorosos.

El vio bien las cosas. Sus esperanzas eran perfectamente legítimas respecto a nuestras posibilidades y respecto a lo que él realiza por nosotros, a las enormes inversiones que hace.

«¿Qué más cabía hacer por mi viña que yo no lo haya hecho? ...». Nos dan ganas de responder: deja de concebir proyectos ambiciosos sobre nosotros, deja de cultivar sueños, deja de cantar ese canto de amor insoportable.

Pero hemos de encontrar el coraje de suplicarle: sigue soñando, sigue haciendo previsiones... No te canses de esperar.

Será tu canto apasionado, más que tus amenazas, lo que nos haga tomar conciencia de nuestros increíbles fallos y lo que haga madurar dentro de nosotros el deseo de dar flores y luego, quizás, frutos.


¡Ay si dejara de escucharse ese canto de amor a la viña!

Todo es cuestión de frutos

Leyendo la página de Isaías y la parábola del evangelio se tiene la impresión de estar ante una obra asombrosa de simplificación de la historia.

Acontecimientos complejos, sucesos enredados, fechas, convulsiones, hechos contradictorios, personajes diversos, episodios innumerables: todo ello resumido en un relato convincente, condensado en unas pocas líneas descarnadas.

Es la historia de un pueblo desde el punto de vista de Dios, liberada de las apariencias y captada en su desarrollo esencial.

Son realmente pocas las cosas que cuentan a los ojos de Dios. Una serie impresionante de sucesos más o menos impresionantes: y él que lo reduce todo a una cuestión de frutos. Los frutos que él sabe y de los que se preocupa. Los frutos que hay y que no hay. Lo demás no.. cuenta.

Sería interesante, por ejemplo, imaginarse cómo Jesús pondría hoy al día esta parábola, tomando en consideración las peripecias históricas de su Iglesia.

Pero sería temerario, por parte de cualquiera de nosotros, esbozar un relato semejante (además, ¿quién tendría derecho a intentarlo: un historiador, un poeta, un místico, un teólogo, un experto en estadística? Ya es bastante difícil interpretar la parábola respecto a nuestra propia vida...).

De todas formas, creo que está en armonía con el significado de la parábola esta provocación que nos plantea G. Bessiére: «Lo que sucedió a Israel es un juicio de la historia de la misma Iglesia... Se empeñó en 'poseer' dogmas, verdades, poderes, construcciones, instrucciones, más que en producir frutos del Reino: justicia, libertad, amor, perdón de los enemigos, fraternidad. Es la tentación permanente del tener, de hacerse un Reino en la tierra y, peor aún, de imaginarse que es ella el Reino».



Va por nosotros...

También resulta útil leer las líneas que siguen inmediatamente al evangelio de hoy.

Mateo añade: «Cuando los jefes de los sacerdotes y los fariseos oyeron estas palabras, comprendieron que Jesús se refería a ellos...». ¡Ojalá fuera siempre así! Desde los «jefes de los sacerdotes» hasta el último de los fieles (o sea, hasta el que esto escribe), cuando resuena una palabra dura de condenación, de crítica, de denuncia, cada uno deberíamos tener la lealtad de reconocer: va por mí.

Cuando el Señor dice cosas desagradables, que pretenderíamos que van dirigidas a otros, hemos de «comprender» que nos está hablando a nosotros.

Hay que escuchar la palabra de Dios no como condenación de las fechorías de los demás, sino como invitación perentoria a un examen desgarrador de conciencia personal.

En el caso específico de esta parábola dramática y de la página dolorosa de Isaías, hay que reconocer que esa historia se repite, con vergonzosa monotonía, empezando por nosotros.

Muchas veces sentimos la tentación de sacar esta conclusión: «Con ciertos tipos no hay nada que hacer; no es posible esperar de ellos nada bueno...». Y no nos damos cuenta de que pronunciamos una auto-condenación.

Ninguno de nosotros puede tener la pretensión de quedar aparte, de sustraerse al juicio de Dios. Nadie puede creerse «intocable» ante la palabra de Dios. Nadie tiene el más mínimo derecho a sentirse «puro».

A veces nos contentamos con «comprender» la palabra. No basta. Hay que «comprender» que va por nosotros.


Ocupados en hacer otra cosa

También sería interesante comprobar qué es lo que hemos hecho, qué es lo que hacemos, cuando deberíamos estar atentos a cumplir la tarea que nos han confiado: cultivar la viña del Señor y producir los frutos que él desea.

Quizás nos hemos dormido o nos hemos puesto a pensar en las Batuecas. Nos hemos erigido en guardianes de la finca (sin darnos cuenta de que ya no había nada que defender). Hemos organizado fiestas de la vendimia. Hemos promovido debates. Nos hemos dedicado a hacer propaganda de la viña. Hemos criticado los cultivos ajenos (ignorando todo lo «verdadero, noble, justo, puro, amable, laudable» que otros han sido capaces de presentar, mientras que nosotros nos creíamos los únicos en «merecer alabanzas», los únicos poseedores de la virtud).

Nos hemos dedicado en masa a los estudios sobre las técnicas más avanzadas de dirección de la viña, y han quedado pocos que se cansen de verdad.

Hemos multiplicado las construcciones y las estructuras inútiles, que no tenían nada que ver con la bodega y la torre primitivas. Sobre todo hemos hablado mucho. De nosotros y de la viña. Nuestros discursos no se parecían en nada, por su tono y su pasión, al canto elaborado por Isaías.

Exaltaciones injustificadas y amenazas poco creíbles.

...Pero habría sido suficiente, en vez de tener siempre la viña en los labios, presentar los cestos llenos de frutos.

En una palabra, nos empeñamos en hacer... otra cosa.

Y siempre andamos demasiado ocupados en hacer lo que no tendríamos que hacer.


Le hemos ahorrado el castigo a Dios

Y puede hacerse también una lectura en clave ecológica del trozo de Isaías: «Pues ahora os diré a vosotros lo que voy a hacer con mi viña: quitar su valla para que sirva de pasto, derruir su tapia para que la pisoteen. La dejaré arrasada: no la podarán ni la escardarán, crecerán zarzas y cardos, prohibiré a las nubes que lluevan sobre ella...». Ya no es necesario que intervenga Dios con este tipo de castigos. Nos hemos adelantado nosotros.

Hemos sido nosotros los que hemos atendido a la obra de devastación de la viña, a la transformación del jardín en desierto, al más bárbaro de los saqueos.

Es el hombre mismo el que pisotea cualquier semilla verde, el que se especializa en producir aridez, el que se empeña en ensuciar, en afear, en acumular basura, el que se distingue en apagar la vida, en hacer el aire irrespirable.

Y cuando se consigue con ello producir frutos abundantes, se trata de frutos envenenados.

El hombre moderno no ha esperado a que Dios lo expulsase del jardín y le expropiase la viña. El mismo se ha cuidado de privarse de ella y de privar de ella a los demás.

La verdad es que Dios ya ni siquiera puede confiar a otros el jardín que es preciso guardar. Es que no existe el jardín. Y no hay por qué guardar un montón de basura.
El sabe lo que quiere decir...

La recomendación de Pablo (segunda lectura), «que nada os preocupe», podría traducirse con una elocuente expresión popular: «No hay que tomarlo demasiado en serio...».

Naturalmente, alguno protestaría: «Se dice pronto. Pero hay que encontrarse en ciertas situaciones para saberlo».

El hecho es que Pablo sabe, sabe muy bien lo que dice: encarcelado, perseguido, amenazado de muerte, abandonado... En su vida ha coleccionado desventuras en serie, ha pasado por borrascas muy serias, ha tenido que enfrentarse con situaciones dramáticas. Por consiguiente, puede hablar con pleno conocimiento de causa.

De todas formas, no se trata de una exhortación a la indiferencia, a la imperturbabilidad, tan peculiar en cierta filosofía estoica.

El apóstol invita a combatir la ansiedad, que amenaza con estropear la vida, poniendo la confianza en Dios.

El diagnostica realmente que en la raíz de la ansiedad hay una carencia de fe. Y por tanto propone como remedio una reacción, una recuperación de la fe.

La fe, por otra parte, encuentra su expresión mejor en una oración insistente, apasionada, tensa, de tonos fuertes.

También es interesante observar cómo Pablo propone que se pidan cosas a Dios... en la acción de gracias. Hay que implorar, dando gracias.

Nosotros, por desgracia, estamos acostumbrados a dar gracias sólo después de haber recibido, de haber cobrado. Por eso vivimos en un clima de preocupación y hasta de angustia.

Habría que entrelazar entonces la oración de petición con la acción de gracias. Más aún, dar gracias antes incluso de presentar la petición. Es la máxima confianza.
Entonces veremos cómo la ansiedad se transforma en paz.

Además, hay que abandonar la mentalidad de contable (fuente de inquietudes) y abandonarse a la alabanza, al canto, al reconocimiento. «No tomemos las cosas demasiado en serio», porque hemos puesto «nuestros pensamientos» en manos de alguien.

«No tomemos las cosas demasiado en serio», porque no hemos acabado de hacer el inventario de lo que se nos da continuamente.

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